jueves, 10 de diciembre de 2020

 DIOS ENCUENTRA AL HOMBRE

Dios Padre envía su Hijo para Salvarnos.

Este misterio solo lo podríamos comprender si conociéramos la Majestad de Dios y la pequeñez del hombre.

La inmensidad del Universo nos puede a ayudar a entender la Inmensidad de Dios, los millones de años que tomo formarlo nos ayudan a entender que es la eternidad.

La pequeñez de la tierra en comparación con el Universo, nos ayudarían a entender la pequeñez del hombre. 

Pero todo esto apenas nos da una idea de la diferencia infinita entre Dios y el hombre. 

Solo la Verdad Revelada en las Sagradas Escrituras, y en la fe de la Iglesia contenida principalmente en el Credo y las prerrogativas de Maria Virgen en quien Dios ya realizo la Salvación que tiene preparada par nosotros nos pueden dar una Idea de lo que significa que Dios haya venido al encuentro del Hombre.

El poder de Dios que confesamos en el credo, se manifiesta en sus obras, en la creación, en la conservación del mundo y en todas las maravillas que realizo en favor de su pueblo, pero sobretodo en los milagros de Jesús cuando el Verbo se hizo Carne y habito entre nosotros.

La majestad de Dios es insondable, pero mas sus amor, su misericordia, su anonadamiento al tomar nuestra Naturaleza y su inmensa generosidad al comunicarnos la suya.

Esta es la única verdad de nuestra existencia, Dios nos amo y nos dio la existencia, pero mas nos amo cuando nos redimió con su Sangre y dejo en la Iglesia todos los medios de Salvación.

Miremos a Maria, en Ella ya realizo Dios la Salvación plena: Redimida anticipadamente con la Sangre de Cristo,  Sim Pecado concebida, llena de Gracia, Siempre Virgen Inmaculada. Gloriosa en cuerpo y alma en el cielo.

Cuando se ha dicho la ultima palabra del amor, ya no queda sino hacerla perpetua, Jesús la dijo en le Calvario y la perpetua en la Eucaristía y en las almas y nos la deja en su Iglesia hasta que llegue el día de su gloriosa Venida en que entregara su Reino al Padre.



BAUTISMO DE JESUS

 Sólo a partir de la cruz y la resurrección se clarifica todo el significado de este acontecimiento. Al entrar en el agua, los bautizandos reconocen sus pecados y tratan de liberarse del peso de sus culpas. ¿Qué hizo Jesús? Lucas, que en todo su Evangelio presta una viva atención a la oración de Jesús, y lo presenta constantemente como Aquel que ora –en diálogo con el Padre–,nos dice que Jesús recibió el bautismo mientras oraba (cf. 3, 21).

 A partir de la cruz y la resurrección se hizo claro para los cristianos lo que había ocurrido: Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipación de la cruz. Es, por así decirlo, el verdadero Jonás que dijo a los marineros: «Tomadme y lanzadme al mar» (cf. Jon 1, 12). El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir «toda justicia», se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo –«Éste es mi Hijo amado» (Mc 3, 17)– es una referencia anticipada a la resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el término bautismo designa su muerte (cf. Mc 10, 38; Lc 12, 50).


Jesus de Nazaret.

Proemio

Capítulo I. «¿De dónde eres tú?» ( Jn 19,9)

Capítulo II. Anuncio del nacimiento de Juan el Bautista y del nacimiento de Jesús

Capítulo III. Nacimiento de Jesús en Belén

Capítulo IV. Los Magos de Oriente y la huida a Egipto

Epílogo. Jesús en el templo a los doce años

Bibliografía

Notas

Créditos

Proemio

Finalmente puedo entregar en manos del lector el pequeño libro prometido desde hace tiempo sobre los relatos de la infancia de Jesús. No se trata de un tercer volumen, sino de algo así como una antesala a los dos volúmenes precedentes sobre la figura y el mensaje de Jesús de Nazaret. He tratado aquí de interpretar ahora, en diálogo con los exegetas del pasado y del presente, lo que Mateo y Lucas narran al comienzo de sus Evangelios sobre la infancia de Jesús.

Según mi convicción, una interpretación correcta requiere dos pasos. Por un lado, hay que preguntarse qué es lo que los respectivos autores querían decir en su momento histórico con sus correspondientes textos; éste es el componente histórico de la exegesis. Pero no basta con dejar el texto en el pasado, archivándolo así junto con los acontecimientos sucedidos hace tiempo. La segunda pregunta del auténtico exegeta debe ser ésta: ¿Es cierto lo que se ha dicho? ¿Tiene que ver conmigo? Y, en este caso, ¿de qué manera? Ante un texto como la Biblia, cuyo último y más profundo autor, según nuestra fe, es Dios mismo, la cuestión sobre la relación del pasado con el presente forma parte inevitablemente de la interpretación misma. Con ello no disminuye el rigor de la investigación histórica, sino que lo aumenta.

Me he preocupado de entrar en diálogo con los textos en este sentido. Haciéndolo así, soy bien consciente de que este coloquio entre el pasado, el presente y el futuro nunca podrá darse por concluido, y que cualquier interpretación se queda corta respecto a la grandeza del texto bíblico. Espero que, a pesar de sus límites, este pequeño libro pueda ayudar a muchas personas en su camino hacia Jesús y con él.

Castel Gandolfo, en la Solemnidad de la Asunción de María al cielo.

15 de agosto de 2012


JOSEPH RATZINGER – BENEDICTO XVI


CAPÍTULO I


«¿De dónde eres tú?» (Jn 19,9)

La pregunta sobre el origen de Jesús en cuanto interrogante sobre su ser y misión

Justo en medio del interrogatorio de Jesús, Pilato pregunta inesperadamente al acusado: «¿De dónde eres tú?» Los acusadores habían dramatizado su pretensión de que Jesús fuera condenado a muerte diciendo que este Jesús se había declarado Hijo de Dios, un relato para el que la ley preveía la pena de muerte. El juez racionalista romano, que ya había manifestado anteriormente su escepticismo ante la cuestión sobre la verdad (cf. Jn 18,38), podría haber considerado como ridícula esta afirmación del acusado. No obstante, se asustó. Anteriormente, el acusado había declarado que era rey, pero que su reino «no es de aquí» (Jn 18,36). Y luego había aludido a un misterioso «de dónde», y a un «para qué», afirmando: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad» (Jn 18,37).

Todo eso debió de parecer al juez romano un desvarío. Y, sin embargo, no conseguía evitar la misteriosa impresión causada por aquel hombre, diferente de otros que conocía como combatientes contra el dominio romano y para restablecer el reino de Israel. El juez romano pregunta sobre el origen de Jesús para entender quién es él realmente, y qué es lo que quiere.

La pregunta por el origen de Jesús, como interrogante acerca de su origen más íntimo, y por tanto sobre su verdadera naturaleza, aparece también en otros momentos decisivos del Evangelio de Juan, y desempeña igualmente un papel importante en los Evangelios Sinópticos. En Juan, como en los Sinópticos, esta cuestión se plantea con una singular paradoja. Por un lado, contra Jesús y su pretendida misión habla el hecho de que se conoce con precisión su origen: en modo alguno viene del cielo, del «Padre», de «allá arriba», como él dice (Jn 8,23). No: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6,42).

Los Sinópticos relatan un debate muy similar en la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Jesús. Jesús no había interpretado las palabras de la Sagrada Escritura como era habitual, sino que, con una autoridad que superaba los límites de cualquier interpretación, las había referido a sí mismo y a su misión (cf. Lc 4,21). Los oyentes —muy comprensiblemente— se asustan de esta relación con la Escritura, de la pretensión de ser él mismo el punto de referencia intrínseco y la clave de interpretación de las palabras sagradas. Y el miedo se transforma en oposición: «“¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y de José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?” Y esto les resultaba escandaloso» (Mc 6,3).

En efecto, se sabe muy bien quién es Jesús y de dónde viene: es uno más entre los otros. Es uno como nosotros. Su pretensión no podía ser más que una presunción. A esto se añade además que Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna de este tipo. Juan refiere que Felipe dijo a Natanael: «Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.» La respuesta de Natanael es bien conocida: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,45s). La normalidad de Jesús, el trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su proveniencia lo muestra como uno igual a todos los demás.

Pero hay también un argumento opuesto contra la autoridad de Jesús, y precisamente en el debate sobre la curación del ciego de nacimiento que recobró la vista: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése [Jesús] no sabemos de dónde viene» (Jn 9,29).

Algo muy similar habían dicho también los de Nazaret tras el discurso en la sinagoga, antes de que descalificaran a Jesús por ser bien conocido e igual a ellos: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos?» (Mc 6,2). También aquí la pregunta es: «¿De dónde?», aunque luego la retiraran haciendo referencia a su parentela.

El origen de Jesús es al mismo tiempo notorio y desconocido; es aparentemente fácil dar una explicación y, sin embargo, con ella no se aclara de manera exhaustiva. En Cesarea de Filipo, Jesús preguntará a sus discípulos: «Quién dice la gente que soy yo?... Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?» (Mc 8,27ss). ¿Quién es Jesús? ¿De dónde viene? Ambas cuestiones están inseparablemente unidas.

Lo que pretenden los cuatro Evangelios es contestar a estas preguntas. Han sido escritos precisamente para dar una respuesta. Cuando Mateo comienza su Evangelio con la genealogía de Jesús, quiere poner de inmediato bajo la luz correcta, ya desde el principio, la pregunta sobre el origen de Jesús; la genealogía es como una especie de título para todo el Evangelio. Lucas, a su vez, ha colocado la genealogía de Jesús al comienzo de su vida pública, casi como una presentación pública de Jesús, para responder con matices diversos a la misma pregunta, y anticipando lo que luego desarrollará en todo el Evangelio. Tratemos ahora de comprender mejor la intención esencial de las dos genealogías.

Para Mateo, hay dos nombres decisivos para entender el «de dónde» de Jesús: Abraham y David.

Con Abraham —tras la dispersión de la humanidad después de la construcción de la torre de Babel— comienza la historia de la promesa. Abraham remite anticipadamente a lo que está por venir. Él es peregrino hacia la tierra prometida, no sólo desde el país de sus orígenes, sino que lo es también en su salir del presente para encaminarse hacia el futuro. Toda su vida apunta hacia adelante, es una dinámica del caminar por la senda de lo que ha de venir. Con razón, pues, la Carta a los Hebreos lo presenta como peregrino de la fe fundado en la promesa, porque «esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (Hb 11,10). Para Abraham, la promesa se refiere en primer término a su descendencia, pero va más allá: «Con su nombre se bendecirán todos los pueblos de la tierra» (Gn 18,18). Así, en toda la historia que comienza con Abraham y se dirige hacia Jesús, la mirada abarca el conjunto entero: a través de Abraham ha de venir una bendición para todos.

Por tanto, desde el comienzo de la genealogía la visión se extiende ya hacia la conclusión del Evangelio, en la que el Resucitado dice a sus discípulos: «Haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). En la singular historia que presenta la genealogía, está ciertamente presente ya desde el principio la tensión hacia la totalidad; la universalidad de la misión de Jesús está incluida en su «de dónde».

Pero la estructura de la genealogía y de la historia que en ella se relata está determinada totalmente por la figura de David, el rey al que se le había prometido un reino eterno: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre» (2 S 7,16). La genealogía propuesta por Mateo está modelada según esta promesa. Y se articula en tres grupos de catorce generaciones: primero, ascendiendo desde Abraham hasta David; descendiendo después desde Salomón hasta el exilio en Babilonia, para ir subiendo de nuevo hasta Jesús, donde la promesa llega a su cumplimiento final. Muestra al rey que durará por siempre, aunque del todo diverso al que cabría pensar basándose en el modelo de David.

Esta articulación resulta aún más clara si se tiene en cuenta que las letras hebreas que componen el nombre de David dan el valor numérico de 14 y, por tanto, también a partir del simbolismo de los números, David, su nombre y su promesa, marcan la vía desde Abraham hasta Jesús. Apoyándose en esto, podría decirse que la genealogía, con sus tres grupos de catorce generaciones, es un verdadero evangelio de Cristo Rey: toda la historia tiene la vista puesta en él, cuyo trono perdurará para siempre.

La genealogía de Mateo es una lista de hombres, en la cual, sin embargo, antes de llegar a María, con quien termina la genealogía, se menciona a cuatro mujeres: Tamar, Rahab, Rut y «la mujer de Urías». ¿Por qué aparecen estas mujeres en la genealogía? ¿Con qué criterio se las ha elegido?

Se ha dicho que estas cuatro mujeres habrían sido pecadoras. Así, su mención implicaría una indicación de que Jesús habría tomado sobre sí los pecados y, con ellos, el pecado del mundo, y que su misión habría sido la justificación de los pecadores. Pero esto no puede haber sido el aspecto decisivo en su elección, sobre todo porque no se puede aplicar a las cuatro mujeres. Es más importante el que ninguna de las cuatro fuera judía. Por tanto, el mundo de los gentiles entra a través de ellas en la genealogía de Jesús, se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos.

Pero, sobre todo, la genealogía concluye con una mujer, María, que es realmente un nuevo comienzo y relativiza la genealogía entera. A través de todas las generaciones, esta genealogía había procedido según el esquema: «Abraham engendró a Isaac...» Sin embargo, al final aparece algo totalmente diverso. Por lo que se refiere a Jesús, ya no se habla de generación, sino que se dice: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). En el relato sucesivo al nacimiento de Jesús, Mateo nos dice que José no era el padre de Jesús, y que pensó en repudiar a María en secreto a causa de un presunto adulterio. Y, entonces, se le dijo: «La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Así, la última frase da un nuevo enfoque a toda la genealogía. María es un nuevo comienzo. Su hijo no proviene de ningún hombre, sino que es una nueva creación, fue concebido por obra del Espíritu Santo.

No obstante, la genealogía sigue siendo importante: José es el padre legal de Jesús. Por él pertenece según la Ley, «legalmente», a la estirpe de David. Y, sin embargo, proviene de otra parte, de «allá arriba», de Dios mismo. El misterio del «de dónde», del doble origen, se nos presenta de manera muy concreta: su origen se puede constatar y, sin embargo, es un misterio. Sólo Dios es su «Padre» en sentido propio. La genealogía de los hombres tiene su importancia para la historia en el mundo. Y, a pesar de ello, al final es en María, la humilde virgen de Nazaret, donde se produce un nuevo inicio, comienza un nuevo modo de ser persona humana.

Echemos ahora una mirada también a la genealogía que presenta el Evangelio de Lucas (cf. 3,23-38). Llaman la atención varias diferencias respecto a la sucesión de los antepasados en san Mateo.

Ya hemos dicho que, en Lucas, la genealogía se introduce en la vida pública de Jesús y, por decirlo así, lo autentifica en su misión pública, mientras que en Mateo se presenta la genealogía como el verdadero comienzo del Evangelio, para pasar después al relato de la concepción y del nacimiento de Jesús, y al desarrollo de la cuestión del «de dónde» en su doble sentido.

Sorprende además que Mateo y Lucas concuerden solamente en pocos nombres, y que no tengan en común ni siquiera el nombre del padre de José. ¿Cómo explicar esto? Aparte de elementos tomados del Antiguo Testamento, ambos autores han trabajado con tradiciones cuyas fuentes no somos capaces de reconstruir. Creo que es simplemente inútil avanzar hipótesis a este respecto. Para los dos evangelistas no cuentan tanto los nombres de cada uno como la estructura simbólica en la cual aparece la posición de Jesús en la historia: su ser entrelazado en las vías históricas de la promesa y el nuevo comienzo que, paradójicamente, junto con la continuidad de la actuación histórica, caracteriza el origen de Jesús.

Otra diferencia consiste en que Lucas no asciende, como Mateo, partiendo de los comienzos —de la raíz— hasta el presente, hasta la «cima del árbol», sino que, de manera inversa, desciende de la «cima», que es Jesús, hasta las raíces, mostrando así que, en cualquier caso, la raíz última no está en las profundidades, sino más bien «allá arriba»; es Dios quien está en el origen del ser humano: «Hijo... de Enós, de Set, de Adán, de Dios» (Lc 3,38).

Mateo y Lucas tienen en común el que, con José, la genealogía se interrumpe y se aparta: «Jesús, al empezar, tenía unos treinta años, y se pensaba que era hijo de José» (Lc 3,23). Jurídicamente era hijo de José, nos dice Lucas. Cuál era su verdadero origen, ya lo había descrito precedentemente en los dos primeros capítulos de su Evangelio.

Mientras que Mateo da a su genealogía una clara estructura teológico-simbólica con tres series de catorce generaciones, Lucas presenta sus 76 nombres sin ninguna articulación reconocible externamente. No obstante, también en ella se puede percibir una estructura simbólica del tiempo histórico: la genealogía contiene once veces siete elementos. Tal vez Lucas conocía el esquema apocalíptico que articula la historia universal en doce períodos y, al final, está compuesto por once veces siete generaciones. De este modo, estaríamos ante una insinuación muy discreta de que, con Jesús, ha llegado «la plenitud de los tiempos»; de que con él comienza la hora decisiva de la historia universal: él es el nuevo Adán, que una vez más viene «de Dios»; pero ahora de una manera más radical que el primero, pues no existe solamente gracias a un soplo de Dios, sino que es verdaderamente su «Hijo». Mientras que en Mateo es la promesa davídica lo que caracteriza la estructuración simbólica del tiempo, en Lucas —retrocediendo hasta Adán— se pretende mostrar que, en Jesús, la humanidad comienza de nuevo. La genealogía es la expresión de una promesa que concierne a toda la humanidad.

En este contexto, hay otra interpretación de la genealogía de Lucas digna de mención; la encontramos en san Ireneo. Él leía en su texto no 76, sino 72 nombres. El número 72 (o 70) —deducido de Ex 1,5— era el de los pueblos del mundo, un número que aparece en la tradición lucana sobre los 72 (o 70) discípulos que Jesús puso al lado de los doce apóstoles. Ireneo escribe: «Por eso Lucas en el origen de Nuestro Señor muestra que desde Adán su genealogía tuvo 72 generaciones, para llegar al término con el inicio, y para significar que él es el que recapitula en sí mismo, a partir de Adán, todas las gentes dispersas desde Adán, y todas las lenguas y generaciones de los hombres. De ahí que Pablo califique a Adán como “tipo del que ha de venir”» (Adv haer III, 22,3).

Aunque en el texto original de Lucas no aparece en este punto el simbolismo del número 70, sobre el que se basa la exegesis de san Ireneo, se expresa sin embargo correctamente en estas palabras la verdadera intención de la genealogía lucana. Jesús asume en sí la humanidad entera, toda la historia de la humanidad, y le da un nuevo rumbo, decisivo, hacia un nuevo modo de ser persona humana.

El evangelista Juan, que tantas veces evoca la pregunta sobre el origen de Jesús, no ha antepuesto en su Evangelio una genealogía, pero en el Prólogo con el que comienza ha presentado de manera explícita y grandiosa la respuesta a la pregunta sobre el «de dónde». Al mismo tiempo, ha ampliado la respuesta a la pregunta sobre el origen de Jesús, haciendo de ella una definición de la existencia cristiana; a partir del «de dónde» de Jesús ha definido la identidad de los suyos.

«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios... Y la palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,1-14). El hombre Jesús es el «acampar» del Verbo, del eterno Logos divino en este mundo. La «carne» de Jesús, su existencia humana, es la «tienda» del Verbo: la alusión a la tienda sagrada del Israel peregrino es inequívoca. Jesús es, por decirlo así, la tienda del encuentro: es de modo totalmente real aquello de lo que la tienda, como después el templo, sólo podía ser su prefiguración. El origen de Jesús, su «de dónde», es el «principio» mismo, la causa primera de la que todo proviene; la «luz» que hace del mundo un cosmos. Él viene de Dios. Él es Dios. Este «principio» que ha venido a nosotros inaugura —precisamente en cuanto principio— un nuevo modo de ser hombres. «A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios» (Jn 1,12s).

Una parte de la tradición manuscrita no lee esta frase en plural, sino en singular: «El que no ha sido generado por la sangre.» De este modo, la frase sería una clara referencia a la concepción y el nacimiento virginal de Jesús. Quedaría así subrayado concretamente una vez más el provenir de Dios de Jesús, en el sentido de la tradición documentada por Mateo y Lucas. Pero ésta es sólo una interpretación secundaria; el texto auténtico del Evangelio habla aquí muy claramente de aquellos que creen en el nombre de Cristo, y que por ello reciben un nuevo origen. Por lo demás, aparece de manera innegable la conexión con la profesión del nacimiento de Jesús de la Virgen María: el que cree en Jesús entra por la fe en el origen personal y nuevo de Jesús, recibe este origen como el suyo propio. De por sí, todos estos creyentes han nacido ante todo «de la sangre y el amor humano». Pero la fe les da un nuevo nacimiento: entran en el origen de Jesucristo, que ahora se convierte en su propio origen. Por Cristo, mediante la fe en él, ahora han sido generados por Dios.

Así ha resumido Juan el significado más profundo de las genealogías, y nos ha enseñado a entenderlas también como una explicación de nuestro propio origen, de nuestra verdadera «genealogía». De la misma manera que, al final, las genealogías se interrumpen, puesto que Jesús no fue generado por José, sino que nació de modo totalmente real de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, así esto vale también ahora para nosotros: nuestra verdadera «genealogía» es la fe en Jesús, que nos da una nueva proveniencia, nos hace nacer «de Dios».

CAPÍTULO II


Anuncio del nacimiento de Juan el Bautista y del nacimiento de Jesús

Características literarias de los textos

Los cuatro Evangelios sitúan la figura de Juan el Bautista al comienzo de la actividad de Jesús, presentándolo como su precursor. San Lucas ha trasladado hacia atrás la conexión entre ambas figuras y sus respectivas misiones, colocándola en el relato de la infancia de los dos. Ya en la concepción y el nacimiento, Jesús y Juan son puestos en relación entre sí.

Antes de pasar al contenido de los textos, es necesario un breve comentario sobre sus características literarias. En Mateo, como también en Lucas, los acontecimientos de la infancia de Jesús están muy estrechamente relacionados, aunque de manera diferente, con textos del Antiguo Testamento. Mateo aclara cada vez al lector la conexión con las



UNA PRIMERA MIRADA AL MISTERIO DE JESÚS En el Libro del Deuteronomio se encuentra una promesa muy diferente de la esperanza mesiánica de otros libros del Antiguo Testamento, pero que tiene una importancia decisiva para entender la figura de Jesús. No se promete un rey de Israel y del mundo, un nuevo David, sino un nuevo Moisés; pero a Moisés mismo se le considera un profeta. En contraste con el mundo de las religiones del entorno, la calificación de "profeta" entraña aquí algo peculiar y diverso que, como tal, sólo existe en Israel. Esta novedad y diferencia se deriva de la singularidad de la fe en Dios que le fue concedida al pueblo de Israel. En todos los tiempos, el hombre no se ha preguntado sólo por su proveniencia originaria; más que la oscuridad de su origen, al hombre le preocupa lo impenetrable del futuro hacia el que se encamina. Quiere rasgar el velo que lo cubre; quiere saber qué pasará, para poder evitar las desventuras e ir al encuentro de la salvación. También las religiones se preocupan no sólo de responder ala pregunta sobre el origen; todas ellas intentan desvelar de algún modo el futuro. Son importantes precisamente porque proponen un saber sobre lo venidero y pueden mostrar así al hombre el camino que debe tomar para no fracasar. Por ello, prácticamente todas las religiones han desarrollado formas de predecir el futuro. El Libro del Deuteronomio, en el texto al que aludimos, recuerda las diversas formas de "apertura" del futuro que se practicaban en el entorno de Israel: "Cuando entres en la tierra que va a darte el Señor tu Dios, no imites las abominaciones de esos pueblos. No haya entre los tuyos quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes. Porque el que practica eso es abominable para el Señor..." (Dt 18, 9-12). p class=MsoNormal> Lo difícil que resultaba aceptar una tal renuncia, lo difícil que era soportarla, se observa en la historia del final de Saúl. El mismo había intentado imponer esta prohibición y acabar con toda forma de magia, pero ante la inminente y peligrosa batalla contra los filisteos, le resultaba insoportable el silencio de Dios y cabalga hasta Endor para pedir a una nigromante que invocara al espíritu de Samuel para que le mostrara el futuro: si el Señor no habla, otro debe rasgar el velo del mañana... (cf. 1S 28, 1). El capítulo 18 del Deuteronomio, que califica todas estas formas de apoderarse del futuro como "abominaciones" a los ojos de Dios, contrapone a estas artes adivinatorias el otro camino de Israel -el camino de la fe-, y lo hace en forma de una promesa: "El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo de entre tus hermanos. A él le escucharéis" (Dt 18, 15). En principio parece que esto es sólo el anuncio de la institución profética en Israel y que con ello se confía al profeta la interpretación del presente y el futuro. Pero la crítica a los falsos profetas que aparece reiteradamente con gran dureza en los libros proféticos señala el peligro de que asuman en la práctica el papel de adivinos, de que se comporten y se les pregunte como a ellos. De este modo, Israel volvería a caer exactamente en la situación que los profetas tenían el cometido de evitar. La conclusión del Libro del Deuteronomio vuelve otra vez sobre la promesa y le da un giro sorprendente que va mucho más allá de la institución profética y que otorga a la figura del profeta su verdadero sentido. Allí se dice: "Pero no surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara..." (Dt 34, 10). Sobre esta conclusión del quinto libro de Moisés se cierne una singular melancolía: la promesa de "un profeta como yo..." no se ha cumplido todavía. Y entonces se ve claro que con esas palabras no se hacía referencia sólo a la institución profética, que ya existía, sino a algo distinto y de mayor alcance: eran el anuncio de un nuevo Moisés. Se había comprobado que la llegada a Palestina no había coincidido con el ingreso en la salvación, que Israel todavía esperaba su verdadera liberación, que era necesario un éxodo más radical y que para ello se necesitaba un nuevo Moisés. Se dice también lo que caracterizaba a ese Moisés, lo peculiar y esencial de esa figura: él había tratado con el Señor "cara a cara"; había hablado con el Señor como el amigo con el amigo (cf. Ex 33, 11). Lo decisivo de la figura de Moisés no son todos los hechos prodigiosos que se cuentan de él, ni tampoco todo lo que ha hecho o las penalidades sufridas en el camino desde la "condición de esclavitud" en Egipto, a través del desierto, hasta las puertas de la tierra prometida. El punto decisivo es que ha hablado con Dios como con un amigo: sólo de ahí podían provenir sus obras, sólo de esto podía proceder la Ley que debía mostrar a Israel el camino a través de la historia. Y se ve finalmente muy claro que el profeta no es la variante israelita del adivino, como de hecho muchos lo consideraban hasta entonces y como se consideraron a sí mismos muchos presuntos profetas. Su significado es completamente diverso: no tiene el cometido de anunciar los acontecimientos de mañana o pasado mañana, poniéndose así al servicio de la curiosidad o de la necesidad de seguridad de los hombres. Nos muestra el rostro de Dios y, con ello, el camino que debemos tomar. El futuro de que se trata en sus indicaciones va mucho más allá de lo que se intenta conocer a través de los adivinos. Es la indicación del camino que lleva al auténtico "éxodo", que consiste en que en todos los avatares de la historia hay que buscar y encontrar el camino que lleva a Dios como la verdadera orientación. En este sentido, la profecía está en total correspondencia con la fe de Israel en un solo Dios, es su transformación en la vida concreta de una comunidad ante Dios y en camino hacia El. "No surgió en Israel otro profeta como Moisés...". Esta afirmación da un giro escatológico a la promesa de que "el Señor, tu Dios, te suscitará... un profeta como yo". Israel puede esperar en un nuevo Moisés, que todavía no ha aparecido, pero que surgirá en el momento oportuno. Y la verdadera característica de este "profeta" será que tratará a Dios cara a cara como un amigo habla con el amigo. Su rasgo distintivo es el acceso inmediato a Dios, de modo que puede transmitir la voluntad y la palabra de Dios de primera mano, sin falsearla. Y esto es lo que salva, lo que Israel y la humanidad están esperando. Pero en este punto debemos recordar otra historia digna de mención sobre la relación de Moisés con Dios que se relata en el Libro del Exodo. Allí se nos narra la petición que Moisés hace a Dios: "Déjame ver tu gloria" (Ex 33, 18). La petición no es atendida: "Mi rostro no lo puedes ver" (Ex 33, 20). A Moisés se le pone en un lugar cercano a Dios, en la hendidura de una roca, sobre la que pasará Dios con su gloria. Mientras pasa Dios le cubre con su mano y sólo al final la retira: "Podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás" (Ex 33, 23). Este misterioso texto ha desempeñado un papel fundamental en la historia de la mística judía y cristiana; a partir de él se intentó establecer hasta qué punto puede llegar el contacto con Dios en esta vida y dónde se sitúan los limites de la visión mística. En la cuestión que nos ocupa queda claro que el acceso inmediato de Moisés a Dios, que le convierte en el gran mediador de la revelación, en el mediador de la Alianza, tiene sus límites. No puede ver el rostro de Dios, aunque se le permite entrar en la nube de su cercanía y hablar con El como con un amigo. Así, la promesa de "un profeta como yo" lleva en sí una expectativa mayor todavía no explícita: al último profeta, al nuevo Moisés, se le otorgará el don que se niega al primero: ver real e inmediatamente el rostro de Dios y, por ello, poder hablar basándose en que lo ve plenamente y no sólo después de haberlo visto de espaldas. Este hecho se relaciona de por sí con la expectativa de que el nuevo Moisés será el mediador de una Alianza superior a la que Moisés podía traer del Sinaí (cf. Hb 9, 11-24). En este contexto hay que leer el final del Prólogo del Evangelio de Juan: "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer" (Jn 1, 18). En Jesús se cumple la promesa del nuevo profeta. En El se ha hecho plenamente realidad lo que en Moisés era sólo imperfecto: Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre. Sólo partiendo de esta afirmación se puede entender verdaderamente la figura de Jesús, tal como se nos muestra en el Nuevo Testamento; en ella se fundamenta todo lo que se nos dice sobre las palabras, las obras, los sufrimientos y la gloria de Jesús. Si se prescinde de este auténtico baricentro, no se percibe lo específico de la figura de Jesús, que se hace entonces contradictoria y, en última instancia, incomprensible. La pregunta que debe plantearse todo lector del Nuevo Testamento sobre la procedencia de la doctrina de Jesús, sobre la clave para explicar su comportamiento, sólo puede responderse a partir de este punto. La reacción de sus oyentes fue clara: esa doctrina no procede de ninguna escuela; es radicalmente diferente a lo que se puede aprender en las escuelas. No se trata de una explicación según el método interpretativo transmitido. Es diferente: es una explicación "con autoridad". Al reflexionar sobre las palabras de Jesús tendremos que volver sobre este diagnóstico de sus oyentes y profundizar más en su significado. La doctrina de Jesús no procede de enseñanzas humanas, sean del tipo que sean, sino del contacto inmediato con el Padre, del diálogo "cara a cara", de la visión de Aquel que descansa "en el seno del Padre". Es la palabra del Hijo. Sin este fundamento interior sería una temeridad. Así la consideraron los eruditos de los tiempos de Jesús, precisamente porque no quisieron aceptar este fundamento interior: el ver y conocer cara a cara. Para entender a Jesús resultan fundamentales las repetidas indicaciones de que se retiraba "al monte" y allí oraba noches enteras, "a solas" con el Padre. Estas breves anotaciones descorren un poco el velo del misterio, nos permiten asomarnos a la existencia filial de Jesús, entrever el origen último de sus acciones, de sus enseñanzas y de su sufrimiento. Este "orar" de Jesús es la conversación del Hijo con el Padre, en la que están implicadas la conciencia y la voluntad humanas, el alma humana de Jesús, de forma que la "oración" del hombre pueda llegar a ser una participación en la comunión del Hijo con el Padre. La famosa tesis de Adolf von Harnack, según la cual el anuncio de Jesús sería un anuncio del Padre, del que el Hijo no formaría parte -y por tanto la cristo logia no pertenecería al anuncio de Jesús-, es una tesis que se desmiente por sí sola. Jesús puede hablar del Padre como lo hace sólo porque es el Hijo y está en comunión filial con El. La dimensión cristológica, esto es, el misterio del Hijo como revelador del Padre, la "cristología", está presente en todas las palabras y obras de Jesús. Aquí resalta otro punto importante: hemos dicho que la comunión de Jesús con el Padre comprende el alma humana de Jesús en el acto de la oración. Quien ve a Jesús, ve al Padre (cf. Jn 14, 9). De este modo, el discípulo que camina con Jesús se verá implicado con El en la comunión con Dios. Y esto es lo que realmente salva: el trascender los límites del ser humano, algo para lo cual está ya predispuesto desde la creación, como esperanza y posibilidad, por su semejanza con Dios


1.- EL BAUTISMO DE JESÚS La vida pública de Jesús comienza con su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista. Mientras Mateo fecha este acontecimiento sólo con una fórmula convencional -"en aquellos días"-, Lucas lo enmarca intencionalmente en el gran contexto de la historia universal, permitiendo así una datación bien precisa. A decir verdad, Mateo ofrece también una especie de datación, al comenzar su Evangelio con el árbol genealógico de Jesús, formado por la estirpe de Abraham y la estirpe de David: presenta a Jesús como el heredero tanto de la promesa a Abraham como del compromiso de Dios con David, al cual había prometido un reinado eterno, no obstante todos los pecados de Israel y todos los castigos de Dios. Según esta genealogía, la historia se divide en tres periodos de catorce generaciones -catorce es el valor numérico del nombre de David-: de Abraham a David, de David al exilio babilónico y después otro nuevo periodo de catorce generaciones. Precisamente el hecho de que hayan transcurrido catorce generaciones indica que por fin ha llegado la hora del David definitivo, del renovado reinado davídico, entendido como instauración del reinado de Dios. Como corresponde al evangelista judeocristiano Mateo, se trata de un árbol genealógico judío en la perspectiva de la historia de la salvación, que piensa en la historia universal a lo sumo de forma indirecta, es decir, en la medida en que el reino del David definitivo, como reinado de Dios, interesa obviamente al mundo entero. Con ello, también la datación concreta resulta vaga, ya que el cálculo de las generaciones está modelado más por las tres fases de la promesa que por una estructura histórica, y no se propone establecer referencias temporales precisas. A este respecto, se ha de notar que Lucas no sitúa la genealogía de Jesús al comienzo del Evangelio, sino que la pone en relación con la narración del bautismo, que sería su final. Nos dice que Jesús tenía en ese momento unos treinta años de edad, es decir, que había alcanzado la edad que le autorizaba para una actividad pública. En su genealogía, Lucas -a diferencia de Mateo-retrocede desde Jesús hacia la historia pasada. No se da un relieve particular a Abraham y David; la genealogía retrocede hasta Adán, incluso hasta la creación, pues después del nombre de Adán Lucas añade: de Dios. De este modo se resalta la misión universal de Jesús: es el hijo de Adán, hijo del hombre. Por su ser hombre, todos le pertenecemos, y El a nosotros; en El la humanidad tiene un nuevo inicio y llega también a su cumplimiento. Volvamos a la historia del Bautista. En los relatos de la infancia, Lucas ya había dado dos datos temporales importantes. Sobre el comienzo de la vida del Bautista nos dice que habría que datarlo "en tiempos de Herodes, rey de Judea" (Lc 1, 5). Mientras que el dato temporal sobre el Bautista queda así dentro de la historia judía, el relato de la infancia de Jesús comienza con las palabras: "Por entonces salió un decreto del emperador Augusto..." (Lc 2, 1). Aparece como trasfondo, pues, la gran historia universal representada por el imperio romano. Este hilo conductor lo retoma Lucas en la introducción a la historia del Bautista, en el comienzo de la vida pública de Jesús. Nos dice en tono solemne y con precisión: "El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes virrey de Galilea, su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás..." (Lc 3, 1 s). Con la mención del emperador romano se indica de nuevo la colocación temporal de Jesús en la historia universal: no hay que ver la aparición pública de Jesús como un mítico antes o después, que puede significar al mismo tiempo siempre y nunca; es un acontecimiento histórico que se puede datar con toda la seriedad de la historia humana ocurrida realmente; con su unicidad, cuya contemporaneidad con todos los tiempos es diferente a la intemporalidad del mito. No se trata sin embargo sólo de la datación: el emperador y Jesús representan dos órdenes diferentes de la realidad, que no tienen por qué excluirse mutuamente, pero cuya confrontación comporta la amenaza de un conflicto que afecta a las cuestiones fundamentales de la humanidad y de la existencia humana. "Lo que es del César, pagádselo al César, y lo que es de Dios, a Dios" (Mc 12, 17), dirá más tarde Jesús, expresando así la compatibilidad esencial de ambas esferas. Pero si el imperio se considera a sí mismo divino, como se da a entender cuando Augusto se presenta a sí mismo como portador de la paz mundial y salvador de la humanidad, entonces el cristiano debe "obedecer antes a Dios que a los hombres" (Hch 5, 29); en ese caso, los cristianos se convierten en "mártires", en testigos del Cristo que ha muerto bajo el reinado de Poncio Pilato en la cruz como "el testigo fiel" (Ap 1, 5). Con la mención del nombre de Poncio Pilato se proyecta ya desde el inicio de la actividad de Jesús la sombra de la cruz. La cruz se anuncia también en los nombres de zelotes, Anás y Caifás. Pero, al poner al emperador y a los príncipes entre los que se dividía la Tierra Santa unos junto a otros, se manifiesta algo más. Todos estos principados dependen de la Roma pagana. El reino de David se ha derrumbado, su "casa" ha caído (cf. Am 9, 11 s); el descendiente, que según la Ley es el padre de Jesús, es un artesano de la provincia de Galilea, poblada predominantemente por paganos. Una vez más, Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y David parecen sumidas en el silencio de Dios. Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos un profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes. Movimientos, esperanzas y expectativas contrastantes determinaban el clima religioso y político. En torno al tiempo del nacimiento de Jesús, Judas el Galileo había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de los doce Apóstoles de Jesús -Simón el Zelote y quizás también Judas Iscariote procedieran de aquella corriente. Los fariseos, a los que encontramos reiteradamente en los Evangelios, intentaban vivir siguiendo con suma precisión las prescripciones de la Torá y evitar la adaptación a la cultura helenístico-romana uniformadora, que se estaba imponiendo por sí misma en los territorios del imperio romano y amenazaba con someter a Israel al estilo de vida de los pueblos paganos del resto del mundo. Los saduceos, que en su mayoría pertenecían a la aristocracia y a la clase sacerdotal, intentaban vivir un judaísmo ilustrado, acorde con el estándar intelectual de la época, y llegar así a un compromiso también con el poder romano. Desaparecieron tras la destrucción de Jerusalén (70 d.C.), mientras que el estilo de vida de los fariseos encontró una forma duradera en el judaísmo plasmado por la Misná y el Talmud. Si observamos en los Evangelios las enconadas divergencias entre Jesús y los fariseos y cómo su muerte en la cruz era diametralmente lo opuesto al programa de los zelotes, no debemos olvidar sin embargo que muchas personas de diversas corrientes encontraron el camino de Cristo y que en la comunidad cristiana primitiva había también bastantes sacerdotes y antiguos fariseos. En los años sucesivos a la Segunda Guerra Mundial, un hallazgo casual dio pie a unas excavaciones en Qumrán que ha sacado a la luz textos relacionados por algunos expertos con un movimiento más amplio, el de los esenios, conocido hasta entonces sólo por fuentes literarias. Era un grupo que se había alejado del templo herodiano y de su culto, fundando en el desierto de Judea comunidades monásticas, pero estableciendo también una convivencia de familias basada en la religión, y que había logrado un rico patrimonio de escritos y de rituales propios, particularmente con abluciones litúrgicas y rezos en común. La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa. Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan. El cuarto Evangelio nos dice que el Bautista "no conocía" a ese más Grande a quien quería preparar el camino (cf. Jn 1, 30-33). Pero sabe que ha sido enviado para preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a El. En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: "Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos! "" (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Ml 3, 1 y Ex 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (Mt 11, 10) y en Lucas (Lc 1, 76; Lc 7, 27): "Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino" (Mc 1, 2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a El hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande. Podemos imaginar la extraordinaria impresión que tuvo que causar la figura y el mensaje del Bautista en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de Jerusalén. Por fin había de nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal. Por fin se anunciaba de nuevo la acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua, pero el más Grande, Aquel que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego, está al llegar. Por eso, no hay que ver las palabras de san Marcos como una exageración: "Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán" (Mc 1, 5). El bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68). Se trata realmente de superar la existencia pecaminosa llevada hasta entonces, de empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila. En el pensamiento antiguo el océano se veía como la amenaza continua del cosmos, de la tierra; las aguas primordiales que podían sumergir toda vida. En la inmersión, también el río podía representar este simbolismo. Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos -Nilo, Eufrates, Tigris- son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas. Toda Judea y Jerusalén acudía para bautizarse, como acabamos de escuchar. Pero ahora hay algo nuevo: "Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán" (Mc 1, 9). Hasta entonces. no se había hablado de peregrinos venidos de Galilea; todo parecía restringirse al territorio judío. Pero lo realmente nuevo no es que Jesús venga de otra zona geográfica, de lejos, por así decirlo. Lo realmente nuevo es que El Jesús- quiere ser bautizado, que se mezcla entre la multitud gris delos pecadores que esperan a orillas del Jordán. El bautismo comportaba la confesión de las culpas (ya lo hemos oído). Era realmente un reconocimiento de los pecados y el propósito de poner fin a una vida anterior malgastada para recibir una nueva. ¿Podía hacerlo Jesús? ¿Cómo podía reconocer sus pecados? ¿Cómo podía desprenderse de su vida anterior para entrar en otra vida nueva? Los cristianos tuvieron que plantearse estas cuestiones. La discusión entre el Bautista y Jesús, de la que nos habla Mateo, expresa también la pregunta que él hace a Jesús: "Soy yo el que necesito que me bautices, ¿y tú acudes a mí?" (Mt 3, 14). Mateo nos cuenta además: "Jesús le contestó: "Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así toda justicia. Entonces Juan lo permitió" (Mt 3, 15). No es fácil llegar a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. En cualquier caso, la palabra árti -por ahora- encierra una cierta reserva: en una determinada situación provisional vale una determinada forma de actuación. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra "justicia": debe cumplirse toda "justicia". En el mundo en que vive Jesús, "justicia" es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del "yugo del Reino de Dios", según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo. Puesto que este bautismo comporta un reconocimiento de la culpa y una petición de perdón para poder empezar de nuevo, este sí a la plena voluntad de Dios encierra también, en un mundo marcado por el pecado, una expresión de solidaridad con los hombres, que se han hecho culpables, pero que tienden a la justicia. Sólo a partir de la cruz y la resurrección se clarifica todo el significado de este acontecimiento. Al entrar en el agua, los bautizandos reconocen sus pecados y tratan de liberarse del peso de sus culpas. ¿Qué hizo Jesús? Lucas, que en todo su Evangelio presta una viva atención a la oración de Jesús, y lo presenta constantemente como Aquel que ora-en diálogo con el Padre-, nos dice que Jesús recibió el bautismo mientras oraba (cf. Lc 3, 21). A partir de la cruz y la resurrección se hizo claro para los cristianos lo que había ocurrido: Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipación de la cruz. Es, por así decirlo, el verdadero Jonás que dijo a los marineros: "Tomadme y lanzadme al mar" (cf. Jon 1, 12). El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir "toda justicia", se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo -"Este es mi Hijo amado" (Mc 3, 17)-es una referencia anticipada a la resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el término bautismo designa su muerte (cf. Mc 10, 38; Lc 12, 50). Sólo a partir de aquí se puede entender el bautismo cristiano. La anticipación de la muerte en la cruz que tiene lugar en el bautismo de Jesús, y la anticipación de la resurrección, anunciada en la voz del cielo, se han hecho ahora realidad. Así, el bautismo con agua de Juan recibe su pleno significado del bautismo de vida y de muerte de Jesús. Aceptar la invitación al bautismo significa ahora trasladarse al lugar del bautismo de Jesús y, así, recibir en su identificación con nosotros nuestra identificación con El. El punto de su anticipación de la muerte es ahora para nosotros el punto de nuestra anticipación de la resurrección con El. En su teología del bautismo (cf. Rm 6,1), Pablo ha desarrollado esta conexión interna sin hablar expresamente del bautismo de Jesús en el Jordán. Mediante su liturgia y teología del icono, la Iglesia oriental ha desarrollado y profundizado esta forma de entender el bautismo de Jesús. Ve una profunda relación entre el contenido de la fiesta de la Epifanía (proclamación de la filiación divina por la voz del cielo; en Oriente, la Epifanía es el día del bautismo) y la Pascua. En las palabras de Jesús a Juan: "Está bien que cumplamos así toda justicia" (Mt 3, 15), ve una anticipación de las palabras pronunciadas en Getsemaní: "Padre... no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Mt 26, 39); los cantos litúrgicos del 3 de enero corresponden a los del Miércoles Santo, los del 4 de enero a los del Jueves Santo, los del 5 de enero a los del Viernes Santo y el Sábado Santo. La iconografía recoge estos paralelismos. El icono del bautismo de Jesús muestra el agua como un sepulcro líquido que tiene la forma de una cueva oscura, que a su vez es la representación iconográfica del Hades, el inframundo, el infierno. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno que le envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno: "Sumergido en el agua, ha vencido al poderoso" (cf. Lc 11, 22), dice Cirilo de Jerusalén. Juan Crisóstomo escribe: "La entrada y la salida del agua son representación del descenso al infierno y de la resurrección". Los troparios de la liturgia bizantina añaden otro aspecto simbólico más: "El Jordán se retiró ante el manto de Eliseo, las aguas se dividieron y se abrió un camino seco como imagen auténtica del bautismo, por el que avanzamos por el camino de la vida" (Evdokimov, p. 246). El bautismo de Jesús se entiende así como compendio de toda la historia, en el que se retoma el pasado y se anticipa el futuro: el ingreso en los pecados de los demás es el descenso al "infierno", no sólo como espectador, como ocurre en Dante, sino compadeciendo y, con un sufrimiento transformador, convirtiendo los infiernos, abriendo y derribando las puertas del abismo. Es el descenso a la casa del mal, la lucha con el poderoso que tiene prisionero al hombre (y ¡cómo es cierto que todos somos prisioneros de los poderes sin nombre que nos manipulan!). Este poderoso, invencible con las meras fuerzas de la historia universal, es vencido y subyugado por el más poderoso que, siendo de la misma naturaleza de Dios, puede asumir toda la culpa del mundo sufriéndola hasta el fondo, sin dejar nada al descender en la identidad de quienes han caído. Esta lucha es la "vuelta" del ser, que produce una nueva calidad del ser, prepara un nuevo cielo y una nueva tierra. El sacramento -el Bautismo- aparece así como una participación en la lucha transformadora del mundo emprendida por Jesús en el cambio de vida que se ha producido en su descenso y ascenso. Con esta interpretación y asimilación eclesial del bautismo de Jesús, ¿nos hemos alejado demasiado de la Biblia? Conviene escuchar en este contexto el cuarto Evangelio, según el cual Juan el Bautista, al ver a Jesús, pronunció estas palabras: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Mucho se ha hablado sobre estas palabras, que en la liturgia romana se pronuncian antes de comulgar. ¿Qué significa "cordero de Dios"? ¿Cómo es que se denomina a Jesús "cordero" y cómo quita este "cordero" los pecados del mundo, los vence hasta dejarlos sin sustancia ni realidad?. Joachim Jeremias ha aportado elementos decisivos para entender correctamente esta palabra y poder considerarla -también desde el punto de vista histórico-como verdadera palabra del Bautista. En primer lugar, se puede reconocer en ella dos alusiones veterotestamentarias. El canto del siervo de Dios en Is 53, 7 compara al siervo que sufre con un cordero al que se lleva al matadero: "Como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca". Más importante aún es que Jesús fue crucificado durante una fiesta de Pascua y debía aparecer por tanto como el verdadero cordero pascual, en el que se cumplía lo que había significado el cordero pascual en la salida de Egipto: liberación de la tiranía mortal de Egipto y vía libre para el éxodo, el camino hacia la libertad de la promesa. A partir de la Pascua, el simbolismo del cordero ha sido fundamental para entender a Cristo. Lo encontramos en Pablo (cf. 1Co 5, 7), en Juan (cf. Jn 19, 36), en la Primera Carat de Pedro (cf. 1P 1, 19) y en el Apocalipsis (cf. por ejemplo, Ap 5, 6). Jeremias llama también la atención sobre el hecho de que la palabra hebrea taljá' significa tanto "cordero" como "mozo", "siervo" (ThWNT I 343). Así, las palabras del Bautista pueden haber hecho referencia ante todo al siervo de Dios que, con sus penitencias vicarias, "carga" con los pecados del mundo; pero en ellas también se le podría reconocer como el verdadero cordero pascual, que con su expiación borra los pecados del mundo. "Paciente como un cordero ofrecido en sacrificio, el Salvador se ha encaminado hacia la muerte por nosotros en la cruz; con la fuerza expiatoria de su muerte inocente ha borrado la culpa de toda la humanidad" (ThWNT I 343 s). Si en las penurias de la opresión egipcia la sangre del cordero pascual había sido decisiva para la liberación de Israel, El, el Hijo que se ha hecho siervo -el pastor que se ha convertido en cordero- se ha hecho garantía ya no sólo para Israel, sino para la liberación del "mundo", para toda la humanidad. Con ello se introduce el gran tema de la universalidad de la misión de Jesús. Israel no existe sólo para sí mismo: su elección es el camino por el que Dios quiere llegar a todos. Encontraremos repetidamente el tema de la universalidad como verdadero centro de la misión de Jesús. Aparece ya al comienzo del camino de Jesús, en el cuarto Evangelio, con la frase del cordero de Dios que quita el pecado del mundo. La expresión "cordero de Dios" interpreta, si podemos decirlo así, la teología de la cruz que hay en el bautismo de Jesús, de su descenso a las profundidades de la muerte. Los cuatro Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las aguas el cielo se "rasgó" (Mc), se "abrió" (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él "como una paloma" y que se oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se dirige a Jesús: "Tú eres...", y según Mateo, dijo de él: "Este es mi hijo, el amado, mi predilecto" (Mt 3, 17). La imagen de la paloma puede recordar al Espíritu que aleteaba sobre las aguas del que habla el relato de la creación (cf. Gn 1, 2); mediante la partícula "como" (como una paloma) ésta funciona como "imagen de lo que en sustancia no se puede describir..." (Gnilka, I, p. 78). Por lo que se refiere a la "voz", la volveremos a encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade sin embargo el imperativo: "Escuchadle". En su momento trataré sobre el significado de estas palabras con más detalle. Aquí deseo sólo subrayar brevemente tres aspectos. En primer lugar, la imagen del cielo que se abre: sobre Jesús el cielo está abierto. Su comunión con la voluntad del Padre, la "toda justicia" que cumple, abre el cielo, que por su propia esencia es precisamente allí donde se cumple la voluntad de Dios. A ello se añade la proclamación por parte de Dios, el Padre, de la misión de Cristo, pero que no supone un hacer, sino su ser: Él es el Hijo predilecto, sobre el cual descansa el beneplácito de Dios. Finalmente, quisiera señalar que aquí encontramos, junto con el Hijo, también al Padre y al Espíritu Santo: se preanuncia el misterio del Dios trino, que naturalmente sólo se puede manifestar en profundidad en el transcurso del camino completo de Jesús. En este sentido, se perfila un arco que enlaza este comienzo del camino de Jesús con las palabras con las que el Resucitado enviará a sus discípulos a recorrer el "mundo": "Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). El bautismo que desde entonces administran los discípulos de Jesús es el ingreso en el bautismo de Jesús, el ingreso en la realidad que El ha anticipado con su bautismo. Así se llega a ser cristiano. 

 Una amplia corriente de la teología liberal ha interpretado el bautismo de Jesús como una experiencia vocacional: Jesús, que hasta entonces había llevado una vida del todo normal en la provincia de Galilea, habría tenido una experiencia estremecedora; en ella habría tomado conciencia de una relación especial con Dios y de su misión religiosa, conciencia madurada sobre la base de las expectativas entonces reinantes en Israel, a las que Juan había dado una nueva forma, y a causa también de la conmoción personal provocada en El por el acontecimiento del bautismo. Pero nada de esto se encuentra en los textos. Por mucha erudición con que se quiera presentar esta tesis, corresponde más al género de las novelas sobre Jesús que a la verdadera interpretación de los textos. Estos no nos permiten mirar la intimidad de Jesús. El está por encima de nuestras psicologías (Romano Guardini). Pero nos dejan apreciar en qué relación está Jesús con "Moisés y los Profetas"; nos dejan conocer la íntima unidad de su camino desde el primer momento de su vida hasta la cruz y la resurrección. Jesús no aparece como un hombre genial con sus emociones, sus fracasos y sus éxitos, con lo que, como personaje de una época pasada, quedaría a una distancia insalvable de nosotros. Se presenta ante nosotros más bien como "el Hijo predilecto", que si por un lado es totalmente Otro, precisamente por ello puede ser contemporáneo de todos nosotros, "más interior en cada uno de nosotros que lo más íntimo nuestro" (cf. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11). 


2.- LAS TENTACIONESDE JESÚS 

 El descenso del Espíritu sobre Jesús con que termina la escena del bautismo significa algo así como la investidura formal de su misión. Por ese motivo, los Padres no están desencaminados cuando ven en este hecho una analogía con la unción de los reyes y sacerdotes de Israel al ocupar su cargo. La palabra "Cristo-Mesías" significa "el Ungido": en la Antigua Alianza, la unción era el signo visible de la concesión de los dones requeridos para su tarea, del Espíritu de Dios para su misión. Por ello, en Is 11, 2 se desarrolla la esperanza de un verdadero "Ungido", cuya "unción" consiste precisamente en que el Espíritu del Señor desciende sobre él, "espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y valor, espíritu de piedad y temor del Señor". Según el relato de san Lucas, Jesús se presentó a sí mismo y su misión en la Sinagoga de Nazaret con una frase similar de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido" (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1). 

La conclusión de la escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta "unción" verdadera, que El es el Ungido esperado, que en aquella hora se le concedió formalmente la dignidad como rey y como sacerdote para la historia y ante Israel. Desde aquel momento, Jesús queda investido de esa misión. Los tres Evangelios sinópticos nos cuentan, para sorpresa nuestra, que la primera disposición del Espíritu lo lleva al desierto "para ser tentado por el diablo" (Mt 4, 1). La acción está precedida por el recogimiento, y este recogimiento es necesariamente también una lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento. Es un descenso a los peligros que amenazan al hombre, porque sólo así se puede levantar al hombre que ha caído. Jesús tiene que entrar en el drama de la existencia humana -esto forma parte del núcleo de su misión-, recorrerla hasta el fondo, para encontrar así a "la oveja descarriada", cargarla sobre sus hombros y devolverla al redil. El descenso de Jesús "a los infiernos" del que habla el Credo (el Símbolo de los Apóstoles) no sólo se realiza en su muerte y tras su muerte, sino que siempre forma parte de su camino: debe recoger toda la historia desde sus comienzos -desde "Adán"-, recorrerla y sufrirla hasta el fondo, para poder transformarla. 

La Carta a los Hebreos, sobre todo, destaca con insistencia que la misión de Jesús, su solidaridad con todos nosotros prefigurada en el bautismo, implica también exponerse a los peligros y amenazas que comporta el ser hombre: "Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él había pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella" (Hb 2, 17 s). "No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado" (Hb 4, 15). Así pues, el relato de las tentaciones guarda una estrecha relación con el relato del bautismo, en el que Jesús se hace solidario con los pecadores. Junto a eso, aparece la lucha del monte de los Olivos, otra gran lucha interior de Jesús por su misión. Pero las "tentaciones" acompañan todo el camino de Jesús, y el relato de las mismas aparece así -igual que el bautismo- como una anticipación en la que se condensa la lucha de todo su recorrido. En su breve relato de las tentaciones, Marcos (cf. Mc 1, 13) pone de relieve un paralelismo con Adán, con la aceptación sufrida del drama humano como tal: Jesús "vivía entre fieras salvajes, y los ángeles le servían". El desierto -imagen opuesta al Edén- se convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso. Se restablece la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías: "Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito..." (Is 11, 6). Donde el pecado es vencido, donde se restablece la armonía del hombre con Dios, se produce la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser un lugar de paz, como dirá Pablo, que habla de los gemidos de la creación que, "expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19). Los oasis de la creación que surgen, por ejemplo, en torno a los monasterios benedictinos de Occidente, ¿no son acaso una anticipación de esta reconciliación de la creación que viene de los hijos de Dios?; mientras que por el contrario, Chernóbil, por poner un caso, ¿no es una expresión estremecedora de la creación sumida en la oscuridad de Dios? Marcos concluye su breve relato de las tentaciones con una frase que se puede interpretar como una alusión al Sal 91, 11 s: "y los ángeles le servían". La frase se encuentra también al final del relato más extenso de las tentaciones que hace Mateo, y sólo allí resulta completamente comprensible, gracias a que se engloba en un contexto más amplio. Mateo y Lucas hablan de tres tentaciones de Jesús en las que se refleja su lucha interior por cumplir su misión, pero al mismo tiempo surge la pregunta sobre qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida humana. Aquí aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras. Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor: abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo. Además, se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita. La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que Él es el real, la realidad misma? ¿Es Él mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana. ¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús. Las tres tentaciones son idénticas en Mateo y Lucas, sólo varía el orden. Sigamos el orden que nos ofrece Mateo por la coherencia en el grado ascendente con que está construida. Jesús, "después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre" (Mt 4, 2). En tiempos de Jesús, el número 40 era ya rico de simbolismos en Israel. En primer lugar, nos recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto, que fueron tanto los años de su tentación como los años de una especial cercanía de Dios. También nos hace pensar en los cuarenta días que Moisés pasó en el monte Sinaí, antes de que pudiera recibir la palabra de Dios, las Tablas sagradas de la Alianza. Se puede recordar, además, el relato rabínico según el cual Abraham, en el camino hacia el monte Horeb, donde debía sacrificar a su hijo, no comió ni bebió durante cuarenta días y cuarenta noches, alimentándose de la mirada y las palabras del ángel que le acompañaba. Los Padres, jugando un poco a ensanchar la simbología numérica, han visto también en el 40 el número cósmico, el número de este mundo en absoluto: los cuatro confines de la tierra engloban el todo, y diez es el número de los mandamientos. El número cósmico multiplicado por el número de los mandamientos se convierte en una expresión simbólica de la historia de este mundo. Jesús recorre de nuevo, por así decirlo, el éxodo de Israel, y así, también los errores y desórdenes de toda la historia. Los cuarenta días de ayuno abrazan el drama de la historia que Jesús asume en sí y lleva consigo hasta el fondo. "Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes" (Mt 4, 3). Así dice la primera tentación: "Si eres Hijo de Dios..."; volveremos a escuchar estas palabras a los que se burlaban de Jesús al pie de la cruz: "Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz" (Mt 27, 40). El Libro de la Sabiduría había previsto ya esta situación: "Si es justo, Hijo de Dios, lo auxiliará..." (Sb 2, 18). Aquí se superponen la burla y la tentación: para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esta petición de pruebas acompaña a Jesús durante toda su vida, a lo largo de la cual se le echa en cara repetidas veces que no dé pruebas suficientes de sí; que no haga el gran milagro que, acabando con toda ambigüedad u oposición, deje indiscutiblemente claro para cualquiera qué es o no es. Y esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee. Volveremos sobre este punto cuando hablemos de la segunda tentación, de la que constituye su auténtico núcleo. La prueba de la existencia de Dios que el tentador propone en la primera tentación consiste en convertir las piedras del desierto en pan. En principio se trata del hambre de Jesús mismo; así lo ve Lucas: "Dile a esta piedra que se convierta en pan" (Lc 4, 3). Pero Mateo interpreta la tentación de un modo más amplio, tal como se le presentó ya en la vida terrena de Jesús y, después, se le proponía y propone constantemente a lo largo de toda la historia. ¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná. Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención? ¿Puede llamarse redentor alguien que no responde a este criterio? El marxismo ha hecho precisamente de este ideal -muy comprensiblemente- el centro de su promesa de salvación: habría hecho que toda hambre fuera saciada y que "el desierto se convirtiera en pan". "Si eres Hijo de Dios...": ¡qué desafío! ¿No se deberá decir lo mismo a la Iglesia? Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después. Resulta difícil responder a este reto, precisamente porque el grito de los hambrientos nos interpela y nos debe calar muy hondo en los oídos y en el alma. La respuesta de Jesús no se puede entender sólo a la luz del relato de las tentaciones. El tema del pan aparece en todo el Evangelio y hay que verlo en toda su amplitud. Hay otros dos grandes relatos relacionados con el pan en la vida de Jesús. Uno es la multiplicación de los panes para los miles de personas que habían seguido al Señor en un lugar desértico. ¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios. Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida. Este segundo relato sobre el pan remite anticipadamente a un tercer relato y es su preparación: la Ultima Cena, que se convierte en la Eucaristía de la Iglesia y el milagro permanente de Jesús sobre el pan. Jesús mismo se ha convertido en grano de trigo que, muriendo, da mucho fruto (cf. Jn 12, 24). El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos. De este modo entendemos ahora las palabras de Jesús, que toma del Antiguo Testamento (cf. Dt 8, 3), para rechazar al tentador: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4). Hay una frase al respecto del jesuita alemán Alfred Delp, ejecutado por los nacionalsocialistas: "El pan es importante, la libertad es más importante, pero lo más importante de todo es la fidelidad constante y la adoración jamás traicionada". Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes. No sólo lo demuestra el fracaso de la experiencia marxista. Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnico-materiales, que no sólo han dejado de lado a Dios, sino que, además, han apartado a los hombres de El con su orgullo del sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual. Estas ayudas han dejado de lado las estructuras religiosas, morales y sociales existentes y han introducido su mentalidad tecnicista en el vacío. Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan. Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien. Naturalmente, se puede preguntar por qué Dios no ha creado un mundo en el que su presencia fuera más evidente; por qué Cristo no ha dejado un rastro más brillante de su presencia, que impresionara a cualquiera de manera irresistible. Éste es el misterio de Dios y del hombre que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable, y sólo se le puede buscar y encontrar con el impulso del corazón, a través del "éxodo" de "Egipto". En este mundo hemos de oponernos a las ilusiones de falsas filosofías y reconocer que no sólo vivimos de pan, sino ante todo de la obediencia a la palabra de Dios. Y sólo donde se vive esta obediencia nacen y crecen esos sentimientos que permiten proporcionar también pan para todos.

Pasemos a la segunda tentación de Jesús, cuyo significado ejemplar es el más difícil de entender en ciertos aspectos. Hay que considerar la tentación como una especie de visión, pero que entraña una realidad, una especial amenaza para el hombre Jesús y su misión. En primer lugar, hay algo llamativo. El diablo cita la Sagrada Escritura para hacer caer a Jesús en la trampa. Cita el Sal 91, 11 s, que habla de la protección que Dios ofrece al hombre fiel: "Porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra". Estas palabras tienen un peso aún mayor por el hecho de que son pronunciadas en la Ciudad Santa, en el lugar sagrado. De hecho, el Salmo citado está relacionado con el templo; quien lo recita espera protección en el templo, pues la morada de Dios debe ser un lugar de especial protección divina. ¿Dónde va a sentirse más seguro el creyente que en el recinto sagrado del templo? (más detalles en Gnilka, pp. 88 s). El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud; todo el diálogo de la segunda tentación aparece formalmente como un debate entre dos expertos de las Escrituras: el diablo se presenta como teólogo, añade Joachim Gnilka. Vladimir Soloviev toma este motivo en su breve relato del Anticristo: el Anticristo recibe el doctorado honoris causa en teología por la Universidad de Tubinga; es un gran experto en la Biblia. Soloviev expresa drásticamente con este relato su escepticismo frente a un cierto tipo de erudición exegética de su época. No se trata de un no a la interpretación científica de la Biblia como tal, sino de una advertencia sumamente útil y necesaria ante sus posibles extravíos. La interpretación de la Biblia puede convertirse, de hecho, en un instrumento del Anticristo. No lo dice solamente Soloviev, es lo que afirma implícitamente el relato mismo de la tentación. A partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús, que desmantelan la fe. Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos sólo nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer. Y el Anticristo nos dice entonces, con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo; sólo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos. El debate teológico entre Jesús y el diablo es una disputa válida en todos los tiempos y versa sobre la correcta interpretación bíblica, cuya cuestión hermenéutica fundamental es la pregunta por la imagen de Dios. El debate acerca de la interpretación es, al fin y al cabo, un debate sobre quién es Dios. Esta discusión sobre la imagen de Dios en que consiste la disputa sobre la interpretación correcta de la Escritura se decide de un modo concreto en la imagen de Cristo: El, que se ha quedado sin poder mundano, ¿es realmente el Hijo del Dios vivo?. Así, el interrogante sobre la estructura del curioso diálogo escriturístico entre Cristo y el tentador lleva directamente al centro de la cuestión del contenido. ¿De qué se trata? Se ha relacionado esta tentación con la máxima del panem et circenses: después del pan hay que ofrecer algo sensacional. Dado que, evidentemente, al hombre no le basta la mera satisfacción del hambre corporal, quien no quiere dejar entrar a Dios en el mundo y en los hombres tiene que ofrecer el placer de emociones excitantes cuya intensidad suplante y acalle la conmoción religiosa. Pero no se habla de esto en este pasaje, puesto que, al parecer, en la tentación no se presupone la existencia de espectadores. El punto fundamental de la cuestión aparece en la respuesta de Jesús, que de nuevo está tomada del Deuteronomio (Dt 6, 16): "¡No tentaréis al Señor, vuestro Dios!". En el Deuteronomio, esto alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios. Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: "Tentaron al Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"" (Ex 17, 7). Se trata, por tanto, de lo que hemos indicado antes: Dios debe someterse a una prueba. Es "probado" del mismo modo que se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Sal 91, 1, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo. Nos encontramos de lleno ante el gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo. La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto Dios, pues nos ponemos por encima de El. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y, con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo. Esta escena sobre el pináculo del templo hace dirigir la mirada también hacia la cruz. Cristo no se arroja desde el pináculo del templo. No salta al abismo. No tienta a Dios. Pero ha descendido al abismo de la muerte, a la noche del abandono, al desamparo propio de los indefensos. Se ha atrevido a dar este salto como acto del amor de Dios por los hombres. Y por eso sabía que, saltando, sólo podía caer en las manos bondadosas del Padre. Así se revela el verdadero sentido del Salmo 91, el derecho a esa confianza última e ilimitada de la que allí se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en todos los horrores que le ocurran nunca perderá una última protección. Sabe que el fundamento del mundo es el amor y que, por ello, incluso cuando ningún hombre pueda o quiera ayudarle, él puede seguir adelante poniendo su confianza en Aquel que le ama. Pero esta confianza a la que la Escritura nos autoriza y a la que nos invita el Señor, el Resucitado, es algo completamente diverso del desafío aventurero de quien quiere convertir a Dios en nuestro siervo.

 Llegamos a la tercera y última tentación, al punto culminante de todo el relato. El diablo conduce al Señor en una visión a un monte alto. Le muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor, y le ofrece dominar sobre el mundo. ¿No es justamente ésta la misión del Mesías? ¿No debe ser El precisamente el rey del mundo que reúne toda la tierra en un gran reino de paz y bienestar? Al igual que en la tentación del pan, hay otras dos notables escenas equivalentes en la vida de Jesús: la multiplicación de los panes y la Última Cena; lo mismo ocurre también aquí. El Señor resucitado reúne a los suyos "en el monte" (cf. Mt 28, 16) y dice: "Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18). Aquí hay dos aspectos nuevos y diferentes: el Señor tiene poder en el cielo y en la tierra. Y sólo quien tiene todo este poder posee el auténtico poder, el poder salvador. Sin el cielo, el poder terreno queda siempre ambiguo y frágil. Sólo el poder que se pone bajo el criterio y el juicio del cielo, es decir, de Dios, puede ser un poder para el bien. Y sólo el poder que está bajo la bendición de Dios puede ser digno de confianza. A ello se añade otro aspecto: Jesús tiene este poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, el Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos. El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19 s). Pero volvamos a la tentación. Su auténtico contenido se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna estructura política, hay que librarla en todos los siglos. En efecto, la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios. La alternativa que aquí se plantea adquiere una forma provocadora en el relato de la pasión del Señor. En el punto culminante del proceso, Pilato plantea la elección entre Jesús y Barrabás. Uno de los dos será liberado. Pero, ¿quién era Barrabás? Normalmente pensamos sólo en las palabras del Evangelio de Juan: "Barrabás era un bandido" (Jn 18, 40). Pero la palabra griega que corresponde a "bandido" podía tener un significado específico en la situación política de entonces en Palestina. Quería decir algo así como "combatiente de la resistencia". Barrabás había participado en un levantamiento (cf. Mt 15, 7) y -en ese contexto- había sido acusado además de asesinato (cf. Lc 23, 19. 25). Cuando Mateo dice que Barrabás era un "preso famoso", demuestra que fue uno de los más destacados combatientes de la resistencia, probablemente el verdadero líder de ese levantamiento (cf. Mt 27, 16). En otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y Barrabás no es casual: dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo frente a frente. Ello resulta más evidente si consideramos que "BarAbbas" significa "hijo del padre": una denominación típicamente mesiánica, el nombre religioso de un destacado líder del movimiento mesiánico. La última gran guerra mesiánica de los judíos en el año 132 fue acaudillada por BarKokebá, "hijo de la estrella". Es la misma composición nominal; representa la misma intención. Orígenes nos presenta otro detalle interesante: en muchos manuscritos de los Evangelios hasta el siglo III el hombre en cuestión se llamaba "Jesús Barrabás", Jesús hijo del padre. Se manifiesta como una especie de doble de Jesús, que reivindica la misma misión, pero de una manera muy diferente. Así, la elección se establece entre un Mesías que acaudilla una lucha, que promete libertad y su propio reino, y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida. ¿Cabe sorprenderse de que las masas prefirieran a Barrabás? (para más detalles, cf. Vittorio Messori, Pati sotto Ponzio Pilato?, Turín, 1992, pp.5262). Si hoy nosotros tuviéramos que elegir, ¿tendría alguna oportunidad Jesús de Nazaret, el Hijo de María, el Hijo del Padre? ¿Conocemos a Jesús realmente? ¿Lo comprendemos? ¿No debemos tal vez esforzarnos por conocerlo de un modo renovado tanto ayer como hoy? El tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Sólo nos propone decidirnos por lo racional, preferir un mundo planificado y organizado, en el que Dios puede ocupar un lugar, pero como asunto privado, sin interferir en nuestros propósitos esenciales. Soloviev atribuye un libro al Anticristo, El camino abierto para la paz y el bienestar del mundo, que se convierte, por así decirlo, en la nueva Biblia y que tiene como contenido esencial la adoración del bienestar y la planificación racional. Por tanto, la tercera tentación de Jesús resulta ser la tentación fundamental, se refiere a la pregunta sobre qué debe hacer un salvador del mundo. Esta se plantea durante todo el transcurso de la vida de Jesús. Aparece abiertamente de nuevo en uno de los momentos decisivos de su camino. Pedro había pronunciado en nombre de los discípulos su confesión de fe en Jesús Mesías-Cristo, el Hijo del Dios vivo, y con ello formula esa fe en la que se basa la Iglesia y que crea la nueva comunidad de fe fundada en Cristo. Pero precisamente en este momento crucial, en el que frente a la "opinión de la gente" se manifiesta el conocimiento diferenciador y decisivo de Jesús, y comienza así a formarse su nueva familia, he aquí que se presenta el tentador, el peligro de ponerlo todo al revés. El Señor explica inmediatamente que el concepto de Mesías debe entenderse desde la totalidad del mensaje profético: no significa poder mundano, sino la cruz y la nueva comunidad completamente diversa que nace de la cruz. Pero Pedro no lo había entendido en estos términos: "Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparle: " ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte"". Sólo leyendo estas palabras sobre el trasfondo el relato de las tentaciones, como su reaparición en el momento decisivo, entenderemos la respuesta increíblemente dura de Jesús: "¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!" (Mt 16, 22 s).  



1.- EL BAUTISMO DE JESÚS 

 La vida pública de Jesús comienza con su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista. Mientras Mateo fecha este acontecimiento sólo con una fórmula convencional -"en aquellos días"-, Lucas lo enmarca intencionalmente 
en el gran contexto de la historia universal, permitiendo así una datación bien precisa. A decir verdad, Mateo ofrece también una especie de datación, al comenzar su Evangelio con el árbol genealógico de Jesús, formado por la estirpe de Abraham y la estirpe de David: presenta a Jesús como el heredero tanto de la promesa a Abraham como del compromiso de Dios con David, al cual había prometido un reinado eterno, no obstante todos los pecados de Israel y todos los castigos de Dios. Según esta genealogía, la historia se divide en tres periodos de catorce generaciones -catorce es el valor numérico del nombre de David-: de Abraham a David, de David al exilio babilónico y después otro nuevo periodo de catorce generaciones. Precisamente el hecho de que hayan transcurrido catorce generaciones indica que por fin ha llegado la hora del David definitivo, del renovado reinado davídico, entendido como instauración del reinado de Dios. Como corresponde al evangelista judeocristiano Mateo, se trata de un árbol genealógico judío en la perspectiva de la historia de la salvación, que piensa en la historia universal a lo sumo de forma indirecta, es decir, en la medida en que el reino del David definitivo, como reinado de Dios, interesa obviamente al mundo entero. Con ello, también la datación concreta resulta vaga, ya que el cálculo de las generaciones está modelado más por las tres fases de la promesa que por una estructura histórica, y no se propone establecer referencias temporales precisas. A este respecto, se ha de notar que Lucas no sitúa la genealogía de Jesús al comienzo del Evangelio, sino que la pone en relación con la narración del bautismo, que sería su final. Nos dice que Jesús tenía en ese momento unos treinta años de edad, es decir, que había alcanzado la edad que le autorizaba para una actividad pública. En su genealogía, Lucas -a diferencia de Mateo-retrocede desde Jesús hacia la historia pasada. No se da un relieve particular a Abraham y David; la genealogía retrocede hasta Adán, incluso hasta la creación, pues después del nombre de Adán Lucas añade: de Dios. De este modo se resalta la misión universal de Jesús: es el hijo de Adán, hijo del hombre. Por su ser hombre, todos le pertenecemos, y El a nosotros; en El la humanidad tiene un nuevo inicio y llega también a su cumplimiento. Volvamos a la historia del Bautista. En los relatos de la infancia, Lucas ya había dado dos datos temporales importantes. Sobre el comienzo de la vida del Bautista nos dice que habría que datarlo "en tiempos de Herodes, rey de Judea" (Lc 1, 5). Mientras que el dato temporal sobre el Bautista queda así dentro de la historia judía, el relato de la infancia de Jesús comienza con las palabras: "Por entonces salió un decreto del emperador Augusto..." (Lc 2, 1). Aparece como trasfondo, pues, la gran historia universal representada por el imperio romano. Este hilo conductor lo retoma Lucas en la introducción a la historia del Bautista, en el comienzo de la vida pública de Jesús. Nos dice en tono solemne y con precisión: "El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes virrey de Galilea, su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás..." (Lc 3, 1 s). Con la mención del emperador romano se indica de nuevo la colocación temporal de Jesús en la historia universal: no hay que ver la aparición pública de Jesús como un mítico antes o después, que puede significar al mismo tiempo siempre y nunca; es un acontecimiento histórico que se puede datar con toda la seriedad de la historia humana ocurrida realmente; con su unicidad, cuya contemporaneidad con todos los tiempos es diferente a la intemporalidad del mito. No se trata sin embargo sólo de la datación: el emperador y Jesús representan dos órdenes diferentes de la realidad, que no tienen por qué excluirse mutuamente, pero cuya confrontación comporta la amenaza de un conflicto que afecta a las cuestiones fundamentales de la humanidad y de la existencia humana. "Lo que es del César, pagádselo al César, y lo que es de Dios, a Dios" (Mc 12, 17), dirá más tarde Jesús, expresando así la compatibilidad esencial de ambas esferas. Pero si el imperio se considera a sí mismo divino, como se da a entender cuando Augusto se presenta a sí mismo como portador de la paz mundial y salvador de la humanidad, entonces el cristiano debe "obedecer antes a Dios que a los hombres" (Hch 5, 29); en ese caso, los cristianos se convierten en "mártires", en testigos del Cristo que ha muerto bajo el reinado de Poncio Pilato en la cruz como "el testigo fiel" (Ap 1, 5). Con la mención del nombre de Poncio Pilato se proyecta ya desde el inicio de la actividad de Jesús la sombra de la cruz. La cruz se anuncia también en los nombres de zelotes, Anás y Caifás. Pero, al poner al emperador y a los príncipes entre los que se dividía la Tierra Santa unos junto a otros, se manifiesta algo más. Todos estos principados dependen de la Roma pagana. El reino de David se ha derrumbado, su "casa" ha caído (cf. Am 9, 11 s); el descendiente, que según la Ley es el padre de Jesús, es un artesano de la provincia de Galilea, poblada predominantemente por paganos. Una vez más, Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y David parecen sumidas en el silencio de Dios. Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos un profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes. Movimientos, esperanzas y expectativas contrastantes determinaban el clima religioso y político. En torno al tiempo del nacimiento de Jesús, Judas el Galileo había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de los doce Apóstoles de Jesús -Simón el Zelote y quizás también Judas Iscariote procedieran de aquella corriente. Los fariseos, a los que encontramos reiteradamente en los Evangelios, intentaban vivir siguiendo con suma precisión las prescripciones de la Torá y evitar la adaptación a la cultura helenístico-romana uniformadora, que se estaba imponiendo por sí misma en los territorios del imperio romano y amenazaba con someter a Israel al estilo de vida de los pueblos paganos del resto del mundo. Los saduceos, que en su mayoría pertenecían a la aristocracia y a la clase sacerdotal, intentaban vivir un judaísmo ilustrado, acorde con el estándar intelectual de la época, y llegar así a un compromiso también con el poder romano. Desaparecieron tras la destrucción de Jerusalén (70 d.C.), mientras que el estilo de vida de los fariseos encontró una forma duradera en el judaísmo plasmado por la Misná y el Talmud. Si observamos en los Evangelios las enconadas divergencias entre Jesús y los fariseos y cómo su muerte en la cruz era diametralmente lo opuesto al programa de los zelotes, no debemos olvidar sin embargo que muchas personas de diversas corrientes encontraron el camino de Cristo y que en la comunidad cristiana primitiva había también bastantes sacerdotes y antiguos fariseos. En los años sucesivos a la Segunda Guerra Mundial, un hallazgo casual dio pie a unas excavaciones en Qumrán que ha sacado a la luz textos relacionados por algunos expertos con un movimiento más amplio, el de los esenios, conocido hasta entonces sólo por fuentes literarias. Era un grupo que se había alejado del templo herodiano y de su culto, fundando en el desierto de Judea comunidades monásticas, pero estableciendo también una convivencia de familias basada en la religión, y que había logrado un rico patrimonio de escritos y de rituales propios, particularmente con abluciones litúrgicas y rezos en común. La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa. Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan. El cuarto Evangelio nos dice que el Bautista "no conocía" a ese más Grande a quien quería preparar el camino (cf. Jn 1, 30-33). Pero sabe que ha sido enviado para preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a El. En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: "Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos! "" (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Ml 3, 1 y Ex 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (Mt 11, 10) y en Lucas (Lc 1, 76; Lc 7, 27): "Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino" (Mc 1, 2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a El hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande. Podemos imaginar la extraordinaria impresión que tuvo que causar la figura y el mensaje del Bautista en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de Jerusalén. Por fin había de nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal. Por fin se anunciaba de nuevo la acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua, pero el más Grande, Aquel que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego, está al llegar. Por eso, no hay que ver las palabras de san Marcos como una exageración: "Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán" (Mc 1, 5). El bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68). Se trata realmente de superar la existencia pecaminosa llevada hasta entonces, de empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila. En el pensamiento antiguo el océano se veía como la amenaza continua del cosmos, de la tierra; las aguas primordiales que podían sumergir toda vida. En la inmersión, también el río podía representar este simbolismo. Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos -Nilo, Eufrates, Tigris- son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas. Toda Judea y Jerusalén acudía para bautizarse, como acabamos de escuchar. Pero ahora hay algo nuevo: "Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán" (Mc 1, 9). Hasta entonces. no se había hablado de peregrinos venidos de Galilea; todo parecía restringirse al territorio judío. Pero lo realmente nuevo no es que Jesús venga de otra zona geográfica, de lejos, por así decirlo. Lo realmente nuevo es que El Jesús- quiere ser bautizado, que se mezcla entre la multitud gris dedos pecadores que esperan a orillas del Jordán. El bautismo comportaba la confesión de las culpas (ya lo hemos oído). Era realmente un reconocimiento de los pecados y el propósito de poner fin a una vida anterior malgastada para recibir una nueva. ¿Podía hacerlo Jesús? ¿Cómo podía reconocer sus pecados? ¿Cómo podía desprenderse de su vida anterior para entrar en otra vida nueva? Los cristianos tuvieron que plantearse estas cuestiones. La discusión entre el Bautista y Jesús, de la que nos habla Mateo, expresa también la pregunta que él hace a Jesús: "Soy yo el que necesito que me bautices, ¿y tú acudes a mí?" (Mt 3, 14). Mateo nos cuenta además: "Jesús le contestó: "Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así toda justicia. Entonces Juan lo permitió" (Mt 3, 15). No es fácil llegar a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. En cualquier caso, la palabra árti -por ahora- encierra una cierta reserva: en una determinada situación provisional vale una determinada forma de actuación. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra "justicia": debe cumplirse toda "justicia". En el mundo en que vive Jesús, "justicia" es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del "yugo del Reino de Dios", según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo. Puesto que este bautismo comporta un reconocimiento de la culpa y una petición de perdón para poder empezar de nuevo, este sí a la plena voluntad de Dios encierra también, en un mundo marcado por el pecado, una expresión de solidaridad con los hombres, que se han hecho culpables, pero que tienden a la justicia. Sólo a partir de la cruz y la resurrección se clarifica todo el significado de este acontecimiento. Al entrar en el agua, los bautizandos reconocen sus pecados y tratan de liberarse del peso de sus culpas. ¿Qué hizo Jesús? Lucas, que en todo su Evangelio presta una viva atención a la oración de Jesús, y lo presenta constantemente como Aquel que ora-en diálogo con el Padre-, nos dice que Jesús recibió el bautismo mientras oraba (cf. Lc 3, 21). A partir de la cruz y la resurrección se hizo claro para los cristianos lo que había ocurrido: Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipación de la cruz. Es, por así decirlo, el verdadero Jonás que dijo a los marineros: "Tomadme y lanzadme al mar" (cf. Jon 1, 12). El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir "toda justicia", se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo -"Este es mi Hijo amado" (Mc 3, 17)-es una referencia anticipada a la resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el término bautismo designa su muerte (cf. Mc 10, 38; Lc 12, 50). Sólo a partir de aquí se puede entender el bautismo cristiano. La anticipación de la muerte en la cruz que tiene lugar en el bautismo de Jesús, y la anticipación de la resurrección, anunciada en la voz del cielo, se han hecho ahora realidad. Así, el bautismo con agua de Juan recibe su pleno significado del bautismo de vida y de muerte de Jesús. Aceptar la invitación al bautismo significa ahora trasladarse al lugar del bautismo de Jesús y, así, recibir en su identificación con nosotros nuestra identificación con El. El punto de su anticipación de la muerte es ahora para nosotros el punto de nuestra anticipación de la resurrección con El. En su teología del bautismo (cf. Rm 6,1), Pablo ha desarrollado esta conexión interna sin hablar expresamente del bautismo de Jesús en el Jordán. Mediante su liturgia y teología del icono, la Iglesia oriental ha desarrollado y profundizado esta forma de entender el bautismo de Jesús. Ve una profunda relación entre el contenido de la fiesta de la Epifanía (proclamación de la filiación divina por la voz del cielo; en Oriente, la Epifanía es el día del bautismo) y la Pascua. En las palabras de Jesús a Juan: "Está bien que cumplamos así toda justicia" (Mt 3, 15), ve una anticipación de las palabras pronunciadas en Getsemaní: "Padre... no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Mt 26, 39); los cantos litúrgicos del 3 de enero corresponden a los del Miércoles Santo, los del 4 de enero a los del Jueves Santo, los del 5 de enero a los del Viernes Santo y el Sábado Santo. La iconografía recoge estos paralelismos. El icono del bautismo de Jesús muestra el agua como un sepulcro líquido que tiene la forma de una cueva oscura, que a su vez es la representación iconográfica del Hades, el inframundo, el infierno. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno que le envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno: "Sumergido en el agua, ha vencido al poderoso" (cf. Lc 11, 22), dice Cirilo de Jerusalén. Juan Crisóstomo escribe: "La entrada y la salida del agua son representación del descenso al infierno y de la resurrección". Los troparios de la liturgia bizantina añaden otro aspecto simbólico más: "El Jordán se retiró ante el manto de Eliseo, las aguas se dividieron y se abrió un camino seco como imagen auténtica del bautismo, por el que avanzamos por el camino de la vida" (Evdokimov, p. 246). El bautismo de Jesús se entiende así como compendio de toda la historia, en el que se retoma el pasado y se anticipa el futuro: el ingreso en los pecados de los demás es el descenso al "infierno", no sólo como espectador, como ocurre en Dante, sino compadeciendo y, con un sufrimiento transformador, convirtiendo los infiernos, abriendo y derribando las puertas del abismo. Es el descenso a la casa del mal, la lucha con el poderoso que tiene prisionero al hombre (y ¡cómo es cierto que todos somos prisioneros de los poderes sin nombre que nos manipulan!). Este poderoso, invencible con las meras fuerzas de la historia universal, es vencido y subyugado por el más poderoso que, siendo de la misma naturaleza de Dios, puede asumir toda la culpa del mundo sufriéndola hasta el fondo, sin dejar nada al descender en la identidad de quienes han caído. Esta lucha es la "vuelta" del ser, que produce una nueva calidad del ser, prepara un nuevo cielo y una nueva tierra. El sacramento -el Bautismo- aparece así como una participación en la lucha transformadora del mundo emprendida por Jesús en el cambio de vida que se ha producido en su descenso y ascenso. Con esta interpretación y asimilación eclesial del bautismo de Jesús, ¿nos hemos alejado demasiado de la Biblia? Conviene escuchar en este contexto el cuarto Evangelio, según el cual Juan el Bautista, al ver a Jesús, pronunció estas palabras: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Mucho se ha hablado sobre estas palabras, que en la liturgia romana se pronuncian antes de comulgar. ¿Qué significa "cordero de Dios"? ¿Cómo es que se denomina a Jesús "cordero" y cómo quita este "cordero" los pecados del mundo, los vence hasta dejarlos sin sustancia ni realidad?. Joachim Jeremias ha aportado elementos decisivos para entender correctamente esta palabra y poder considerarla -también desde el punto de vista histórico-como verdadera palabra del Bautista. En primer lugar, se puede reconocer en ella dos alusiones veterotestamentarias. El canto del siervo de Dios en Is 53, 7 compara al siervo que sufre con un cordero al que se lleva al matadero: "Como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca". Más importante aún es que Jesús fue crucificado durante una fiesta de Pascua y debía aparecer por tanto como el verdadero cordero pascual, en el que se cumplía lo que había significado el cordero pascual en la salida de Egipto: liberación de la tiranía mortal de Egipto y vía libre para el éxodo, el camino hacia la libertad de la promesa. A partir de la Pascua, el simbolismo del cordero ha sido fundamental para entender a Cristo. Lo encontramos en Pablo (cf. 1Co 5, 7), en Juan (cf. Jn 19, 36), en la Primera Carat de Pedro (cf. 1P 1, 19) y en el Apocalipsis (cf. por ejemplo, Ap 5, 6). Jeremias llama también la atención sobre el hecho de que la palabra hebrea taljá' significa tanto "cordero" como "mozo", "siervo" (ThWNT I 343). Así, las palabras del Bautista pueden haber hecho referencia ante todo al siervo de Dios que, con sus penitencias vicarias, "carga" con los pecados del mundo; pero en ellas también se le podría reconocer como el verdadero cordero pascual, que con su expiación borra los pecados del mundo. "Paciente como un cordero ofrecido en sacrificio, el Salvador se ha encaminado hacia la muerte por nosotros en la cruz; con la fuerza expiatoria de su muerte inocente ha borrado la culpa de toda la humanidad" (ThWNT I 343 s). Si en las penurias de la opresión egipcia la sangre del cordero pascual había sido decisiva para la liberación de Israel, El, el Hijo que seha hecho siervo -el pastor que se ha convertido en cordero- se ha hecho garantía ya no sólo para Israel, sino para la liberación del "mundo", para toda la humanidad. Con ello se introduce el gran tema de la universalidad de la misión de Jesús. Israel no existe sólo para sí mismo: su elección es el camino por el que Dios quiere llegar a todos. Encontraremos repetidamente el tema de la universalidad como verdadero centro de la misión de Jesús. Aparece ya al comienzo del camino de Jesús, en el cuarto Evangelio, con la frase del cordero de Dios que quita el pecado del mundo. La expresión "cordero de Dios" interpreta, si podemos decirlo así, la teología de la cruz que hay en el bautismo de Jesús, de su descenso a las profundidades de la muerte. Los cuatro Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las aguas el cielo se "rasgó" (Mc), se "abrió" (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él "como una paloma" y que se oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se dirige a Jesús: "Tú eres...", y según Mateo, dijo de él: "Este es mi hijo, el amado, mi predilecto" (Mt 3, 17). La imagen de la paloma puede recordar al Espíritu que aleteaba sobre las aguas del que habla el relato de la creación (cf. Gn 1, 2); mediante la partícula "como" (como una paloma) ésta funciona como "imagen de lo que en sustancia no se puede describir..." (Gnilka, I, p. 78). Por lo que se refiere a la "voz", la volveremos a encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade sin embargo el imperativo: "Escuchadle". En su momento trataré sobre el significado de estas palabras con más detalle. Aquí deseo sólo subrayar brevemente tres aspectos. En primer lugar, la imagen del cielo que se abre: sobre Jesús el cielo está abierto. Su comunión con la voluntad del Padre, la "toda justicia" que cumple, abre el cielo, que por su propia esencia es precisamente allí donde se cumple la voluntad de Dios. A ello se añade la proclamación por parte de Dios, el Padre, de la misión de Cristo, pero que no supone un hacer, sino su ser: Él es el Hijo predilecto, sobre el cual descansa el beneplácito de Dios. Finalmente, quisiera señalar que aquí encontramos, junto con el Hijo, también al Padre y al Espíritu Santo: se preanuncia el misterio del Dios trino, que naturalmente sólo se puede manifestar en profundidad en el transcurso del camino completo de Jesús. En este sentido, se perfila un arco que enlaza este comienzo del camino de Jesús con las palabras con las que el Resucitado enviará a sus discípulos a recorrer el "mundo": "Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). El bautismo que desde entonces administran los discípulos de Jesús es el ingreso en el bautismo de Jesús, el ingreso en la realidad que El ha anticipado con su bautismo. Así se llega a ser cristiano. Una amplia corriente de la teología liberal ha interpretado el bautismo de Jesús como una experiencia vocacional: Jesús, que hasta entonces había llevado una vida del todo normal en la provincia de Galilea, habría tenido una experiencia estremecedora; en ella habría tomado conciencia de una relación especial con Dios y de su misión religiosa, conciencia madurada sobre la base de las expectativas entonces reinantes en Israel, a las que Juan había dado una nueva forma, y a causa también de la conmoción personal provocada en El por el acontecimiento del bautismo. Pero nada de esto se encuentra en los textos. Por mucha erudición con que se quiera presentar esta tesis, corresponde más al género de las novelas sobre Jesús que a la verdadera interpretación de los textos. Estos no nos permiten mirar la intimidad de Jesús. El está por encima de nuestras psicologías (Romano Guardini). Pero nos dejan apreciar en qué relación está Jesús con "Moisés y los Profetas"; nos dejan conocer la íntima unidad de su camino desde el primer momento de su vida hasta la cruz y la resurrección. Jesús no aparece como un hombre genial con sus emociones, sus fracasos y sus éxitos, con lo que, como personaje de una época pasada, quedaría a una distancia insalvable de nosotros. Se presenta ante nosotros más bien como "el Hijo predilecto", que si por un lado es totalmente Otro, precisamente por ello puede ser contemporáneo de todos nosotros, "más interior en cada uno de nosotros que lo más íntimo nuestro" (cf. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11). 2.- LAS TENTA



3 EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS 

«Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: "Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios; convertíos y creed la Buena Noticia"». Con estas palabras describe el evangelista Marcos el comienzo de la vida pública de Jesús y, al mismo tiempo, recoge el contenido fundamental de su mensaje (1,4s). También Mateo resume la actividad de Jesús de este modo: «Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y las dolencias del pueblo» (4, 23; cf. 9, 35). Ambos evangelistas definen el anuncio de Jesús como «Evangelio». Pero, ¿Qué es realmente el Evangelio? Recientemente se ha traducido como «Buena Noticia»; sin embargo, aunque suena bien, queda muy por debajo de la grandeza que encierra realmente la palabra «evangelio». Este término forma parte del lenguaje de los emperadores romanos, que se consideraban señores del mundo, sus salvadores, sus libertadores. Las proclamas que procedían del emperador se llamaban «evangelios», independientemente de que su contenido fuera especialmente alegre y agradable. Lo que procede del emperador —ésa era la idea de fondo— es mensaje salvador, no simplemente una noticia, sino transformación del mundo hacia el bien. Cuando los evangelistas toman esta palabra —que desde entonces se convierte en el término habitual para definir el género de sus escritos—, quieren decir que aquello que los emperadores, que se tenían por dioses, reclamaban sin derecho, aquí ocurre realmente: se trata de un mensaje con autoridad que no es sólo palabra, sino también realidad. En el vocabulario que utiliza hoy la teoría del lenguaje se diría así: el Evangelio no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y transformándolo. Marcos habla del «Evangelio de Dios»: no son los emperadores los que pueden salvar al mundo, sino Dios. Y aquí se manifiesta la palabra de Dios, que es palabra eficaz; aquí se cumple realmente lo que los emperadores pretendían sin poder cumplirlo. Aquí, en cambio, entra en acción el verdadero Señor del mundo, el Dios vivo. . El contenido central del «Evangelio» es que el Reino de Dios está cerca. Se pone un hito en el tiempo, sucede algo nuevo. Y se pide a los hombres una respuesta a este don: conversión y fe. El centro de esta proclamación es el anuncio de la proximidad del Reino de Dios; anuncio que constituye realmente el centro de las palabras y la actividad de Jesús. Un dato estadístico puede confirmarlo: la expresión «Reino de Dios» aparece en el Nuevo Testamento 122 veces; de ellas, 99 se encuentran en los tres Evangelios sinópticos y 90 están en boca de Jesús. En el Evangelio de Juan y en los demás escritos del Nuevo Testamento el término tiene sólo un papel marginal. Se puede decir que, mientras el eje de la predicación de Jesús antes de la Pascua es el anuncio de Dios, la cristología es el centro de la predicación apostólica después de la Pascua. ¿Significa esto un alejamiento del verdadero anuncio de Jesús? ¿Es cierto lo que dice Rudolf Bultmann de que el Jesús histórico no tiene cabida en la teología del Nuevo Testamento, sino que por el contrario debe ser tenido aún como un maestro judío que, aunque deba ser considerado como uno de los presupuestos esenciales del Nuevo Testamento, no forma parte personalmente de él? Otra variante de estas concepciones que abren una fosa entre Jesús y el anuncio de los apóstoles se encuentra en la afirmación, que se ha hecho famosa, del modernista católico Alfred Loisy: «Jesús anunció el Reino de Dios y ha venido la Iglesia». Son palabras que dejan transparentar ciertamente ironía, pero también tristeza: en lugar del tan esperado Reino de Dios, del mundo nuevo transformado por Dios mismo, ha llegado algo que es completamente diferente —¡y qué miseria!—: la Iglesia. ¿Es esto cierto? La formación del cristianismo en el anuncio apostólico, en la Iglesia edificada por él, ¿significa en realidad que se pasa de una esperanza frustrada a otra cosa diversa? El cambio de sujeto «Reino de Dios» por el de Cristo (y, con ello, el surgir de la Iglesia) ¿supone verdaderamente el derrumbamiento de una promesa, la aparición de algo distinto? Todo depende de cómo entendamos las palabras «Reino de Dios» pronunciadas por Jesús, y qué relación tenga el anuncio con Él, que es quien anuncia: ¿Es tan sólo un mensajero que debe batirse por P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 28 una causa que en último término nada tiene que ver con El, o el mensajero es El mismo el mensaje? La pregunta sobre la Iglesia no es la cuestión primaria; la pregunta fundamental se refiere en realidad a la relación entre el Reino de Dios y Cristo. De ello depende después cómo hemos de entender la Iglesia. Antes de profundizar en las palabras de Jesús para comprender su anuncio —sus acciones y su sufrimiento— puede ser útil considerar brevemente cómo se ha interpretado la palabra «reino» en la historia de la Iglesia. En la interpretación que los Santos Padres hacen de esta palabra clave podemos observar tres dimensiones. En primer lugar la dimensión cristológica. Orígenes ha descrito a Jesús —a partir de la lectura de sus palabras— como autobasileía, es decir, como el reino en persona. Jesús mismo es el «reino»; el reino no es una cosa, no es un espacio de dominio como los reinos terrenales. Es persona, es Él. La expresión «Reino de Dios», pues, sería en sí misma una cristología encubierta. Con el modo en que habla del «Reino de Dios», Él conduce a los hombres al hecho grandioso de que, en Él, Dios mismo está presente en medio de los hombres, que Él es la presencia de Dios. Una segunda línea interpretativa del significado del «Reino de Dios», que podríamos definir como «idealista» o también mística, considera que el Reino de Dios se encuentra esencialmente en el interior del hombre. Esta corriente fue iniciada también por Orígenes, que en su tratado Sobre la oración dice: «Quien pide en la oración la llegada del Reino de Dios, ora sin duda por el Reino de Dios que lleva en sí mismo, y ora para que ese reino dé fruto y llegue a su plenitud... Puesto que en las personas santas reina Dios [es decir, está el reinado, el Reino de Dios]... Así, si queremos que Dios reine en nosotros [que su reino esté en nosotros], en modo alguno debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal [Rm 6, 12]... Entonces Dios se paseará en nosotros como en un paraíso espiritual [Gn 3,8] y, junto con su Cristo, será el único que reinará en nosotros.» (n. 25: PG 11,495s). La idea de fondo es clara: el «Reino de Dios» no se encuentra en ningún mapa. No es un reino como los de este mundo; su lugar está en el interior del hombre. Allí crece, y desde allí actúa. La tercera dimensión en la interpretación del Reino de Dios podríamos denominarla eclesiástica: en ella el Reino de Dios y la Iglesia se relacionan entre sí de diversas maneras y estableciendo entre ellos una mayor o menor identificación. Esta última tendencia, por lo que puedo apreciar, se ha ido imponiendo cada vez más sobre todo en la teología católica de la época moderna, aunque nunca se ha perdido de vista totalmente la interpretación centrada en la interioridad del hombre y en la conexión con Cristo. Pero en la teología del siglo XIX y comienzos del XX se hablaba predominantemente de la Iglesia como el Reino de Dios en la tierra; era vista como la realización del Reino de Dios en la historia. Pero, entretanto, la Ilustración había suscitado en la teología protestante un cambio en la exégesis que comportaba, en particular, una nueva interpretación del mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin embargo, esta nueva interpretación se subdividió enseguida en corrientes muy diferentes entre sí. El representante de la teología liberal en los comienzos del siglo XX es Adolf von Harnack, que veía en el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios una doble revolución frente al judaísmo de su época. Mientras que en el judaísmo todo está centrado en la colectividad, en el pueblo elegido, el mensaje de Jesús era sumamente individualista: El se habría dirigido a la persona individual, reconociendo su valor infinito y convirtiéndolo en el fundamento de su doctrina. Para Harnack hay un segundo contraste fundamental. A su entender, en el judaísmo era dominante el aspecto cultual (y, con él, la clase sacerdotal); Jesús, en cambio, dejando de lado el aspecto cultual, habría orientado todo su mensaje en un sentido estrictamente moral. Él no habría apuntado a la purificación y a la santificación cultuales, sino al alma del hombre: el obrar moral de cada uno, sus obras basadas en el amor, serían entonces lo decisivo para entrar a formar parte del reino o quedar fuera de él. Esta contraposición entre culto y moral, entre colectividad e individuo, ha influido durante mucho tiempo y, a partir de los años treinta, más o menos, fue adoptada también por buena parte de la exégesis católica. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 29 En Harnack, sin embargo, esto estaba relacionado también con la contraposición entre las tres grandes formas del cristianismo: la católico-romana, la greco-eslava y la germano-protestante. Según Harnack, esta última habría devuelto al mensaje de Cristo toda su pureza. Pero precisamente en el ámbito protestante hubo también posiciones netamente antitéticas: el destinatario de la promesa no sería el individuo como tal, sino la comunidad, y sólo en cuanto miembro de ella el individuo alcanzaría la salvación. El mérito ético del hombre no importaría; el Reino de Dios estaría «más allá de la ética» y sería pura gracia, como se muestra especialmente en el hecho de que Jesús comía con los pecadores (cf. por ejemplo, K. L. Schmidt, ThWNT I 587ss). La época de esplendor de la teología liberal finalizó con la Primera Guerra Mundial y con el cambio radical del clima intelectual que le siguió. Pero mucho antes ya se vislumbraba una transformación. La primera señal clara fue el libro de Johannes Weiss Die Predigtjesu vom Reiche Gottes (1892) [La predicación de Jesús sobre el Reino de Dios]. En la misma línea iban los primeros trabajos exegéticos de Albert Schweitzer: se decía entonces que el mensaje de Jesús habría sido radicalmente escatológico; que su proclamación de la cercanía del Reino de Dios habría sido el anuncio de que el fin del mundo estaba próximo, de la irrupción del nuevo mundo de Dios, de su soberanía. El Reino de Dios se debía entender, por tanto, en sentido estrictamente escatológico. Incluso se forzaron algo algunos textos que evidentemente contradecían esta tesis para interpretarlos en este sentido, como por ejemplo la parábola del sembrador (cf. Mc4,3-9), la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 30-32), la de la levadura (cf. Mt 13, 33; Lc 13,20) o la de la semilla que crece por sí sola (cf. Mc 4,26-29). En estos casos se decía: lo importante no es el crecimiento; lo que Jesús quería decir en cambio era: ahora hay una realidad humilde, pero pronto —de repente— aparecerá otra realidad. Es evidente que la teoría prevalecía sobre la escucha del texto. Fueron muchos los esfuerzos que se hicieron para trasladar a la vida cristiana contemporánea la visión de la escatología inminente, que para nosotros no es fácilmente comprensible. Bultmann, por ejemplo, lo intentó mediante la filosofía de Martin Heidegger: lo que cuenta es una actitud existencial, una «disposición permanente»; Jürgen Moltmann, enlazando con Ernst Bloch, desarrolló una «Teología de la esperanza» que pretendía interpretar la fe como una participación activa en la construcción del futuro. Entretanto se ha extendido en amplios círculos de la teología, particularmente en el ámbito católico, una reinterpretación secularista del concepto de «reino» que da lugar a una nueva visión del cristianismo, de las religiones y de la historia en general, pretendiendo lograr así con esta profunda transformación que el supuesto mensaje de Jesús sea de nuevo aceptable. 
Se dice que antes del Concilio dominaba el eclesiocentrismo: se proponía a la Iglesia como el centro del cristianismo. Más tarde se pasó al cristocentrismo, presentando a Cristo como el centro de todo. Pero no es sólo la Iglesia la que separa, se dice, también Cristo pertenece sólo a los cristianos. Así que del cristocentrismo se pasó al teocentrismo y, con ello, se avanzaba un poco más en la comunión con las religiones. Pero tampoco así se habría alcanzado la meta, pues también Dios puede ser un factor de división entre las religiones y entre los hombres. Por eso es necesario dar el paso hacia el reinocentrismo, hacia la centralidad del reino. Éste sería, al fin y al cabo, el corazón del mensaje de Jesús, y ésta sería la vía correcta para unir por fin las fuerzas positivas de la humanidad en su camino hacia el futuro del mundo; «reino» significaría simplemente un mundo en el que reinan la paz, la justicia y la salvaguardia de la creación. No se trataría de otra cosa. Este «reino» debería ser considerado como el destino final de la historia. Y el auténtico cometido de las religiones sería entonces el de colaborar todas juntas en la llegada del «reino»... Por otra parte, todas ellas podrían conservar sus tradiciones, vivir su identidad, pero, aun conservando sus diversas identidades, deberían trabajar por un mundo en el que lo primordial sea la paz, la justicia y el respeto de la creación. Esto suena bien: por este camino parece posible que el mensaje de Cristo sea aceptado finalmente por todos sin tener que evangelizar las otras religiones. Su palabra parece haber adquirido, por fin, un contenido práctico y, de este modo, da la impresión de que la construcción del «reino» se ha convertido en una tarea común y, según parece, más cercana. Pero, examinando más atentamente la cuestión, uno queda perplejo: ¿Quién nos dice lo que es propiamente la justicia? ¿Qué es lo que sirve concretamente a la justicia? ¿Cómo se construye la paz? A decir verdad, si se analiza con detenimiento el razonamiento en su conjunto, se manifiesta como una serie de habladurías utópicas, carentes de contenido real, a menos P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 30 que el contenido de estos conceptos sean en realidad una cobertura de doctrinas de partido que todos deben aceptar. Pero lo más importante es que por encima de todo destaca un punto: Dios ha desaparecido, quien actúa ahora es solamente el hombre. El respeto por las «tradiciones» religiosas es sólo aparente. En realidad, se las considera como una serie de costumbres que hay que dejar a la gente, aunque en el fondo no cuenten para nada. La fe, las religiones, son utilizadas para fines políticos. Cuenta sólo la organización del mundo. La religión interesa sólo en la medida en que puede ayudar a esto. La semejanza entre esta visión postcristiana de la fe y de la religión con la tercera tentación resulta inquietante. Volvamos, pues, al Evangelio, al auténtico Jesús. Nuestra crítica principal a esta idea secularutópica del reino era: Dios ha desaparecido. Ya no se le necesita e incluso estorba. Pero Jesús ha anunciado el Reino de Dios, no otro reino cualquiera. Es verdad que Mateo habla del «reino de los cielos», pero la palabra «cielo» es otro modo de nombrar a «Dios», palabra que en el judaísmo se trataba de evitar por respeto al misterio de Dios, en conformidad con el segundo mandamiento. Por tanto, con la expresión «reino de los cielos» no se anuncia sólo algo ultraterreno, sino que se habla de Dios, que está tanto aquí como allá, que trasciende infinitamente nuestro mundo, pero que también es íntimo a él. Hay que tener en cuenta también una importante observación lingüística: la raíz hebrea malkut «es un nomen actionis y significa —como también la palabra griega basileía— el ejercicio de la soberanía, el ser soberano (del rey)» (Stuhlmacher I, p. 67). No se habla de un «reino» futuro o todavía por instaurar, sino de la soberanía de Dios sobre el mundo, que de un modo nuevo se hace realidad en la historia. Podemos decirlo de un modo más explícito: hablando del Reino de Dios, Jesús anuncia simplemente a Dios, es decir, al Dios vivo, que es capaz de actuar en el mundo y en la historia de un modo concreto, y precisamente ahora lo está haciendo. Nos dice: Dios existe. Y además: Dios es realmente Dios, es decir, tiene en sus manos los hilos del mundo. En este sentido, el mensaje de Jesús resulta muy sencillo, enteramente teocéntrico
El aspecto nuevo y totalmente específico de su mensaje consiste en que Él nos dice: Dios actúa ahora; ésta es la hora en que Dios, de una manera que supera cualquier modalidad precedente, se manifiesta en la historia como su verdadero Señor, como el Dios vivo. En este sentido, la traducción «Reino de Dios» es inadecuada, sería mejor hablar del «ser soberano de Dios» o del reinado de Dios. Pero ahora debemos intentar precisar algo más el contenido del mensaje de Jesús sobre el «reino» desde el punto de vista de su contexto histórico. El anuncio de la soberanía de Dios se funda —como todo el mensaje de Jesús— en el Antiguo Testamento, que Él lee en su movimiento progresivo que va desde los comienzos con Abraham hasta su hora como una totalidad, y que —precisamente cuando se capta la globalidad de este movimiento— lleva directamente a Jesús. Tenemos en primer lugar los llamados Salmos de entronización, que proclaman la soberanía de Dios (YHWH), una soberanía entendida en sentido cósmico-universal y que Israel acepta con actitud de adoración (cf. Sal 47; 93; 96; 97; 98; 99). A partir del siglo VI, dadas las catástrofes de la historia de Israel, la realeza de Dios se convierte en expresión de la esperanza en el futuro. En el Libro de Daniel — estamos en el siglo II antes de Cristo— se habla del ser soberano de Dios en el presente, pero sobre todo nos anuncia una esperanza para el futuro, para la cual resulta ahora importante la figura del «hijo del hombre», que es quien debe establecer la soberanía. En el judaísmo de la época de Jesús encontramos el concepto de soberanía de Dios en el culto del templo de Jerusalén y en la liturgia de las sinagogas; lo encontramos en los escritos rabínicos y también en los manuscritos de Qumrán. El judío devoto reza diariamente el Shemá Israel: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.» (Dt 6, 4; 11, 13; cf. Nm 15, 37-41). El rezo de esta oración se interpretaba como el cargar con el yugo de la soberanía de Dios: no se trata sólo de palabras; quien la recita acepta el señorío de Dios que, de este modo, a través de la acción del orante, entra en el mundo, llevado también por él y determinando a través de la oración su modo de vivir, su vida diaria; es decir, se hace presente en ese lugar del mundo. Vemos así que la señoría de Dios, su soberanía sobre el mundo y la historia, sobrepasa el momento, va más allá de la historia entera y la trasciende; su dinámica intrínseca lleva a la historia más allá de sí misma. Pero al mismo tiempo es algo absolutamente P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 31 presente, presente en la liturgia, en el templo y en la sinagoga como anticipación del mundo venidero; presente como fuerza que da forma a la vida mediante la oración y la existencia del creyente, que carga con el yugo de Dios y así participa anticipadamente en el mundo futuro. Precisamente en este punto se puede comprobar que Jesús fue un «israelita de verdad» (cf. Jn 1,47) y, al mismo tiempo, que fue más allá del judaísmo, en el sentido de la dinámica interna de sus promesas. Nada se ha perdido de los contenidos que acabamos de ver. Sin embargo, hay algo nuevo que se expresa sobre todo en las palabras «está cerca el Reino de Dios» (Mc 1, 15), «ha llegado a vosotros» (Mt 12, 28), está «dentro de vosotros» (Lc 17, 21). Se hace referencia aquí a un proceso de «llegar» que se está actuando ahora y afecta a toda la historia. Son estas palabras las que inspiraron la tesis de la venida inminente, presentándola como lo específico de Jesús. Pero esta interpretación no es en modo alguno concluyente; más aún, si se considera todo el conjunto de las palabras de Jesús, hay incluso que descartarla de plano. Eso se ve ya en el hecho de que los defensores de la interpretación apocalíptica del anuncio del reino por parte de Jesús (en el sentido de una expectativa inminente) pasan por alto, siguiendo su propio criterio, una gran parte de sus palabras sobre este tema, mientras que en otras tienen que forzar su sentido para adaptarlas. , . . . El mensaje de Jesús acerca del reino recoge —ya lo hemos visto— afirmaciones que expresan la escasa importancia de este reino en la historia: es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas. Es como la levadura, una parte muy pequeña en comparación con toda la masa, pero determinante para el resultado final. Se compara repetidamente con la simiente que se echa en la tierra y allí sufre distintas suertes: la picotean los pájaros, la ahogan las zarzas o madura y da mucho fruto. Otra parábola habla de que la semilla del reino crece, pero un enemigo sembró en medio de ella cizaña que creció junto al trigo y sólo al final se la aparta (cf. Mt 13, 24-30). Otro aspecto de esta misteriosa realidad de la «soberanía de Dios» aparece cuando Jesús la compara con un tesoro enterrado en el campo. Quien lo encuentra lo vuelve a enterrar y vende todo lo que tiene para poder comprar el campo, y así quedarse con el tesoro que puede satisfacer todos sus deseos. Una parábola paralela es la de la perla preciosa: quien la encuentra también vende todo para hacerse con ese bien, que vale más que todos los demás (cf. Mt 13, 44ss). Otro aspecto de la realidad de la «soberanía de Dios» (reino) se observa cuando Jesús, en unas palabras difíciles de explicar, dice que el «reino de los cielos» sufre violencia y que «los violentos pretenden apoderarse de él» (Mt 11,12). Metodológicamente es inadmisible reconocer como «propio de Jesús» sólo un aspecto del todo y, partiendo de una semejante afirmación arbitraria, doblegar a ella todo lo demás. Tenemos que decir más bien: lo que Jesús llama «Reino de Dios, reinado de Dios», es sumamente complejo y sólo aceptando todo el conjunto podemos acercarnos a su mensaje y dejarnos guiar por él. Veamos con más detalle al menos un texto como ejemplo de la dificultad de entender el mensaje de Jesús, siempre tan lleno de claves secretas. Lucas 17, 20s nos dice: «A unos fariseos que le preguntaban cuándo iba a llegar el Reino de Dios, Jesús les contestó: "El Reino de Dios vendrá sin dejarse ver (¡como espectador neutral!), ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el Reino de Dios está entre vosotros». En las interpretaciones de este texto encontramos nuevamente las diversas corrientes según las cuales se ha interpretado generalmente el «Reino de Dios», desde el punto de vista y la visión de fondo de la realidad propia de cada exegeta. Hay una interpretación «idealista» que nos dice: el Reino de Dios no es una realidad exterior, sino algo que se encuentra en el interior del hombre. Pensemos en lo que antes oímos decir a Orígenes. En ello hay mucho de cierto, pero también desde el punto de vista lingüístico esta interpretación resulta insuficiente. Existe, además, la interpretación en el sentido de la venida inminente, que afirma: el Reino de Dios no llega lentamente, de forma que se le pueda observar, sino que irrumpe de pronto. Pero esta interpretación no tiene fundamento alguno en la literalidad del texto. Por ello ahora se tiende cada vez más a entender que con estas palabras Cristo se refiere a sí mismo: Él, que está entre nosotros, es el «Reino de Dios», sólo que no lo conocemos (cf. Jn 1, 31.33). Otra afirmación de Jesús apunta en esta misma dirección, si bien con un matiz algo distinto: «Si yo echo a los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). Aquí (como en el P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 32 texto anterior), el «reino» no consiste simplemente en la presencia física de Jesús, sino en su obrar en el Espíritu Santo. En este sentido, el Reino de Dios se hace presente aquí y ahora, «se acerca», en Él y a través de Él. De un modo todavía provisional, y que habrá que desarrollar a lo largo de nuestro itinerario de escucha de la Escritura, se impone la respuesta: la nueva proximidad del reino de la que habla Jesús, y cuya proclamación es lo distintivo de su mensaje, esa proximidad del todo nueva reside en Él mismo. A través de su presencia y su actividad, Dios entra en la historia aquí y ahora de un modo totalmente nuevo, como Aquel que obra. Por eso ahora «se ha cumplido el plazo» (Mc 1,15); por eso ahora es, de modo singular, el tiempo de la conversión y el arrepentimiento, pero también el tiempo del júbilo, pues en Jesús Dios viene a nuestro encuentro. En Él ahora es Dios quien actúa y reina, reina al modo divino, es decir, sin poder terrenal, a través del amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), hasta la cruz. A partir de este punto central se engarzan los diversos aspectos, aparentemente contradictorios. A partir de aquí entendemos las afirmaciones sobre la humildad y sobre el reino que está oculto; de ahí la imagen de fondo de la semilla, de la que nos volveremos a ocupar; de ahí también la invitación al valor del seguimiento, que abandona todo lo demás. Él mismo es el tesoro, y la comunión con Él, la perla preciosa. Así se aclara también la tensión entre ethos y gracia, entre el más estricto personalismo y la llamada a entrar en una nueva familia. Al reflexionar sobre la Torá del Mesías en el Sermón de la Montaña veremos cómo se enlazan ahora la libertad de la Ley, el don de la gracia, la «mayor justicia» exigida por Jesús a los discípulos y la «sobreabundancia» de justicia frente a la justicia de los fariseos y los escribas (cf. Mt 5,20). Tomemos de momento un ejemplo: el relato del fariseo y el publicano que rezan ambos en el templo, pero de un modo muy diferente (cf. Lc 18, 9-14). El fariseo se jacta de sus muchas virtudes; le habla a Dios tan sólo de sí mismo y, al alabarse a sí mismo, cree alabar a Dios. El publicano conoce sus pecados, sabe que no puede vanagloriarse ante Dios y, consciente de su culpa, pide gracia. ¿Significa esto que uno representa el ethos y el otro la gracia sin ethos o contra el ethos? En realidad no se trata de la cuestión ethos sí o ethos no, sino de dos modos de situarse ante Dios y ante sí mismo. Uno, en el fondo, ni siquiera mira a Dios, sino sólo a sí mismo; realmente no necesita a Dios, porque lo hace todo bien por sí mismo. No hay ninguna relación real con Dios, que a fin de cuentas resulta superfluo; basta con las propias obras. Aquel hombre se justifica por sí solo. El otro, en cambio, se ve en relación con Dios. Ha puesto su mirada en Dios y, con ello, se le abre la mirada hacia sí mismo. Sabe que tiene necesidad de Dios y que ha de vivir de su bondad, la cual no puede alcanzar por sí solo ni darla por descontada. Sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. El vive gracias a la relación con Dios, de ser agraciado con el don de Dios; siempre necesitará el don de la bondad, del perdón, pero también aprenderá con ello a transmitirlo a los demás. La gracia que implora no le exime del ethos. Sólo ella le capacita para hacer realmente el bien. Necesita a Dios, y como lo reconoce, gracias a la bondad de Dios comienza él mismo a ser bueno. No se niega el ethos, sólo se le libera de la estrechez del moralismo y se le sitúa en el contexto de una relación de amor, de la relación con Dios; así el ethos llega a ser verdaderamente él mismo. El tema del «Reino de Dios» impregna toda la predicación de Jesús. Por eso sólo podemos entenderlo desde la totalidad de su mensaje. Al ocuparnos de uno de los pasajes centrales del anuncio de Jesús —el Sermón de la Montaña— podremos encontrar más profundamente desarrollados los temas que aquí sólo se han tratado de pasada. Veremos sobre todo que Jesús habla siempre como el Hijo, que en el fondo de su mensaje está siempre la relación entre Padre e Hijo. En este sentido, Dios ocupa siempre el centro de su predicación; pero precisamente porque el mismo Jesús es Dios, el Hijo, toda su predicación es un anuncio de su misterio, es cristología; es decir, es un discurso sobre la presencia de Dios en su obrar y en su ser. Veremos cómo éste es el aspecto que exige una decisión y cómo, por ello, el que conduce a la cruz y a la resurrección. P a p





4 EL SERMÓN DE LA MONTAÑA

 Después de la narración de las tentaciones de Jesús el Evangelio de Mateo ofrece un breve relato sobre la primera actuación de Jesús en la vida pública, en el que se habla expresamente de Galilea como «la Galilea de los paganos», como el lugar anunciado por los profetas (cf. Is 8, 23; 9, 1) en el que aparecerá una «gran luz» (cf. Mt 4, 15s). Mateo responde así a la sorpresa de que el Salvador no viniera de Jerusalén y Judea, sino de una región que ya se consideraba medio pagana: precisamente esto, que para muchos habla en contra del envío mesiánico de Jesús —su procedencia de Nazaret, de Galilea—, es en realidad la prueba de su misión divina. Desde el principio, Mateo recurre al Antiguo Testamento para conocer hasta los detalles aparentemente más insignificantes en favor de Jesús. Lo que el relato de Lucas dice sobre el camino de Jesús con los discípulos de Emaús, aunque en línea de principio sin descender a detalles (Lc 24, 25ss) —es decir, que todas las Escrituras se referían a Él—, Mateo intenta demostrarlo en cada uno de los pormenores de la vida de Jesús. Más adelante tendremos que volver sobre tres elementos del primer sumario de Mateo acerca de la actividad de Jesús (cf. 4, 12-25). En primer lugar, está el resumen del contenido esencial de la predicación de Jesús, que quiere dar una indicación sintética de su mensaje: «Convertíos porque está cerca el reino (soberanía) de los cielos» (4, 17). Después viene la elección de los Doce, con la cual Jesús, en un gesto simbólico y al mismo tiempo con una acción muy concreta, anuncia y pone en marcha la renovación del pueblo de las doce tribus, la nueva convocación de Israel. Por último, ya aquí se aclara que Jesús no es sólo maestro, sino redentor del hombre en su totalidad: el Jesús que enseña es a la vez el Jesús que salva. De este modo, Mateo en muy pocas líneas —catorce versículos (4,12-25)— perfila ante sus oyentes una primera imagen de la figura y la obra de Jesús. Sigue después, en tres capítulos, el Sermón de la Montaña. ¿De qué se trata? Con esta gran composición en forma de sermón, Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Moisés, en el sentido profundo que precedentemente hemos visto a propósito de la promesa de un profeta que relata el Libro del Deuteronomio. El versículo introductorio (Mt 5, 1) es mucho más que una ambientación más o menos casual: «Al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles.». Jesús se sienta: un gesto propio de la autoridad del maestro; se sienta en la «cátedra» del monte. Más adelante hablará de los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las contradiga (cf. Mt 23, 2), y aunque ellos mismos no sean autoridad, sino que la reciben de otro. Jesús se sienta en la «cátedra» como maestro de Israel y como maestro de los hombres en general. Como veremos al examinar el texto, con la palabra «discípulos» Mateo no restringe el círculo de los destinatarios de la predicación, sino que lo amplía. Todo el que escucha y acoge la palabra puede ser «discípulo». En el futuro, lo decisivo será la escucha y el seguimiento, no la procedencia. Cualquiera puede llegar a ser discípulo, todos están llamados a serlo: así, la actitud de ponerse a la escucha de la Palabra da lugar a un Israel más amplio, un Israel renovado que no excluye o anula al antiguo, sino que lo supera abriéndolo a lo universal. Jesús se sienta en la «cátedra» de Moisés, pero no como los maestros que se forman para ello en las escuelas; se sienta allí como el Moisés más grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos. De este modo se aclara también el significado del monte. El evangelista no nos dice de qué monte de Galilea se trata, pero como se refiere al lugar de la predicación de Jesús, es sencillamente «la montaña», el nuevo Sinaí. «La montaña» es el lugar de oración de Jesús, donde se encuentra cara a cara con el Padre; por eso es precisamente también el lugar en el que enseña su doctrina, que procede de su íntima relación con el Padre. «La montaña», por tanto, muestra por sí misma que es el nuevo, el definitivo Sinaí. ¡Qué diferente es este «monte» del macizo rocoso en el desierto! La tradición ha señalado una loma al norte del lago de Genesaret como el monte de las Bienaventuranzas: quien ha estado allí y tiene grabada en el espíritu la amplia vista sobre el agua del lago, el cielo y el sol, los árboles y los prados, las P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 34 flores y el canto de los pájaros, no puede olvidar la maravillosa atmósfera de paz, de belleza de la creación, que encuentra en una tierra por desgracia tan atormentada. Sea cual sea el lugar donde se encuentra el «monte de las Bienaventuranzas», éste se distingue por esta paz y esta belleza. La vivencia de Elías en el Sinaí, que no vio la presencia de Dios en el huracán, el fuego o el terremoto, sino en una brisa suave y silenciosa (cf. 1 Re 19, 1-13), se cumple aquí. El poder de Dios se manifiesta ahora en su mansedumbre, su grandeza en su sencillez y cercanía. Pero no por ello resulta menos abismal. Lo que antes se expresaba en forma de huracán, fuego o terremoto, ahora toma la forma de la cruz, del Dios que sufre, que nos llama a entrar en ese fuego misterioso, en el fuego del amor crucificado: «Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan.» (Mt 5, 11). El pueblo estaba tan asustado ante la fuerza de la revelación del Sinaí que dijo a Moisés: «Háblanos tú y te escucharemos. Pues si nos habla el Señor moriremos» (Ex 20, 19). Ahora Dios habla muy de cerca, como hombre a los hombres. Ahora desciende a la profundidad de su sufrimiento, pero precisamente eso llevará y lleva siempre de nuevo a decir a quienes le escuchan, a los que, con todo, creen ser sus discípulos: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6, 60). Tampoco la nueva bondad del Señor es agua almibarada. Para muchos el escándalo de la cruz es más insoportable aún que el trueno del Sinaí para los israelitas. Sí, tenían razón cuando decían: Si Dios nos habla «moriremos» (Ex 20, 19). Sin un «morir», sin que naufrague lo que es sólo nuestro, no hay comunión con Dios ni redención. La meditación sobre el bautismo ya nos lo ha mostrado; el bautismo no se puede reducir a un simple rito. Hemos anticipado lo que sólo cuando se reflexione sobre el texto se verá completamente. Debería haber quedado claro que el «Sermón de la Montaña» es la nueva Torá que Jesús trae. Moisés sólo había podido traer su Torá sumiéndose en la oscuridad de Dios en la montaña; también para la Torá de Jesús se requiere previamente la inmersión en la comunión con el Padre, la elevación íntima de su vida, que se continúa en el descenso en la comunión de vida y sufrimiento con los hombres. El evangelista Lucas nos ha dejado una versión más breve del Sermón de la Montaña con otros matices. El, que escribe para cristianos provenientes del paganismo, no tiene tanto interés en presentar a Jesús como el nuevo Moisés ni su palabra como la Torá definitiva. Así, ya el marco exterior se configura de otro modo. En Lucas, el Sermón de la Montaña está inmediatamente precedido por la elección de los doce Apóstoles, presentada como el fruto de una noche pasada en oración, y que Lucas sitúa en el monte, lugar habitual de oración de Jesús. Tras este suceso tan decisivo para el camino de Jesús, el Señor desciende de la montaña con los Doce recién elegidos y presentados con su nombre, y se detiene en pie en un llano. Para Lucas, el estar en pie expresa la majestad y la autoridad de Jesús; el lugar llano da a entender el dilatado horizonte al que Jesús dirige su palabra, algo que Lucas subraya luego cuando nos dice que, además de los Doce con los que había descendido del monte, «un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón, venían a oírlo y a que los curara.» (6, 17s). Dentro del significado universal de la predicación que se aprecia en este escenario aparece, sin embargo, como un hecho específico el que Lucas —al igual que Mateo— diga luego: «Levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo.» (Lc 6,20). Ambas cosas son ciertas: el Sermón de la Montaña está dirigido a todo el mundo, en el presente y en el futuro, pero exige ser discípulo y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús, caminando con El. Ciertamente, las siguientes reflexiones no tienen como objetivo interpretar el Sermón de la Montaña versículo por versículo; deseo escoger sólo tres elementos en los que, a mi parecer, el mensaje de Jesús y su figura se nos presentan con mayor claridad. En primer lugar las Bienaventuranzas. En segundo lugar quisiera reflexionar sobre la nueva versión de la Torá que Jesús nos ofrece; aquí Jesús entra en diálogo con Moisés y con las tradiciones de Israel. En un importante libro titulado A Rabbi Talks with Jesús [Un rabino habla con Jesús], el gran erudito judío Jacob Neusner se introduce, por así decirlo, entre los oyentes del Sermón de la Montaña e intenta entrar en conversación con Jesús. Este debate respetuoso y sincero del judío practicante con Jesús, el hijo de Abraham, me ha hecho ver, de un modo mucho más claro que otras interpretaciones del Sermón de la Montaña que conozco, la grandeza de la palabra de Jesús y la opción ante la que nos pone el Evangelio. Así, en un parágrafo me gustaría intervenir también yo como cristiano en la conversación del rabino con Jesús para entender mejor lo que es auténticamente P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 35 judío y lo que constituye el misterio de Jesús. Por último, una parte importante del Sermón de la Montaña se dedica a la oración —no podía ser de otro modo— y culmina en el Padrenuestro, con el que Jesús quiere enseñar a los discípulos de todos los tiempos a rezar, a ponerlos ante el rostro de Dios, y así guiarlos por el camino de la vida. 

1. LAS BIENAVENTURANZAS Las Bienaventuranzas han sido consideradas con frecuencia como la antítesis neotestamentaria del Decálogo, como la ética superior de los cristianos, por así decirlo, frente a los mandamientos del Antiguo Testamento. Esta interpretación confunde por completo el sentido de las palabras de Jesús. Jesús ha dado siempre por descontada la validez del Decálogo (cf. p. ej. Mc 10, 19; Lc 16, 17); en el Sermón de la Montaña se recogen y profundizan los mandamientos de la segunda tabla de la Ley, pero no son abolidos (cf. Mt 5,21-48); esto estaría en total contradicción con la afirmación fundamental que inicia esta enseñanza sobre el Decálogo: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley» (Mt 5, 17s). Sobre esta frase, que sólo aparentemente parece contradecir el mensaje de Pablo, tendremos que volver tras el diálogo entre Jesús y el rabino. Por ahora baste notar que Jesús no piensa abolir el Decálogo, sino que, por el contrario, lo refuerza. Pero entonces, ¿qué son las Bienaventuranzas? En primer lugar se insertan en una larga tradición de mensajes del Antiguo Testamento como los que encontramos, por ejemplo, en el Salmo 1 y en el texto paralelo de Jeremías 17, 7s: «Dichoso el hombre que confía en el Señor...». Son palabras de promesa que sirven al mismo tiempo como discernimiento de espíritus y que se convierten así en palabras orientadoras. El marco en el que Lucas sitúa el Sermón de la Montaña ilustra claramente a quién van destinadas en modo particular las Bienaventuranzas de Jesús: «Levantando los ojos hacia sus discípulos...». Cada una de las afirmaciones de las Bienaventuranzas nacen de la mirada dirigida a los discípulos; describen, por así decirlo, su situación fáctica: son pobres, están hambrientos, lloran, son odiados y perseguidos (cf. Lc 6, 20ss). Han de ser entendidas como calificaciones prácticas, pero también teológicas, de los discípulos, de aquellos que siguen a Jesús y se han convertido en su familia. A pesar de la situación concreta de amenaza inminente en que Jesús ve a los suyos, ésta se convierte en promesa cuando se la mira con la luz que viene del Padre. Referidas a la comunidad de los discípulos de Jesús, las Bienaventuranzas son una paradoja: se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas son promesas en las que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, y en las que «se invierten los valores». Son promesas escatológicas, pero no debe entenderse como si el júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro infinitamente lejano o sólo al más allá. Cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos criterios y, por tanto, ya ahora algo del éschaton, de lo que está por venir, está presente. Con Jesús, entra alegría en la tribulación. Las paradojas que Jesús presenta en las Bienaventuranzas expresan la auténtica situación del creyente en el mundo, tal como las ha descrito Pablo repetidas veces a la luz de su experiencia de vida y sufrimiento como apóstol: «Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los sentenciados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen» (2 Co 6, 8-10). «Nos aprietan por todos los lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados pero no abandonados; nos derriban pero no nos rematan.» (2 Co 4, 8-10). Lo que en las Bienaventuranzas del Evangelio de Lucas es consuelo y promesa, en Pablo es experiencia viva del Apóstol. Se siente «el último», como un condenado a muerte y convertido en espectáculo para el mundo, sin patria, insultado, denostado (cf. 1 Co 4, 9-13). Y a pesar de todo experimenta una alegría sin límites; precisamente como quien se ha entregado, quien se ha dado a sí mismo para llevar a Cristo a los hombres, experimenta la íntima relación entre cruz y resurrección: estamos expuestos a la muerte «para que también la vida de P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 36 Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,11). Cristo sigue sufriendo en sus enviados, su lugar sigue siendo la cruz. Sin embargo, Él es de manera definitiva el Resucitado. Y si el enviado de Jesús en este mundo está aún inmerso en la pasión de Jesús, ahí se puede percibir también la gloria de la resurrección, que da una alegría, una «beatitud» mayor que toda la dicha que se haya podido experimentar antes en el mundo. Sólo ahora sabe lo que es realmente la «felicidad», la auténtica «bienaventuranza», y al mismo tiempo se da cuenta de lo mísero que era lo que, según los criterios habituales, se consideraba como satisfacción y felicidad. En las paradojas vividas por san Pablo, que se corresponden con las paradojas de las Bienaventuranzas, se manifiesta lo mismo que Juan había expresado de otro modo al describir la cruz del Señor como «elevación», como entronización en las alturas de Dios. Juan reúne en una palabra cruz y resurrección, cruz y elevación, pues para él lo uno es inseparable de lo otro. La cruz es el acto del «éxodo», el acto del amor que se toma en serio y llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), y por ello es el lugar de la gloria, del auténtico contacto y unión con Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4, 7.16). Así, esta visión de Juan condensa y nos hace comprensible en definitiva lo que significan las paradojas del Sermón de la Montaña. Estas observaciones sobre Pablo y Juan nos han permitido ver dos cosas: las Bienaventuranzas expresan lo que significa ser discípulo. Se hacen más concretas y reales cuanto más se entregan los discípulos a su misión, como hemos podido comprobar de un modo ejemplar en Pablo. Lo que significan no se puede explicar de un modo puramente teórico; se proclama en la vida, en el sufrimiento y en la misteriosa alegría del discípulo que sigue plenamente al Señor. Esto deja claro un segundo aspecto: el carácter cristológico de las Bienaventuranzas. El discípulo está unido al misterio de Cristo y su vida está inmersa en la comunión con Él: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20). Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo. Pero son válidas para los discípulos porque primero se han hecho realidad en Cristo como prototipo. Esto resulta más claro si analizamos la versión de las Bienaventuranzas en Mateo (cf. Mt 5,3-12). Quien lee atentamente el texto descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; El, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El. Pero precisamente por su oculto carácter cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el camino también a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo; orientaciones para el seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo diferente, según las diversas vocaciones. Analicemos más detenidamente las distintas partes de la serie de las Bienaventuranzas. 
Encontramos en primer lugar la expresión enigmática, de los «pobres de espíritu», que tantos han intentado descifrar. Esta expresión aparece en los rollos de Qumrán como autodefinición de los piadosos. Éstos se llamaban también «los pobres de la gracia», «los pobres de tu redención» o simplemente «los pobres» (Gnilka I, p. 121). Con estos nombres expresan su conciencia de ser el verdadero Israel; de hecho recogen con ello tradiciones profundamente enraizadas en la fe de Israel. En los tiempos de la conquista de Judea por los babilonios, el 90 por ciento de los habitantes de la región podía contarse entre los pobres; dada la política fiscal persa tras el exilio, se volvió a crear una dramática situación de pobreza. La antigua concepción de que al justo le va bien y que la pobreza es consecuencia de una mala vida (relación entre la conducta y la calidad de vida) ya no se podía sostener. Ahora, precisamente en su pobreza, Israel se siente cercano a Dios; reconoce que precisamente los pobres, en su humildad, están cerca del corazón de Dios, al contrario de los ricos con su arrogancia, que sólo confían en sí mismos. En muchos Salmos se expresa la devoción de los pobres que de este modo fue madurando; ellos se reconocen como el verdadero Israel. En la piedad de estos Salmos, en ese profundo dirigirse a la bondad de Dios, en la bondad y en la humildad humanas que así se iban formando, en la vigilante espera del amor P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 37 salvador de Dios, se desarrolla esa apertura del corazón que ha abierto las puertas a Cristo. María y José, Simeón y Ana, Zacarías e Isabel, los pastores de Belén, los Doce llamados por el Señor a formar el círculo más estrecho de los discípulos, todos pertenecen a estos ambientes que se distancian de los fariseos y saduceos, y también de Qumrán, no obstante una cierta proximidad espiritual; en ellos comienza el Nuevo Testamento, que se sabe en total armonía con la fe de Israel, y que se orienta hacia una pureza cada vez mayor. Aquí también ha madurado calladamente esa actitud ante Dios que Pablo desarrolló después en su teología de la justificación: son hombres que no alardean de sus méritos ante Dios. No se presentan ante Él como si fueran socios en pie de igualdad, que reclaman la compensación correspondiente a su aportación. Son hombres que se saben pobres también en su interior, personas que aman, que aceptan con sencillez lo que Dios les da, y precisamente por eso viven en íntima conformidad con la esencia y la palabra de Dios. Las palabras de santa Teresa de Lisíeux de que un día se presentaría ante Dios con las manos vacías y las tendería abiertas hacia El, describen el espíritu de estos pobres de Dios: llegan con las manos vacías, no con manos que agarran y sujetan, sino con manos que se abren y dan, y así están preparadas para la bondad de Dios que da. Estando así las cosas, no hay contradicción alguna entre Mateo —que habla de los pobres en espíritu— y Lucas, según el cual el Señor se dirige simplemente a los «pobres». Se ha dicho que Mateo ha espiritualizado el concepto de pobreza, entendido por Lucas originalmente en sentido exclusivamente material y real, y que de ese modo lo ha privado de su radicalidad. Quien lee el Evangelio de Lucas sabe perfectamente que es él precisamente quien nos presenta a los «pobres en espíritu», que eran, por así decirlo, el grupo sociológico en el que pudo comenzar el camino terreno de Jesús y de su mensaje. Y, al contrario, está claro que Mateo se mantiene totalmente en la tradición de la piedad de los Salmos y, por tanto, en la visión del verdadero Israel que en ellos había hallado expresión. La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios. Pero el corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser malvado, estar por dentro lleno de afán de poseer, olvidando a Dios y codiciando sólo bienes materiales. Por otro lado, la pobreza de que se habla aquí tampoco es simplemente una actitud espiritual. Ciertamente, la radicalidad que se nos propone en la vida de tantos cristianos auténticos, desde el padre del monacato Antonio hasta Francisco de Asís y los pobres ejemplares de nuestro siglo, no es para todos. Pero la Iglesia, para ser comunidad de los pobres de Jesús, necesita siempre figuras capaces de grandes renuncias; necesita comunidades que le sigan, que vivan la pobreza y la sencillez, y con ello muestren la verdad de las Bienaventuranzas para despertar la conciencia de todos, a fin de que entiendan el poseer sólo como servicio y, frente a la cultura del tener, contrapongan la cultura de la libertad interior, creando así las condiciones de la justicia social. El Sermón de la Montaña como tal no es un programa social, eso es cierto. Pero sólo donde la gran orientación que nos da se mantiene viva en el sentimiento y en la acción, sólo donde la fuerza de la renuncia y la responsabilidad por el prójimo y por toda la sociedad surge como fruto de la fe, sólo allí puede crecer también la justicia social. Y la Iglesia en su conjunto debe ser consciente de que ha de seguir siendo reconocible como la comunidad de los pobres de Dios. Igual que el Antiguo Testamento se ha abierto a la renovación con respecto a la Nueva Alianza a partir de los pobres de Dios, toda nueva renovación de la Iglesia puede partir sólo de aquellos en los que vive la misma humildad decidida y la misma bondad dispuesta al servicio. Con todo, hasta ahora sólo nos hemos ocupado de la primera mitad de la primera Bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu»; tanto en Lucas como en Mateo la correspondiente promesa es: «Vuestro (de ellos) es el Reino de Dios (el reino de los cielos)» (Lc 6, 20; Mt 5, 3). El «Reino de Dios» es la categoría fundamental del mensaje de Jesús; aquí se introduce en las Bienaventuranzas: este contexto resulta importante para entender correctamente una expresión tan debatida. Lo hemos visto ya al P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 38 examinar más de cerca el significado de la expresión «Reino de Dios», y tendremos que recordarlo alguna vez más en las reflexiones siguientes. Pero quizás sea bueno que, antes de avanzar en la meditación del texto, nos centremos un momento en esa figura de la historia de la fe que de manera intensa ha traducido esta Bienaventuranza en la existencia humana: Francisco de Asís. Los santos son los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura. El significado de una expresión resulta mucho más comprensible en aquellas personas que se han dejado ganar por ella y la han puesto en práctica en su vida. La interpretación de la Escritura no puede ser un asunto meramente académico ni se puede relegar a un ámbito exclusivamente histórico. Cada paso de la Escritura lleva en sí un potencial de futuro que se abre sólo cuando se viven y se sufren a fondo sus palabras. Francisco de Asís entendió la promesa de esta bienaventuranza en su máxima radicalidad; hasta el punto de despojarse de sus vestiduras y hacerse proporcionar otra por el obispo como representante de la bondad paterna de Dios, que viste a los lirios del campo con más esplendor que Salomón con todas sus galas (cf. Mt 6, 28s). Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos; significaba un correctivo para la Iglesia de su tiempo, que con el sistema feudal había perdido la libertad y el dinamismo del impulso misionero; significaba una íntima apertura a Cristo, con quien, mediante la llaga de los estigmas, se identifica plenamente, de modo que ya no vivía para sí mismo, sino que como persona renacida vivía totalmente por Cristo y en Cristo. Francisco no tenía intención de fundar ninguna orden religiosa, sino simplemente reunir de nuevo al pueblo de Dios para escuchar la Palabra sin que los comentarios eruditos quitaran rigor a la llamada. No obstante, con la fundación de la Tercera Orden aceptó luego la distinción entre el compromiso radical y la necesidad de vivir en el mundo. Tercera Orden significa aceptar en humildad la propia tarea de la profesión secular y sus exigencias, allí donde cada uno se encuentre, pero aspirando al mismo tiempo a la más íntima comunión con Cristo, como la que el santo de Asís alcanzó. «Tener como si no se tuviera» (cf. 1 Co 7, 29ss): aprender esta tensión interior como la exigencia quizás más difícil y poder revivirla siempre, apoyándose en quienes han decidido seguir a Cristo de manera radical, éste es el sentido de la Tercera Orden, y ahí se descubre lo que la Bienaventuranza puede significar para todos. En Francisco se ve claramente también lo que «Reino de Dios» significa. Francisco pertenecía de lleno a la Iglesia y, al mismo tiempo, figuras como él despiertan en ella la tensión hacia su meta futura, aunque ya presente: el Reino de Dios está cerca... 
Pasemos por alto, de momento, la segunda Bienaventuranza del Evangelio de Mateo y vayamos directamente a la tercera [según el orden de la Vulgata], que está estrechamente relacionada con la primera: «Dichosos los sufridos (mansos) porque heredarán la tierra» (5,4). La traducción alemana de la Sagrada Escritura de la palabra griega praeis (de prays) es: «los que no utilizan la violencia». Se trata de una restricción del término griego, que encierra una rica carga de tradición. Esta afirmación es prácticamente la cita de un Salmo: «Los humildes (mansos) heredarán la tierra» (Sal37, 11). La expresión «los humildes», en la Biblia griega, traduce la palabra hebrea anawim, con la que se designaba a los pobres de Dios, de los que hemos hablado en la primera Bienaventuranza. Así pues, la primera y la tercera Bienaventuranza en gran medida coinciden; la tercera vuelve a poner de manifiesto un aspecto esencial de lo que significa vivir la pobreza a partir de Dios y en la perspectiva de Dios. Sin embargo, el espectro se amplía más si consideramos otros textos en los que aparece la misma palabra. En el Libro de los Números se dice: «Moisés era un hombre muy humilde, el hombre más humilde sobre la tierra» (12, 3). ¿Cómo no pensar a este respecto en las palabras de Jesús: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mt 11,29). Cristo es el nuevo, el verdadero Moisés (ésta es la idea fundamental que recorre todo el Sermón de la Montaña); en El se hace presente esa bondad pura que corresponde precisamente a Aquel que es grande, al que tiene el dominio. Podemos profundizar todavía un poco más considerando una ulterior relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento basada en la palabra prays, humilde, manso. En el profeta Zacarías encontramos la siguiente promesa de salvación: «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica. Destruirá los carros... P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 39 Romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones. Dominará de mar a mar.» (9, 9s). Se anuncia un rey pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres, imagen que contrasta con los carros de guerra que él rechaza. Es el rey de la paz, y lo es gracias al poder de Dios, no al suyo propio. Y hay que añadir otro aspecto: su reinado es universal, abarca toda la tierra. «De mar a mar»: detrás de esta expresión está la imagen del disco terrestre circundado por las aguas, que nos hace intuir la extensión universal de su reinado. Con razón, pues, afirma Karl Elliger que para nosotros «a través de la niebla se hace visible con sorprendente nitidez la figura de Aquel... que ha traído realmente la paz a todo el mundo, de Aquel que está por encima de toda razón, al renunciar en su obediencia filial a todo uso de la violencia y padeciendo hasta que fue rescatado del sufrimiento por el Padre, y que ahora construye continuamente su reino solamente mediante la palabra de la paz.» (ATD 25, 151). Sólo así comprendemos todo el alcance del relato del Domingo de Ramos, entendemos a Lucas cuando nos dice (cf. 19, 30) —de modo parecido a Juan— que Jesús mandó a sus discípulos que le llevaran una borrica con su pollino: «Eso ocurrió para que se cumpliera lo que los profetas habían anunciado. Decid a la hija Sión: "Mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno..."» (Mt 21, 5; cf. Jn 12, 15). Por desgracia, la traducción alemana de estos pasajes ha oscurecido esta conexión al utilizar diferentes palabras para el término prays. En un amplio arco de textos —que van desde el Libro de los Números (cap. 12), pasando por Zacarías (cap. 9), hasta las Bienaventuranzas y el relato del Domingo de Ramos— se puede reconocer esta visión de Jesús como rey de la paz que rompe las fronteras que separan a los pueblos y crea un espacio de paz «de mar a mar». Con su obediencia nos llama a entrar en esa paz, la establece en nosotros. Por un lado la palabra «manso, humilde» forma parte del vocabulario del pueblo de Dios, del Israel que en Cristo se ha hecho universal, pero al mismo tiempo es una palabra regia, que nos descubre la esencia de la nueva realeza de Cristo. En este sentido, podríamos decir que es una palabra tanto cristológica como eclesiológica; en cualquier caso, nos llama a seguir a Aquel que en su entrada en Jerusalén a lomos de una borrica nos manifiesta toda la esencia de su remado. En el texto del Evangelio de Mateo, esta tercera Bienaventuranza va unida a la promesa de la tierra: «Dichosos los humildes porque heredarán la tierra». ¿Qué quiere decir? La esperanza de una tierra es parte del núcleo original de la promesa a Abraham. Cuando el pueblo de Israel peregrina por el desierto, tiene como meta la tierra prometida. En el exilio, Israel espera regresar a su tierra. Pero no debemos pasar por alto ni por un instante que la promesa de la tierra va claramente más allá de la simple idea de poseer un trozo de tierra o un territorio nacional, como corresponde a todo pueblo. En la lucha de liberación del pueblo de Israel para salir de Egipto aparece en primer plano sobre todo el derecho a la libertad de adorar, a la libertad de un culto propio y, a medida que avanza la historia del pueblo elegido, la promesa de la tierra adquiere de un modo cada vez más claro el siguiente sentido: la tierra se concede para que ésta sea un lugar de obediencia, un espacio abierto a Dios y para que el país se libere de la abominación de la idolatría. Un contenido esencial del concepto de libertad y de tierra es la idea de la obediencia a Dios y del modo correcto de tratar el mundo. En esta perspectiva se puede también entender el exilio, la privación de la tierra: se había convertido en un espacio de culto a los ídolos, de desobediencia y, así, la posesión de la tierra contradecía su razón de ser. A partir de aquí se pudo ir desarrollando un modo nuevo, positivo, de entender la diáspora: Israel estaba diseminada por el mundo para crear por doquier espacio para Dios y, con ello, dar a la creación el sentido indicado en el primer relato del Génesis (cf. Gn 1,1-2,4). El sábado es el fin de la creación, indica su razón de ser: ésta existe porque Dios quería crear un espacio de respuesta a su amor, un lugar de obediencia y libertad. Así, de esta manera, en la sufrida aceptación de la historia de Israel con Dios se ha ido desarrollando gradualmente una ampliación y profundización de la idea de la tierra relacionada cada vez menos con la posesión nacional y cada vez más con el derecho universal de Dios sobre el mundo. Naturalmente, en un primer momento, se puede ver en la relación entre «humildad» y promesa de la tierra una normalísima sabiduría histórica: los conquistadores van y vienen. Quedan los sencillos, los P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 40 humildes, los que cultivan la tierra y continúan con la siembra y la cosecha entre penas y alegrías. Los humildes, los sencillos, son también desde el punto de vista puramente histórico más estables que los que usan la violencia. Pero hay algo más. La progresiva universalización del concepto de tierra a partir de los fundamentos teológicos de la esperanza se corresponde también con el horizonte universal que hemos encontrado en la promesa de Zacarías: la tierra del Rey de la paz no es un Estado nacional, se extiende «de mar a mar». La paz tiende a la superación de las fronteras y a un mundo nuevo, renovado por la paz que procede de Dios. El mundo pertenece al final a los «humildes», a los pacíficos, nos dice el Señor. Debe ser la «tierra del rey de la paz». La tercera Bienaventuranza nos invita a vivir en esta perspectiva. Para nosotros los cristianos, cada reunión eucarística es un lugar donde reina el Rey de la paz. De este modo, la comunidad universal de la Iglesia de Jesucristo es un proyecto anticipador de la «tierra» de mañana, que deberá llegar a ser una tierra en la que reina la paz de Jesucristo. También aquí se ve la gran consonancia entre la tercera Bienaventuranza y la primera: nos permite ver algo mejor lo que significa el «Reino de Dios», aun cuando esta expresión va más allá de la promesa de la tierra. Con esto hemos anticipado ya la séptima Bienaventuranza: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Un par de breves indicaciones bastarán para explicar estas palabras fundamentales de Jesús. Ante todo, permiten entrever el trasfondo de la historia universal. En el relato de la infancia de Jesús, Lucas había dejado ver el contraste entre este niño y el todopoderoso emperador Augusto, ensalzado como «salvador de todo el género humano» y el gran portador de paz. César ya había pretendido antes el título de «pacificador de la ecumene». En los creyentes de Israel salta a la memoria Salomón, cuyo nombre incluye el vocablo shalom, «paz». El Señor había prometido a David: «En sus días concederé paz y tranquilidad a Israel... Será para mí un hijo y yo seré para él un padre» (1 Cro 22, 9s). Con ello se pone en evidencia la relación entre filiación divina y realeza de la paz: Jesús es el Hijo, y lo es realmente. Por eso sólo El es el verdadero «Salomón», el que trae la paz. Establecer la paz es inherente a la naturaleza del ser Hijo. La séptima Bienaventuranza, pues, invita a ser y a realizar lo que el Hijo hace, para así llegar a ser «hijos de Dios». Esto vale en primer lugar en el ámbito restringido de la vida de cada uno. Comienza con esa decisión fundamental que Pablo apasionadamente nos pide en nombre de Dios: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). La enemistad con Dios es el punto de partida de toda corrupción del hombre; superarla, es el presupuesto fundamental para la paz en el mundo. Sólo el hombre reconciliado con Dios puede estar también reconciliado y en armonía consigo mismo, y sólo el hombre reconciliado con Dios y consigo mismo puede crear paz a su alrededor y en todo el mundo. Pero la resonancia política que se percibe tanto en el relato lucano de la infancia de Jesús como aquí, en las Bienaventuranzas de Mateo, muestra todo el alcance de esta palabra. Que haya paz en la tierra (cf. Lc 2, 14) es voluntad de Dios y, por tanto, también una tarea encomendada al hombre. El cristiano sabe que el perdurar de la paz va unido a que el hombre se mantenga en la eudokía de Dios, en su «beneplácito». El empeño de estar en paz con Dios es una parte esencial del propósito por alcanzar la «paz en la tierra»; de ahí proceden los criterios y las fuerzas necesarias para realizar este compromiso. Cuando el hombre pierde de vista a Dios fracasa la paz y predomina la violencia, con atrocidades antes impensables, como lo vemos hoy de manera sobradamente clara. 

Volvamos a la segunda Bienaventuranza: «Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados». ¿Es bueno estar afligidos y llamar bienaventurada a la aflicción? Hay dos tipos de aflicción: una, que ha perdido la esperanza, que ya no confía en el amor y la verdad, y por ello abate y destruye al hombre por dentro; pero también existe la aflicción provocada por la conmoción ante la verdad y que lleva al hombre a la conversión, a oponerse al mal. Esta tristeza regenera, porque enseña a los hombres a esperar y amar de nuevo. Un ejemplo de la primera aflicción es Judas, quien —profundamente abatido por su caída— pierde la esperanza y lleno de desesperación se ahorca. Un ejemplo del segundo tipo de aflicción es Pedro que, conmovido ante la mirada del Señor, prorrumpe en un llanto salvador: las lágrimas labran la tierra de su alma. Comienza de nuevo y se transforma en un hombre nuevo. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 41 Este tipo positivo de aflicción, que se convierte en fuerza para combatir el poder del mal, queda reflejado de modo impresionante en Ezequiel 9,4. Seis hombres reciben el encargo de castigar a Jerusalén, el país que estaba cubierto de sangre, la ciudad llena de violencia (cf. 9, 9). Pero antes, un hombre vestido de lino debe trazar una «tau» (una especie de cruz) en la frente de los «hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en la ciudad» (9, 4), y los marcados quedan excluidos del castigo. Son personas que no siguen la manada, que no se dejan llevar por el espíritu gregario para participar en una injusticia que se ha convertido en algo normal, sino que sufren por ello. Aunque no está en sus manos cambiar la situación en su conjunto, se enfrentan al dominio del mal mediante la resistencia pasiva del sufrimiento: la aflicción que pone límites al poder del mal. La tradición nos ha dejado otro ejemplo de aflicción salvadora: María, al pie de la cruz junto con su hermana, la esposa de Cleofás, y con María Magdalena y Juan. En un mundo plagado de crueldad, de cinismo o de connivencia provocada por el miedo, encontramos de nuevo —como en la visión de Ezequiel— un pequeño grupo de personas que se mantienen fieles; no pueden cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado del condenado, y con su amor compartido se ponen del lado de Dios, que es Amor. Este sufrimiento compartido nos hace pensar en las palabras sublimes de san Bernardo de Claraval en su comentario al Cantar de los Cantares (Serm. 26, n.5): «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis», Dios no puede padecer, pero puede compadecerse. A los pies de la cruz de Jesús es donde mejor se entienden estas palabras: «Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados». Quien no endurece su corazón ante el dolor, ante la necesidad de los demás, quien no abre su alma al mal, sino que sufre bajo su opresión, dando razón así a la verdad, a Dios, ése abre la ventana del mundo de par en par para que entre la luz. A estos afligidos se les promete la gran consolación. En este sentido, la segunda Bienaventuranza guarda una estrecha relación con la octava: «Dichosos los perseguidos a causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos». La aflicción de la que habla el Señor es el inconformismo con el mal, una forma de oponerse a lo que hacen todos y que se le impone al individuo como pauta de comportamiento. El mundo no soporta este tipo de resistencia, exige colaboracionismo. Esta aflicción le parece como una denuncia que se opone al aturdimiento de las conciencias, y lo es realmente. Por eso los afligidos son perseguidos a causa de la justicia. A los afligidos se les promete consuelo, a los perseguidos, el Reino de Dios; es la misma promesa que se hace a los pobres de espíritu. Las dos promesas son muy afines: el Reino de Dios, vivir bajo la protección del poder de Dios y cobijado en su amor, éste es el verdadero consuelo. Y a la inversa: sólo entonces será consolado el que sufre; cuando ninguna violencia homicida pueda ya amenazar a los hombres de este mundo que no tienen poder, sólo entonces se secarán sus lágrimas completamente; el consuelo será total sólo cuando también el sufrimiento incomprendido del pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de reconciliación; el verdadero consuelo se manifestará sólo cuando «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26), sea aniquilado con todos sus cómplices. Así, la palabra sobre el consuelo nos ayuda a entender lo que significa el «Reino de Dios» (de los cielos) y, viceversa, el «Reino de Dios» nos da una idea del tipo de consuelo que el Señor tiene reservado a todos los que están afligidos o sufren en este mundo. Llegados hasta aquí, debemos añadir algo más: para Mateo, para sus lectores y oyentes, la expresión «los perseguidos a causa de la justicia» tenía un significado profético. Para ellos se trataba de una alusión previa que el Señor hizo sobre la situación de la Iglesia en que estaban viviendo. Se había convertido en una Iglesia perseguida, perseguida «a causa de la justicia». En el lenguaje del Antiguo Testamento «justicia» expresa la fidelidad a la Torá, la fidelidad a la palabra de Dios, como habían reclamado siempre los profetas. Se trata del perseverar en la vía recta indicada por Dios, cuyo núcleo esta formado por los Diez Mandamientos. En el Nuevo Testamento, el concepto equivalente al de justicia en el Antiguo Testamento es el de la «fe»: el creyente es el «justo», el que sigue los caminos de Dios (cf. Sal 1; Jr 17, 5- 8). Pues la fe es caminar con Cristo, en el cual se cumple toda la Ley; ella nos une a la justicia de Cristo mismo. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 42 Los hombres perseguidos a causa de la justicia son los que viven de la justicia de Dios, de la fe. Como la aspiración del hombre tiende siempre a emanciparse de la voluntad de Dios y a seguirse sólo a sí mismo, la fe aparecerá siempre como algo que se contrapone al «mundo» —a los poderes dominantes en cada momento—, y por eso habrá persecución a causa de la justicia en todos los periodos de la historia. A la Iglesia perseguida de todos los tiempos se le dirige esta palabra de consuelo. En su falta de poder y en su sufrimiento, la Iglesia es consciente de que se encuentra allí donde llega el Reino de Dios. Si, como ocurrió antes con las Bienaventuranzas precedentes, podemos encontrar en la promesa una dimensión eclesiológica, una explicación de la naturaleza de la Iglesia, también aquí nos podemos encontrar de nuevo con el fundamento cristológico de estas palabras: Cristo crucificado es el justo perseguido del que hablan las profecías del Antiguo Testamento, especialmente los cantos del siervo de Dios, y del que también Platón había tenido ya una vaga intuición (La república, II 361e-362a). Y así, Cristo mismo es la llegada del Reíno de Dios. La Bienaventuranza supone una invitación a seguir al Crucificado, dirigida tanto al individuo como a la Iglesia en su conjunto. La Bienaventuranza de los perseguidos contiene en la frase con que se concluyen los macarismos una variante que nos permite entrever algo nuevo. Jesús promete alegría, júbilo, una gran recompensa a los que por causa suya sean insultados, perseguidos o calumniados de cualquier modo (cf. Mt 5,11). Entonces su Yo, el estar de su parte, se convierte en criterio de la justicia y de la salvación. Si bien en las otras Bienaventuranzas la cristología está presente de un modo velado, por así decirlo, aquí el anuncio de Cristo aparece claramente como el punto central del relato. Jesús da a su Yo un carácter normativo que ningún maestro de Israel ni ningún doctor de la Iglesia puede pretender para sí. El que habla así ya no es un profeta en el sentido hasta entonces conocido, mensajero y representante de otro; Él mismo es el punto de referencia de la vida recta, Él mismo es el fin y el centro. A lo largo de las próximas meditaciones podremos apreciar cómo esta cristología directa es un elemento constitutivo del Sermón de la Montaña en su conjunto. Lo que hasta ahora sólo se ha insinuado, se irá desarrollando a medida que avancemos. 
Escuchemos ahora la penúltima Bienaventuranza, que no hemos tratado todavía: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados» (Mt 5, 6). Esta palabra es profundamente afín a la que se refiere a los afligidos que serán consolados: de la misma manera que en aquella reciben una promesa los que no se doblegan a la dictadura de las opiniones y costumbres dominantes, sino que se resisten en el sufrimiento, también aquí se trata de personas que miran en torno a sí en busca de lo que es grande, de la verdadera justicia, del bien verdadero. Para la tradición, esta actitud se encuentra resumida en una expresión que se halla en un estrato del Libro de Daniel. Allí se describe a Daniel como vir desideriorum, el hombre de deseos (9,23 Vlg). La mirada se dirige a las personas que no se conforman con la realidad existente ni sofocan la inquietud del corazón, esa inquietud que remite al hombre a algo más grande y lo impulsa a emprender un camino interior, como los Magos de Oriente que buscan a Jesús, la estrella que muestra el camino hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Son personas con una sensibilidad interior que les permite oír y ver las señales sutiles que Dios envía al mundo y que así quebrantan la dictadura de lo acostumbrado. ¿Quién no pensaría aquí en los santos humildes en los que la Antigua Alianza se abre hacia la Nueva y se transforma en ella? ¿En Zacarías e Isabel, en María y José, en Simeón y Ana, quienes, cada uno a su modo, esperan con espíritu vigilante la salvación de Israel y, con su piedad humilde, con la paciencia de su espera y de su deseo, «preparan los caminos» al Señor? Pero, ¿cómo no pensar también en los doce Apóstoles, en hombres (como ya veremos) de procedencias espirituales y sociales muy distintas, que sin embargo en medio de su trabajo y su vida cotidiana mantuvieron el corazón abierto, dispuesto a escuchar la llamada de Aquel que es más grande? ¿O en el celo apasionado de san Pablo por la justicia, que aunque mal encaminado lo prepara para ser derribado por Dios y llevado hacia una nueva clarividencia? Podríamos recorrer así toda la historia. Edith Stein dijo en cierta ocasión que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino de Cristo. De esas personas habla la Bienaventuranza, de esa hambre y esa sed que son dichosas porque llevan a los hombres a Dios, a Cristo, y por eso abren el mundo al Reino de Dios. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 43 Mc parece que éste es el punto en el que habría que decir algo, a partir del Nuevo Testamento, sobre la salvación de los que no conocen a Cristo. El pensamiento contemporáneo tiende a sostener que cada uno debe vivir su religión, o quizás también el ateísmo en que se encuentra. De ese modo alcanzará la salvación. Semejante opinión presupone una imagen de Dios muy extraña y una extraña idea sobre el hombre y el modo correcto de ser hombre. Intentemos explicarlo mediante un par de preguntas prácticas. ¿Se salvará alguien y será reconocido por Dios como un hombre recto, porque ha respetado en conciencia el deber de la venganza sangrienta? ¿Porque se ha comprometido firmemente con y en la «guerra santa»? ¿O porque ha ofrecido en sacrificio determinados animales? ¿O porque ha respetado las abluciones rituales u otras observancias religiosas? ¿Porque ha convertido sus opiniones y deseos en norma de su conciencia y se ha erigido a sí mismo en el criterio a seguir? No, Dios pide lo contrario: exige mantener nuestro espíritu despierto para poder escuchar su hablarnos silencioso, que está en nosotros y nos rescata de la simple rutina conduciéndonos por el camino de la verdad; exige personas que tengan «hambre y sed de justicia»: ése es el camino que se abre para todos; es el camino que finaliza en Jesucristo. Queda aún el Macarismo: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). A Dios se le puede ver con el corazón: la simple razón no basta. Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en armonía todas las fuerzas de su existencia. La voluntad debe ser pura y, ya antes, debe serlo también la base afectiva del alma, que indica a la razón y a la voluntad la dirección a seguir. La palabra «corazón» se refiere precisamente a esta interrelación interna de las capacidades perceptivas del hombre, en la que también entra en juego la correcta unión de cuerpo y alma, como corresponde a la totalidad de la criatura llamada «hombre». La disposición afectiva fundamental del hombre depende precisamente también de esta unidad de alma y cuerpo, así como del hecho de que acepte a la vez su ser cuerpo y su ser espíritu; de que someta el cuerpo a la disciplina del espíritu, pero sin aislar la razón o la voluntad sino que, aceptando de Dios su propio ser, reconozca y viva también la corporeidad de su existencia como riqueza para el espíritu. El corazón, la totalidad del hombre, ha de ser pura, profundamente abierta y libre para que pueda ver a Dios. Teófilo de Antioquía (t c. 180) lo expresó del siguiente modo en un debate: «Si tú me dices: "muéstrame a tu Dios", yo te diré a mi vez: "muéstrame tú al hombre que hay en ti"... En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu... El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo reluciente.» (Ad Autolycum, I, 2.7: PG, VI, 1025.1028). Así surge la pregunta: ¿cómo se vuelve puro el ojo interior del hombre? ¿Cómo se puede retirar la catarata que nubla su mirada o al final la ciega por completo? La tradición mística del «camino de purificación», que asciende hasta la «unión», ha intentado dar una respuesta a esta pregunta. Ante todo, debemos leer las Bienaventuranzas en el contexto bíblico. Allí encontramos el tema, sobre todo en el Salmo 24, expresión de una antigua liturgia de entrada en el santuario: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso» (v. 3s). Ante la puerta del templo surge la pregunta de quién puede estar allí, cerca del Dios vivo: las condiciones son «manos inocentes y puro corazón». El Salmo explica de varios modos el contenido de estas condiciones para entrar en la morada de Dios. Una condición indispensable es que las personas que quieran llegar a la casa de Dios pregunten por Él, busquen su rostro (v. 6): por tanto, como requisito fundamental vuelve a aparecer la misma actitud que hemos encontrado descrita antes en las palabras «hambre y sed de justicia». Preguntar por Dios, buscar su rostro: ésa es la primera condición para subir al encuentro con Dios. Pero ya antes, como contenido del concepto de manos inocentes y puro corazón, se ha indicado la exigencia de que el hombre no jure en falso contra el prójimo: esto es, la honradez, la sinceridad, la justicia con el prójimo y con la sociedad, eso que podríamos denominar el ethos social, pero que en realidad llega hasta lo más hondo del corazón. El Salmo 15 lo desarrolla aún más, de forma que se puede decir que la condición para llegar a Dios es simplemente el contenido esencial del Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el individuo y la P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 44 comunidad (segunda tabla). No se mencionan condiciones basadas específicamente en el conocimiento que procede de la revelación, sino el «preguntar por Dios» y los fundamentos de la justicia que una conciencia atenta —despierta precisamente gracias a la búsqueda de Dios— le dice a cada uno. Las consideraciones que hemos hecho precedentemente sobre la cuestión de la salvación tienen aquí una ulterior confirmación. Sin embargo, en boca de Jesús la palabra adquiere una nueva profundidad. Es propio de su naturaleza específica el ver a Dios, el estar cara a cara delante de El, en un continuo intercambio interior con El, viviendo su existencia como Hijo. Así la expresión adquiere un valor profundamente cristológico. Veremos a Dios cuando entremos en los mismos «sentimientos de Cristo» (Flp 2,5). La purificación del corazón se produce al seguir a Cristo, al ser uno con El. «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Y aquí surge algo nuevo: el ascenso a Dios se produce precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que capacita al hombre para percibir y ver a Dios. En Jesucristo Dios mismo se manifiesta en ese descenso: «El cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos... se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó.» (Flp 2, 6-9). Estas palabras marcan un cambio decisivo en la historia de la mística. Muestran la novedad de la mística cristiana, que procede de la novedad de la revelación en Cristo Jesús. Dios desciende hasta la muerte en la cruz. Y precisamente así se revela en su verdadero carácter divino. El ascenso a Dios se produce cuando se le acompaña en ese descenso. La liturgia de entrada en el santuario del Salmo 24 adquiere así un nuevo significado: el corazón puro es el corazón que ama, que entra en comunión de servicio y de obediencia con Jesucristo. El amor es el fuego que purifica y une razón, voluntad y sentimiento, que unifica al hombre en sí mismo gracias a la acción unificadora de Dios, de forma que se convierte en siervo de la unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la morada de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente ser bienaventurado. Tras este intento de profundizar algo más en la visión interior de las Bienaventuranzas —no tratamos aquí el tema de los «misericordiosos» del que nos ocuparemos en el contexto de la parábola del buen samaritano— hemos de plantearnos todavía brevemente un par de preguntas más con el fin de entender el conjunto. 
En Lucas, tras las Bienaventuranzas siguen cuatro invectivas: «Ay de vosotros, los ricos... Ay de vosotros, los que estáis saciados... Ay de los que ahora reís... Ay si todo el mundo habla bien de vosotros...»(Lc 6,24-26). Estas palabras nos asustan. ¿Qué debemos pensar? En primer lugar, se puede constatar que de esta manera Jesús sigue el esquema que encontramos también en Jeremías 17 y en el Salmo 1: a la descripción del recto camino, que lleva al hombre a la salvación, se contrapone la señal de peligro que desenmascara las promesas y ofertas falsas, con el fin de evitar que el hombre tome un camino que le llevaría fatalmente a un precipicio mortal. Esto mismo lo volveremos a encontrar en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Quien comprende correctamente los signos de esperanza que se nos ofrecen en las Bienaventuranzas, reconoce aquí fácilmente las actitudes contrarias que atan al hombre a lo aparente, lo provisional, y que llevándolo a la pérdida de su grandeza y profundidad, y con esto a la pérdida de Dios y del prójimo, lo encaminan a la ruina. De esta manera, sin embargo, se hace comprensible también la verdadera intención de estas señales de peligro: las invectivas no son condenas, no son expresión de odio, envidia o enemistad. No se trata de una condena, sino de una advertencia que quiere salvar. Pero ahora se plantea la cuestión fundamental: ¿es correcta la orientación que el Señor nos da en las Bienaventuranzas y en las advertencias contrarias? ¿Es realmente malo ser rico, estar satisfecho, reír, que hablen bien de nosotros? Friedrich Nietzsche se apoyó precisamente en este punto para su iracunda crítica al cristianismo. No sería la doctrina cristiana lo que habría que criticar: se debería censurar la moral del cristianismo como un «crimen capital contra la vida». Y con «moral del cristianismo» quería referirse exactamente al camino que nos señala el Sermón de la Montaña. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 45 «¿Cuál había sido hasta hoy el mayor pecado sobre la tierra? ¿No había sido quizás la palabra de quien dijo: "Ay de los que ríen"?». Y contra las promesas de Cristo dice: no queremos en absoluto el reino de los cielos. «Nosotros hemos llegado a ser hombres, y por tanto queremos el reino de la tierra». La visión del Sermón de la Montaña aparece como una religión del resentimiento, como la envidia de los cobardes e incapaces, que no están a la altura de la vida, y quieren vengarse con las Bienaventuranzas, exaltando su fracaso e injuriando a los fuertes, a los que tienen éxito, a los que son afortunados. A la amplitud de miras de Jesús se le opone una concentración angosta en las realidades de aquí abajo, la voluntad de aprovechar ahora el mundo y lo que la vida ofrece, de buscar el cielo aquí abajo y no dejarse inhibir por ningún tipo de escrúpulo. Muchas de estas ideas han penetrado en la conciencia moderna y determinan en gran medida el modo actual de ver la vida. De esta manera, el Sermón de la Montaña plantea la cuestión de la opción de fondo del cristianismo, y como hijos de este tiempo sentimos la resistencia interior contra esta opción, aunque a pesar de todo nos haga mella el elogio de los mansos, de los compasivos, de quienes trabajan por la paz, de las personas íntegras. Después de las experiencias de los regímenes totalitarios, del modo brutal en que han pisoteado a los hombres, humillado, avasallado, golpeado a los débiles, comprendemos también de nuevo a los que tienen hambre y sed de justicia; redescubrimos el alma de los afligidos y su derecho a ser consolados. Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammón que destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos una gran parte del mundo. Sí, las Bienaventuranzas se oponen a nuestro gusto espontáneo por la vida, a nuestra hambre y sed de vida. Exigen «conversión», un cambio de marcha interior respecto a la dirección que tomaríamos espontáneamente. Pero esta conversión saca a la luz lo que es puro y más elevado, dispone nuestra existencia de manera correcta. El mundo griego, cuya alegría de vivir se refleja tan maravillosamente en las epopeyas de Homero, sabía muy bien que el verdadero pecado del hombre, su mayor peligro, es la hybris, la arrogante autosuficiencia con la que el hombre se erige en divinidad: quiere ser él mismo su propio dios, para ser dueño absoluto de su vida y sacar provecho así de todo lo que ella le puede ofrecer. Esta conciencia de que la verdadera amenaza para el hombre es la conciencia de autosuficiencia de la que se ufana, que en principio parece tan evidente, se desarrolla con toda profundidad en el Sermón de la Montaña a partir de la figura de Cristo. Hemos visto que el Sermón de la Montaña es una cristología encubierta. Tras ella está la figura de Cristo, de ese hombre que es Dios, pero que precisamente por eso desciende, se despoja de su grandeza hasta la muerte en la cruz. 
Los santos, desde Pablo hasta la madre Teresa pasando por Francisco de Asís, han vivido esta opción y con ello nos han mostrado la imagen correcta del hombre y de su felicidad. En una palabra: la verdadera «moral» del cristianismo es el amor. Y éste, obviamente, se opone al egoísmo; es un salir de uno mismo, pero es precisamente de este modo como el hombre se encuentra consigo mismo. Frente al tentador brillo de la imagen del hombre que da Nietzsche, este camino parece en principio miserable, incluso poco razonable. Pero es el verdadero «camino de alta montaña» de la vida; sólo por la vía del amor, cuyas sendas se describen en el Sermón de la Montaña, se descubre la riqueza de la vida, la grandiosidad de la vocación del hombre. 

LA TORÁ DEL MESÍAS
2. LA TORÁ DEL MESÍAS

 Se ha dicho - pero yo os digo Del Mesías se esperaba que trajera una nueva Torá, su Torá. Es posible que Pablo aluda precisamente a esto cuando en la Carta a los Gálatas habla de la «ley de Cristo» (6, 2): su apasionada y gran defensa de la libertad de la Ley culmina en el quinto capítulo con las palabras siguientes: «Para que seamos libres nos ha liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo al yugo de la esclavitud» (5, ls). Pero luego, cuando en 5, 13, repite de nuevo la idea «Habéis sido llamados a la libertad», añade: «Pero no toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desordenados, antes P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 46 bien, haceos esclavos los unos de los otros por amor». Y entonces explica qué es la libertad: es libertad para el bien, libertad que se deja guiar por el espíritu de Dios, y es precisamente dejándose guiar por el espíritu de Dios como se encuentra la forma de liberarse de la Ley. Inmediatamente después Pablo nos explica el contenido de la libertad del Espíritu y lo que es incompatible con ella. La «ley de Cristo» es la libertad: ésa es la paradoja del mensaje de la Carta a los Gálatas. Esa libertad, por tanto, tiene un contenido, una orientación, y por ello está en contradicción con todo lo que aparentemente libera al hombre, mientras que en realidad lo esclaviza. 
La «Torá del Mesías» es totalmente nueva, diferente, pero precisamente por eso «da cumplimiento» a la Torá de Moisés. La mayor parte del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 17-7, 27) está dedicada al mismo tema: tras una introducción programática, que son las Bienaventuranzas, nos presenta, por así decirlo, la Torá del Mesías. También si tenemos en cuenta los destinatarios y los propósitos, hay una analogía con la Carta a los Gálatas: Pablo escribe a judeocristianos que habían comenzado a dudar sobre si no sería una obligación seguir observando toda la Torá, tal como ésta se había comprendido hasta entonces. Esta incertidumbre se refería sobre todo a la circuncisión, a los preceptos sobre los alimentos, a todo lo concerniente a la purificación y a la forma de observar el sábado. Pablo ve en esto un retroceso respecto a la novedad mesiánica, con el cual se pierde lo fundamental del cambio que se ha producido: la universalización del pueblo de Dios, en virtud de la cual Israel puede abarcar ahora a todos los pueblos del mundo y el Dios de Israel ha sido llevado realmente —según las promesas— a todos los pueblos, se manifiesta como el Dios de todos ellos, como el único Dios. Ya no es decisiva la «carne» —la descendencia física de Abraham—, sino el «espíritu»: el participar en la herencia de fe y de vida de Israel mediante la comunión con Jesucristo, el cual «espiritualiza» la Ley convirtiéndola así en camino de vida abierto a todos. En el Sermón de la Montaña Jesús habla a su pueblo, a Israel, en cuanto primer portador de la promesa. Pero al entregarle la nueva Torá lo amplía, de modo que ahora, tanto de Israel como de los demás pueblos, pueda nacer una nueva gran familia de Dios. Mateo escribió su Evangelio para judeocristianos y pensando en el mundo judío, para dar nuevo vigor al gran impulso que había llegado con Jesús. A través de su Evangelio, Jesús habla de modo nuevo y de continuo a Israel. En el momento histórico de Mateo, habla muy especialmente a los judeocristianos, que reconocen así la novedad y la continuidad de la historia de Dios con la humanidad, comenzada con Abraham, y del cambio profundo introducido en ella por Jesús; así deben encontrar el camino de la vida. Pero, ¿cómo es esa Torá del Mesías? Al comienzo, y como encabezamiento y clave de interpretación, nos encontramos, por así decirlo, con unas palabras siempre sorprendentes y que aclaran de modo inequívoco la fidelidad de Dios a sí mismo y la lealtad de Jesús a la fe de Israel: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (Mi 5, 17-19). No se trata de abolir, sino de llevar a cumplimiento, y este cumplimiento exige algo más y no algo menos de justicia, como Jesús dice a continuación: «Os lo aseguro: si no sois mejores que los letrados y los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (5, 20). ¿Se trata, pues, tan sólo de un mayor rigorismo en la obediencia de la Ley? ¿Qué es si no esta justicia mayor? Si al comienzo de la «relecture» —de la nueva lectura de partes esenciales de la Torá— se pone el acento en la máxima fidelidad, en la continuidad inquebrantable, al seguir leyendo llama la atención que Jesús presenta la relación de la Torá de Moisés con la Torá del Mesías mediante una serie de antítesis: a los antiguos se les ha dicho, pero yo os digo. El Yo de Jesús destaca de un modo como ningún maestro de la Ley se lo puede permitir. La multitud lo nota; Mateo nos dice claramente que el pueblo «estaba espantado» de su forma de enseñar. No enseñaba como lo hacen los rabinos, sino como alguien que tiene «autoridad» (7, 28; cf. Mc 1, 22; Lc 4, 32). Naturalmente, con estas expresiones no se hace referencia a la calidad retórica de las palabras de Jesús, sino a la reivindicación evidente de estar al mismo nivel que el Legislador, a la misma altura que Dios. El «espanto» (término que normalmente se ha suavizado P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 47 traduciéndolo por «asombro») es precisamente el miedo ante una persona que se atreve a hablar con la autoridad de Dios. De esta manera, o bien atenta contra la majestad de Dios, lo que sería terrible, o bien —lo que parece prácticamente inconcebible— está realmente a la misma altura de Dios. ¿Cómo debemos entender entonces esta Torá del Mesías? ¿Qué camino nos indica? ¿Qué nos dice sobre Jesús, sobre Israel, sobre la Iglesia, sobre nosotros mismos y a nosotros mismos? En la búsqueda de una respuesta a estas preguntas me ha sido de gran ayuda el libro ya citado del erudito judío Jacob Neusner: A Rabbi talks with jesús [Un rabino habla con Jesús]. Neusner, judío observante y rabino, creció siendo amigo de cristianos católicos y evangélicos, enseña junto a teólogos cristianos en la Universidad y siente un profundo respeto por la fe de sus colegas cristianos, aunque por supuesto está totalmente convencido de la validez de la interpretación judía de las Sagradas Escrituras. Su profundo respeto hacia la fe cristiana y su fidelidad al judaísmo le han llevado a buscar el diálogo con Jesús. En este libro, el autor se mezcla con el grupo de los discípulos en el «monte» de Galilea. Escucha a Jesús, compara sus palabras con las del Antiguo Testamento y con las tradiciones rabínicas fijadas en la Misná y el Talmud. Ve en estas obras la presencia de tradiciones orales que se remontan a los comienzos y que le dan la clave para interpretar la Torá. Escucha, compara y habla con el mismo Jesús. Está emocionado por la grandeza y la pureza de sus palabras pero, al mismo tiempo, inquieto ante esa incompatibilidad que en definitiva encuentra en el núcleo del Sermón de la Montaña. Luego acompaña a Jesús en su camino hacia Jerusalén, se percata de que en sus palabras vuelve a aparecer el mismo tema y que va poco a poco desarrollándolo. Intenta continuamente comprender, continuamente le conmueve la grandeza de Jesús, y vuelve siempre a hablar con El. Pero al final decide no seguirle. Permanece fiel a lo que él llama el «Israel eterno» (p. 143). El diálogo del rabino con Jesús muestra cómo la fe en la palabra de Dios que se encuentra en las Sagradas Escrituras resulta actual en todos los tiempos: a través de la Escritura el rabino puede penetrar en el hoy de Jesús y, a partir de la Escritura Jesús llega a nuestro hoy. Este diálogo se produce con gran sinceridad y deja ver toda la dureza de las diferencias; pero también transcurre en un clima de gran amor: el rabino acepta que el mensaje de Jesús es otro y se despide con una separación que no conoce el odio y, no obstante todo el rigor de la verdad, tiene presente siempre la fuerza conciliadora del amor. . Intentemos retomar lo esencial de esta conversación para comprender mejor a Jesús y entender más a fondo a nuestros hermanos judíos. El punto central se ve claramente —a mi parecer— en una de las escenas más impresionantes que Neusner imagina en su libro. En su diálogo interior, Neusner había seguido todo el día a Jesús; por fin se retira a orar y a estudiar la Torá con los judíos de una pequeña ciudad, para después comentar lo escuchado con el rabino de allí, siempre en la idea de la contemporaneidad a través de los siglos. El rabino toma una cita del Talmud babilónico: «El rabino Simlaj expuso: 613 (prescripciones) fueron dadas a Moisés; 365 prohibiciones corresponden a los días del año solar, y 248 preceptos corresponden a las partes del cuerpo humano. Entonces vino David y los redujo a 11... Luego vino Isaías y los redujo a 6... Luego vino Isaías de nuevo y los redujo a dos... Más aún: vino luego Habacuc y los redujo a uno sólo, pues se dice: "El justo vivirá por su fe" (Ha 2, 4)» (p. 95s). En el libro de Neusner se incluye a continuación la siguiente conversación: «"¿Y así —pregunta el maestro— es esto todo lo que ha dicho el sabio Jesús?". Yo: "No exactamente, pero aproximadamente sí". El: "¿Qué ha dejado fuera?". Yo: "Nada". Él: "¿Qué ha añadido?". Yo: "A sí mismo"» (p. 96). Éste es el núcleo del «espanto» del judío observante Neusner ante el mensaje de Jesús, y el motivo central por el que no quiere seguir a Jesús y permanece fiel al «Israel eterno»: la centralidad del Yo de Jesús en su mensaje, que da a todo una nueva orientación. Neusner, como prueba de esta «añadidura», cita aquí las palabras de Jesús al joven rico: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y sígueme» (cf. Mt 19, 21; p. 97). La perfección, el ser santo como lo es Dios, exigida por la Torá (cf. Lv 19, 2; 11, 44), consiste ahora en seguir a Jesús. Neusner, con gran respeto y temor, se limita a tratar esta misteriosa equiparación de Jesús con Dios como se refleja en las palabras del Sermón de la Montaña, pero sus análisis muestran que éste es el punto P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 48 en el que el mensaje de Jesús se diferencia fundamentalmente de la fe del «Israel eterno». Lo hace a partir de tres preceptos esenciales, examinando el comportamiento de Jesús respecto a ellos: el cuarto mandamiento, el amor a los padres; el tercer mandamiento, la observancia del sábado; y, por último, el precepto de ser santo del que ya hemos hablado. Llega así a la conclusión, para él inquietante, de que evidentemente Jesús no quiere que se sigan estos tres preceptos fundamentales de Dios, sino que se le siga a El. La disputa sobre el sábado Sigamos el diálogo de Neusner, el judío creyente, con Jesús y comencemos con el sábado, cuya observancia escrupulosa es para Israel la expresión central de su existencia como vida en la Alianza con Dios. Incluso quien lee los Evangelios superficialmente sabe que el debate sobre lo que es o no propio del sábado está en el centro del contraste de Jesús con el pueblo de Israel de su tiempo. La interpretación habitual dice que Jesús acabó con una práctica legalista restrictiva introduciendo en su lugar una visión más generosa y liberal, que abría las puertas a una forma de actuar razonable, adaptada a cada situación. Como prueba se utiliza la frase: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27), y que muestra una visión antropocéntrica de toda la realidad, de la cual resultaría obvia una interpretación «liberal» de los mandamientos. Así, precisamente del conflicto en torno al sábado, se ha sacado la imagen del Jesús liberal. Su crítica al judaísmo de su tiempo sería la crítica del hombre de sentimientos liberales y razonables a un legalísmo anquilosado, en el fondo hipócrita, que degradaba la religión a un sistema servil de preceptos a fin de cuentas poco razonables, que serían un impedimento para el desarrollo de la actuación del hombre y de su libertad. Es obvio que una concepción semejante no podía generar una imagen muy atrayente del judaísmo; sin embargo, la crítica moderna —a partir de la Reforma— ha visto representado en el catolicismo este elemento «judío», así concebido. En cualquier caso, aquí se plantea la cuestión de Jesús —quién era realmente y qué es lo que de verdad quería— y también toda la cuestión sobre judaísmo y el cristianismo: ¿fue Jesús en realidad un rabino liberal, un precursor del liberalismo cristiano? ¿Es el Cristo de la fe y, por consiguiente, toda la fe de la Iglesia, un gran error? Con sorprendente rapidez, Neusner deja a un lado este tipo de interpretación; puede hacerlo porque pone al descubierto de un modo convincente el verdadero punto central de la controversia. 


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Con respecto a la discusión con los discípulos que arrancaban las espigas tan sólo afirma: «Lo que me inquieta no es que los discípulos incumplan el precepto de respetar el sábado. Eso sería irrelevante y pasaría por alto el núcleo de la cuestión» (p. 69). Sin duda, cuando leemos la controversia sobre las curaciones en el sábado, y los relatos sobre el dolor lleno de indignación del Señor por la dureza de corazón de los partidarios de la interpretación dominante del sábado, podemos ver que en estos conflictos están en juego las preguntas más profundas sobre el hombre y el modo correcto de honrar a Dios. 

Por tanto, tampoco este aspecto del conflicto es algo simplemente «trivial». Pero Neusner tiene razón cuando ve el núcleo de la controversia en la respuesta de Jesús a quien le reprochaba que los discípulos recogieran las espigas en sábado. Jesús defiende el modo con el cual sus discípulos sacian su hambre, primero con la referencia a David, que con sus compañeros comió en la casa del Señor los panes de la ofrenda «que ni a él ni a los suyos les estaba permitido comer, sino sólo a los sacerdotes». Luego añade: «¿Y no habéis leído en la Ley que los sacerdotes pueden violar el sábado en el templo sin incurrir en culpa? Pues os digo que aquí hay uno que es más grande que el templo. Si comprendierais lo que significa "quiero misericordia y no sacrificio"   no condenaríais a los que no tienen culpa. Porque el hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12, 4-8). 

Neusner añade: «Él [Jesús] y sus discípulos pueden hacer en sábado lo que hacen, porque se han puesto en el lugar de los sacerdotes en el templo: el lugar sagrado se ha trasladado. Ahora está en el círculo del maestro con sus discípulos» (p. 68s). 

Aquí nos tenemos que detener un momento para ver lo que significaba el sábado para Israel y entender así lo que está en juego en esta disputa. En el relato de la creación, se dice que Dios descansó el séptimo día. «En ese día celebramos la creación», deduce Neusner con razón (p. 59). Y continúa: «No trabajar en sábado significa algo más que cumplir escrupulosamente un rito. Es un modo de imitar a Dios» (p. 60). 

Por tanto, del sábado forma parte no sólo el aspecto negativo de no realizar actividades externas, sino también lo positivo del «descanso», que implica además una dimensión espacial: «Para respetar el sábado hay que quedarse en casa

No basta con abstenerse de realizar cualquier tipo de trabajo, también hay que descansar, restablecer en un día de la semana el círculo de la familia y el hogar, cada uno en su casa y en su sitio» (p. 66). 

El sábado no es sólo un asunto de religiosidad individual, sino el núcleo de un orden social: «Ese día convierte al Israel eterno en lo que es, en el pueblo que, al igual que Dios después de la creación, descansa al séptimo día de su creación» (p. 59). 

Aquí podríamos reflexionar sobre lo saludable que sería también para nuestra sociedad actual que las familias pasaran un día juntas, que la casa se convirtiera en hogar y realización de la comunión en el descanso de Dios. 

Pero dejemos esta idea de momento y sigamos en el diálogo entre Jesús e Israel, que es también inevitablemente un diálogo entre Jesús y nosotros, así como nuestro diálogo con el pueblo judío de hoy. El tema del «descanso» como elemento constitutivo del sábado permite a Neusner ponerse en relación con el grito de júbilo de Jesús, que en el Evangelio de Mateo precede a la narración de la recogida de espigas por parte de los discípulos. Es el llamado grito de júbilo mesiánico, que comienza: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla...»(Mt 11,25 -3 0). 

En nuestra interpretación habitual, éstos aparecen como dos textos evangélicos muy diferentes entre sí: uno habla de la divinidad de Jesús, el otro de la disputa en torno al sábado. Neusner deja claro que ambos textos están estrechamente relacionados, pues en los dos casos se trata del misterio de Jesús, del «Hijo del hombre», del «Hijo» por excelencia. Las frases inmediatamente precedentes a la narración sobre el sábado son: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). 

Generalmente estas palabras son interpretadas desde la idea del Jesús liberal, es decir, desde un punto de vista moralista: la interpretación liberal de la Ley que hace Jesús facilita la vida frente al «legalismo judío». Sin embargo, en la práctica, esta lectura no resulta muy convincente, pues seguir a Jesús no resulta cómodo, y además Jesús nunca dijo nada parecido. ¿Pero entonces qué? Neusner nos muestra que no se trata de una forma de moralismo, sino de un texto de alto contenido teológico, o digámoslo con mayor exactitud, de un texto cristológico

A través del tema del descanso, y el que está relacionado con el de la fatiga y la opresión, el texto se conecta con la cuestión del sábado. El descanso del que se trata ahora tiene que ver con Jesús. Las enseñanzas de Jesús sobre el sábado aparecen ahora en perfecta consonancia con este grito de júbilo y con las palabras del Hijo del hombre como señor del sábado

Neusner resume del siguiente modo el contenido de toda la cuestión: «Mi yugo es ligero, yo os doy descanso. El Hijo del hombre es el verdadero señor del sábado. Pues el Hijo del hombre es ahora el sábado de Israel; es nuestro modo de comportarnos como Dios» (p. 72). 

Ahora Neusner puede decir con más claridad que antes: «¡No es de extrañar, por tanto, que el Hijo del hombre sea señor del sábado! No es porque haya interpretado de un modo liberal las restricciones del sábado... Jesús no fue simplemente un rabino reformador que quería hacer la vida "más fácil" a los hombres... No, aquí no se trata de aligerar una carga... Está en juego la reivindicación de autoridad por parte de Jesús.»(p. 71). 

«Ahora Jesús está en la montaña y ocupa el lugar de la Torá» (p. 73). El diálogo del judío observante con Jesús llega aquí al punto decisivo. Ahora, desde su exquisito respeto, el rabino no pregunta directamente a Jesús, sino que se dirige al discípulo de Jesús: «"¿Es realmente cierto que tu maestro, el Hijo del hombre, es el señor del sábado?". 

Y como lo hacía antes, vuelvo a preguntar: "Tu maestro ¿es Dios?"» (p. 74). Con ello se pone al descubierto el auténtico núcleo del conflicto. Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona. 

El grandioso Prólogo del Evangelio de Juan —«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios»— no dice otra cosa que lo que dice el Jesús del Sermón de la Montaña y el Jesús de los Evangelios sinópticos. 

El Jesús del cuarto  Evangelio y el Jesús de los Evangelios sinópticos es la misma e idéntica persona: el verdadero Jesús «histórico». El núcleo de las disputas sobre el sábado es la cuestión sobre el Hijo del hombre, la cuestión referente a Jesucristo mismo. 


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Volvemos a ver cuánto se equivocaban Harnack y la exégesis liberal que le siguió con la idea de que en el Evangelio de Jesús no tiene cabida el Hijo, no tiene cabida Cristo: en realidad, Él es siempre su centro. 

Pero ahora tenemos que fijarnos en otro aspecto de la cuestión que encontraremos más claramente al tratar el cuarto mandamiento: lo que al rabino Neusner le inquieta del mensaje de Jesús sobre el sábado no es sólo la centralidad de Jesús mismo; la expone claramente pero, con todo, no es eso lo que objeta, sino sus consecuencias para la vida concreta de Israel: el sábado pierde su gran función social. Es uno de los elementos primordiales que mantienen unido al pueblo de Israel como tal. 

El hacer de Jesús el centro rompe esta estructura sacra y pone en peligro un elemento esencial para la cohesión del pueblo. La reivindicación de Jesús comporta que la comunidad de los discípulos de Jesús es el nuevo Israel. ¿Acaso no debe inquietar esto a quien lleva en el corazón al «Israel eterno»? 

También se encuentra relacionada con la cuestión sobre la pretensión de Jesús de ser Él mismo la Torá y el templo en persona, el tema de Israel, la cuestión de la comunidad viva del pueblo, en el cual se realiza la palabra de Dios. 

Neusner ha destacado precisamente este segundo aspecto en la parte más extensa de su libro, como veremos a continuación. Ahora se plantea también para el cristiano la siguiente cuestión: ¿era justo poner en peligro la gran función social del sábado, romper el orden sacro de Israel en favor de una comunidad de discípulos que sólo se pueden definir, por así decirlo, a partir de la figura de Jesús? 

Esta cuestión se podría y se puede aclarar sólo en la comunidad de discípulos que se ha ido formando: la Iglesia. Pero no podemos seguir aquí su desarrollo. La resurrección de Jesús «el primer día de la semana» hizo que, para los cristianos, ese «primer día» —el comienzo de la creación— se convirtiera en el «día del Señor», en el cual confluyeron por sí mismos —mediante la comunión de la mesa con Jesús— los elementos esenciales del sábado veterotes - tamentario. 

Que en el curso de este proceso la Iglesia haya asumido así de modo nuevo la función social del sábado —orientada siempre al «Hijo del hombre»— se vio claramente cuando Constantino, en su reforma jurídica de inspiración cristiana, asoció también a este día algunas libertades para los esclavos e introdujo así en el sistema legal basado en principios cristianos el día del Señor como el día de la libertad y el descanso. 

A mí me parece sumamente preocupante que los modernos liturgistas quieran dejar de nuevo a un lado esta función social del domingo, que está en continuidad con la Torá de Israel, considerándola una desviación de Constantino. Pero aquí se plantea todo el problema de las relaciones entre fe y orden social, entre fe y política. A esto prestaremos atención en el próximo parágrafo. El cuarto mandamiento: la familia, el pueblo y la comunidad de los discípulos de Jesus


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El cuarto mandamiento
El cuarto mandamiento: 

la familia, el pueblo y la comunidad de los discípulos de Jesús «Honra a tu padre y a tu madre: así se prolongarán tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar». Así reza el cuarto mandamiento en la versión del Libro del Éxodo (20, 12).

 El precepto va dirigido a los hijos y habla de los padres; refuerza, por tanto, la relación entre generaciones y la comunión de la familia como un orden querido y protegido por Dios. Habla del país y de la continuidad de la vida en el país, es decir, establece una relación estrecha entre el país, como espacio vital del pueblo, y el orden fundamental de la familia, y vincula la existencia de pueblo y de país a la comunión de generaciones que se crea en la estructura familiar. 

Tiene razón el rabino Neusner cuando ve en este mandamiento el núcleo más íntimo del orden social, la cohesión del «Israel eterno», esta familia real, viva y presente, de Abraham y Sara, Isaac y Rebeca, Jacob, Lea y Raquel (pp. 42s; 55). Precisamente esta familia de Israel es la que Neusner ye amenazada por el mensaje de Jesús, ve que la primacía de su persona comporta dejar a un lado los fundamentos del orden social: «Rezamos al Dios que conocemos ante todo a través del testimonio de nuestra familia, al Dios de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob, de Lea y de Raquel. 

Para explicar quiénes somos, el Israel eterno, los sabios recurren a la metáfora de la genealogía..., a los lazos de la carne, a la familia como fundamento lógico de la existencia social de Israel» (p. 42). Jesús pone en cuestión precisamente esta relación. Cuando le dicen que su madre y sus hermanos están fuera y quieren hablarle, El responde: «¿"Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?". Y señalando con la mano a los discípulos, dijo: "Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"» (Mt 12, 46-50).

 A la vista de este texto Neusner pregunta: «¿Acaso no me enseña Jesús a violar uno de los dos preceptos que se refieren al orden social?» (cf. p. 43). El reproche es doble: en primer lugar, se trata del aparente individualismo del mensaje de Jesús. Mientras que la Torá presenta un orden social preciso, y le da al pueblo su forma jurídica y social, válida para los tiempos de paz o de guerra, para la política justa y para la vida diaria, nada de eso en cambio encontramos en Jesús. 

El seguir a Jesús no comporta una estructura social que se pueda realizar concretamente en el plano político. A partir del Sermón de la Montaña, se repite siempre con razón, no se puede construir ningún Estado u orden social. Su mensaje parece estar a otro nivel. Se dejan a un lado los ordenamientos de Israel, que han garantizado su existencia a lo largo de milenios y a través de todos los avatares de la historia. 

Esta nueva interpretación del cuarto mandamiento no afecta sólo a la relación padres- hijos, sino a todo el conjunto de la estructura social del pueblo de Israel. Esta subversión en el ámbito social tiene su fundamento y su justificación en la pretensión de Jesús de ser, junto con la comunidad de sus discípulos, origen y centro de un nuevo Israel: estamos de nuevo ante el Yo de Jesús, que habla al mismo nivel que la Torá, al mismo nivel de Dios. 

Ambas esferas —el cambio de la estructura social, es decir, la transformación del «Israel eterno» en una nueva comunidad y la reivindicación de Jesús de ser Dios— están directamente relacionadas entre sí. Neusner no elige el camino fácil para su crítica. Recuerda que también los discípulos de la Torá eran invitados por sus maestros a dejar su casa y su familia, y durante largos periodos de tiempo debían volver la espalda a su mujer y a sus hijos para dedicarse por entero al estudio de la Torá (cf. p. 44).

 «La Torá se pone entonces en el puesto de la genealogía y el maestro de la Torá adquiere un nuevo linaje» (p. 48). Así, la exigencia de Jesús de fundar una nueva familia parece moverse absolutamente en el marco de lo que es posible en las escuelas de la Torá, dentro del «Israel eterno»

Sin embargo, hay una diferencia fundamental. En el caso de Jesús no es la adhesión a la Torá la que, uniendo a todos, forma una nueva familia, sino que se trata de la adhesión a Jesús mismo, a su Torá

En el caso de los rabinos, todos quedan vinculados por las mismas relaciones a un orden social duradero; mediante la sumisión a la Torá, todos permanecen en la igualdad de todo Israel. Así constata Neusner al final: «... ahora me doy cuenta de que lo que Jesús me exige, sólo me lo puede pedir Dios» (p. 53). 

Aparece aquí el mismo resultado al que habíamos llegado antes al analizar el precepto del sábado. El tema cristológico (teológico) y el social están indisolublemente relacionados entre sí. Si Jesús es Dios, tiene el poder y el título para tratar la Torá como Él lo hace. Sólo en este caso puede reinterpretar el ordenamiento mosaico de los mandamientos de Dios de un modo tan radical, como sólo Dios mismo, el Legislador, puede hacerlo. 

Pero entonces se plantea la pregunta: ¿Fue bueno y justo crear una nueva comunidad de discípulos fundada totalmente en El? ¿Era justo dejar de lado el orden social del «Israel eterno» que desde Abraham, Isaac y Jacob se funda sobre los lazos de la carne y existe gracias a ellos, declarándolo —como dirá Pablo— «el Israel según la carne»? ¿Qué sentido se podría reconocer en todo esto? 

hora bien, si leemos la Torá junto con todo el canon del Antiguo Testamento, los Profetas, los Salmos y los Libros Sapienciales, resulta muy claro algo que objetivamente ya se anuncia en la Torá: Israel no existe simplemente para sí mismo, para vivir en las disposiciones «eternas» de la Ley, existe para ser luz de los pueblos: tanto en los Salmos como en los Libros proféticos oímos cada vez con mayor claridad la promesa de que la salvación de Dios llegará a todos los pueblos. 

Oímos cada vez más claramente que el Dios de Israel, que es el mismo único Dios, el verdadero Dios, el creador del cielo y de la tierra, el Dios de todos los pueblos y de todos los hombres, en cuyas manos está su destino, en definitiva que ese Dios no quiere abandonar a los pueblos a su suerte. 

Oímos que todos lo reconocerán, que Egipto y Babilonia —las dos potencias mundiales opuestas a Israel— tenderán la mano a Israel y con él adorarán a un solo Dios. Oímos que caerán las fronteras y que el Dios de Israel será reconocido y adorado por todos los pueblos como su Dios, como el único Dios. 

Precisamente por parte judía, y con buenas razones, se pregunta una y otra vez: ¿Qué es lo que ha traído Jesús vuestro «Mesías»? No ha traído la paz universal ni ha acabado con la miseria en el mundo. Por eso no puede ser el verdadero Mesías del que se esperaba todo esto. 

Entonces, ¿qué ha traído Jesús? Nos hemos encontrado ya antes con esta pregunta y conocemos también la respuesta: ha llevado el Dios de Israel a los pueblos, de forma que ahora todos los pueblos lo invocan a Él y reconocen en las Escrituras de Israel su palabra, la palabra del Dios vivo. 

Ha traído la universalidad, que es la grande y característica promesa para Israel y para el mundo. La universalidad, la fe en el único Dios de Abraham, Isaac y Jacob, acogida en la nueva familia de Jesús que se expande por todos los pueblos superando los lazos carnales de la descendencia: éste es el fruto de la obra de Jesús. 

Esto es lo que le acredita como el «Mesías» y da a la promesa mesiánica una explicación, que se fundamenta en Moisés y los profetas, pero que da también a éstos una apertura completamente nueva. 

El vehículo de esta universalización es la nueva familia, cuya única condición previa es la comunión con Jesús, la comunión en la voluntad de Dios. Pues el Yo de Jesús no es un ego caprichoso que gira en torno a sí mismo. «El que cumple la voluntad de mi padre, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35): 

el Yo de Jesús personifica la comunión de voluntad del Hijo con el Padre. Es un Yo que escucha y obedece. La comunión con El es comunión filial con el Padre, es un decir sí al cuarto mandamiento sobre una nueva base y a un nivel más elevado.
 Es entrar en la familia de los que llaman Padre a Dios y pueden decírselo en el nosotros de quienes con Jesús, y mediante la escucha a Él están unidos a la voluntad del Padre y se encuentran así en el núcleo de esa obediencia a la que tiende la Torá. 

Esta unidad con la voluntad de Dios Padre a través de la comunión con Jesús, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34), abre también ahora una nueva perspectiva a cada una de las disposiciones de la Torá. 

En efecto, la Torá tenía el cometido de dar un ordenamiento jurídico y social concreto a Israel, a este pueblo específico que, por un lado, es un pueblo bien definido, íntimamente unido por la genealogía y la sucesión de generaciones, pero que, por otro lado, es desde el principio y por su misma naturaleza, portador de una promesa universal. 

En la nueva familia de Jesús, a la que más tarde se llamará «Iglesia», estas disposiciones sociales y jurídicas concretas no pueden ser universalmente válidas en su literalidad histórica: ésta fue precisamente la cuestión al comienzo de «la Iglesia de los gentiles» y el objeto de la disputa entre Pablo y los denominados judaizantes.

 Aplicar literalmente el orden social de Israel a los hombres de todos los pueblos habría significado negar de hecho la universalidad de la creciente comunidad de Dios. Pablo lo vio con toda claridad. Ésa no podía ser la Torá del Mesías. 

Y no lo es, como nos lo demuestran el Sermón de la Montaña y todo el diálogo del rabino observante Neusner, que escucha a Jesús con verdadera atención. Aquí se produce un proceso muy importante que ha sido captado en todo su alcance sólo en la edad moderna, aunque poco después se ha entendido también de un modo unilateral y falseado. 

Las formas jurídicas y sociales concretas, los ordenamientos políticos, ya no se fijan literalmente como un derecho sagrado para todos los tiempos y, por tanto, para todos los pueblos. 

Resulta decisiva la fundamental comunión de voluntad con Dios, que se nos da por medio de Jesús. A partir de ella, los hombres y los pueblos son ahora libres de reconocer lo que, en el ordenamiento político y social, se ajusta a esa comunión de voluntad, para que ellos mismos den forma a los ordenamientos jurídicos. 

La ausencia de toda la dimensión social en la predicación de Jesús —una carencia que, desde el punto de vista judío, Neusner critica de manera totalmente comprensible— entraña y al mismo tiempo esconde un proceso que afecta a la historia universal y que, como tal, no se ha producido en ningún otro ámbito cultural: 

los ordenamientos políticos y sociales concretos se liberan de la sacralidad inmediata, de la legislación basada en el derecho divino, y se confían a la libertad del hombre, que a través de Jesús está enraizado en la voluntad del Padre y, a partir de Él, aprende a discernir lo justo y lo bueno. Y así llegamos de nuevo a la Torá del Mesías, a la Carta a los Gálatas: «Habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), no a una libertad ciega y arbitraria, a una «libertad según la carne», como diría Pablo, sino a una libertad iluminada, que tiene su fundamento en la comunión de voluntad con Jesús y, por tanto, con Dios mismo; a una libertad, pues, que partiendo de un nuevo modo de ver edifica precisamente aquello que es la intención más profunda de la Torá, con Jesús la universaliza desde su interior, y así, verdaderamente, la «lleva a su cumplimiento». 

Mientras tanto, sin embargo, esta libertad se ha ido sustrayendo totalmente a la mirada de Dios y a la comunión con Jesús. La libertad para la universalidad y, con ello, la justa laicidad del Estado se ha transformado en algo absolutamente profano —en «laicismo»— cuyos elementos constitutivos parecen ser el olvido de Dios y la búsqueda en exclusiva del éxito. 

Para el cristiano creyente las disposiciones de la Torá siguen siendo un punto decisivo de referencia hacia el que siempre dirige la mirada; para él la búsqueda de la voluntad de Dios en la comunión con Jesús sigue siendo como una señal de orientación para su razón, sin la cual corre siempre el peligro de quedar ofuscado, ciego. Hay todavía otra observación esencial. 



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La universalización de la fe y de la esperanza de Israel, la consiguiente liberación de la letra hacia la nueva comunión con Jesús, está vinculada a la autoridad de Jesús y a su reivindicación como Hijo. Esta liberación pierde su importancia histórica y la base que la sustenta si se interpreta a Jesús simplemente como un rabino reformista liberal. Una interpretación liberal de la Torá sería una opinión meramente personal de un maestro, no podría tener un valor determinante para la historia. Con ello, además, se daría un carácter relativo también a la Torá, a su procedencia de la voluntad de Dios; como fundamento de todo lo que se dice sólo quedaría una autoridad humana: la autoridad de un erudito. De esto no surge una nueva comunidad de fe. El salto a la universalidad, la nueva libertad necesaria para llevarlo a cabo, sólo es posible a través de una mayor obediencia. Sólo puede ser eficaz como fuerza capaz de transformar la historia si la autoridad de esta nueva interpretación no es inferior a la del texto original: ha de ser una autoridad divina. La familia nueva, universal, es el objetivo de la misión de Jesús, pero su autoridad divina —su ser Hijo en la comunión con el Padre— es el presupuesto para que ese salto hacia la novedad y la mayor amplitud sea posible sin traición ni arbitrariedad. Hemos oído que Neusner pregunta a Jesús: ¿Quieres inducirme a que incumpla dos o tres mandamientos de Dios? Si Jesús no habla con la autoridad del Hijo, si su interpretación no es el comienzo de una nueva comunidad fundada en una nueva y libre obediencia, no cabe otra conclusión: en este caso, Jesús induciría a desobedecer el precepto de Dios. Para el cristianismo de todos los tiempos es fundamental tener muy presente la relación entre la superación (Überschreitung) —que no es transgresión (Übertretung)— y el cumplimiento. Neusner critica con determinación, si bien con gran respeto por Jesús —ya lo hemos visto—, la disolución de la familia que ve presente en la exigencia de Jesús de «violar» el cuarto mandamiento; lo mismo vale para la amenaza al sábado, que representa un eje del ordenamiento social de Israel. Ahora bien, Jesús no quiere suprimir la familia ni la finalidad del sábado de acuerdo con la creación, pero tiene que establecer para ambos un espacio nuevo, más amplio. Es cierto que, con su invitación a ser junto a El, a través de la obediencia común al Padre, miembros de una familia nueva, universal, rompe en un primer momento el orden social de Israel. Pero tanto para la Iglesia naciente, como para la Iglesia sucesiva, ha sido esencial desde el principio defender la familia como corazón de todo ordenamiento social, y comprometerse por la puesta en práctica del cuarto mandamiento en toda la extensión de su significado: vemos cómo en la actualidad la lucha de la Iglesia sigue también centrada sobre este punto. Y de la misma manera, se vio también enseguida con claridad que el contenido esencial del sábado debía ser valorado de nuevo en el día del Señor. También la lucha en defensa del domingo es uno de los grandes retos de la Iglesia en el momento actual, caracterizado por tantas disgregaciones del ritmo del tiempo por el que se rige la comunidad. La correcta conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento ha sido y es un elemento constitutivo para la Iglesia: precisamente las palabras del Resucitado dan importancia al hecho de que Jesús sólo puede ser entendido en el contexto de «la Ley y los Profetas» y de que su comunidad sólo puede vivir en este contexto que ha de ser comprendido de modo adecuado. Con respecto a esto, dos peligros P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 54 contrapuestos han amenazado a la Iglesia desde el principio y la amenazarán siempre. Por una parte, un falso legalismo contra el que lucha Pablo y que en toda la historia aparece por desgracia bajo el desafortunado nombre de «judaísmo». Por otro lado, está el rechazo de Moisés y los Profetas, del «Antiguo Testamento», formulado por primera vez por Marción en el siglo II; es una de las grandes tentaciones de la época moderna. No es casual que Harnack, como principal representante de la teología liberal, exigiera que diera cumplimiento finalmente a la herencia de Marción para liberar así al cristianismo del lastre del Antiguo Testamento. También va en esa dirección la tentación, tan extendida hoy en día, de interpretar el Nuevo Testamento de un modo puramente espiritual, privándolo de toda relevancia social y política. Por el contrario, las teologías políticas de todo tipo constituyen la teologización de una única solución política oponiéndose de este modo a la novedad y a la amplitud del mensaje de Jesús. No obstante, sería erróneo considerar estas tendencias como una «judaización» del cristianismo, pues Israel relaciona su obediencia a las disposiciones concretas de orden social de la Torá con la pertenencia a la comunidad genealógica del «Israel eterno» y no la proclama como receta política universal. En síntesis, será bueno para el cristianismo considerar con respeto esa obediencia de Israel para entender así mejor los grandes imperativos del Decálogo, que el cristianismo debe traducir en el ámbito de la familia universal de Dios y que Jesús, como el «nuevo Moisés», nos ha dado. En Él vemos realizada la promesa hecha por Moisés: «El Señor tu Dios suscitará en medio de tus hermanos un profeta como yo.» (Dt 18, 15). 


Compromiso y radicalidad profética
Compromiso y radicalidad profética
Compromiso y radicalidad profética Participando con nuestras reflexiones y argumentaciones en el diálogo del rabino judío con Jesús hemos ido más allá del Sermón de la Montaña acompañando a Jesús en su camino hacia Jerusalén; pero debemos volver a las antítesis del Sermón de la Montaña, en las que Jesús retoma algunas cuestiones pertenecientes al ámbito de la segunda tabla del Decálogo, contraponiendo a las antiguas disposiciones de la Torá una nueva radicalidad de la justicia ante Dios: no sólo no matar, sino salir al encuentro del hermano con el que se está enfrentado para buscar la reconciliación. No más divorcios; no sólo igualdad en el derecho (ojo por ojo, diente por diente), sino dejarse pegar sin devolver el golpe; amar no sólo al prójimo, sino también al enemigo. Lo sublime del ethos que aquí se manifiesta seguirá conmoviendo siempre a hombres de cualquier procedencia, impresionándolos como el culmen de la grandeza moral; pensemos sólo en la simpatía por Jesús del Mahatma Gandhi, basada precisamente en estos textos. Pero todo lo que se ha dicho, ¿es realista? ¿Se debe, más aún, es legítimo actuar realmente así? Ciertos aspectos particulares de cuanto se ha dicho, ¿acaso no destruyen —como alega Neusner— cualquier orden social concreto? ¿Se puede crear así una comunidad, un pueblo? La investigación exegética reciente ha conseguido importantes avances sobre esta cuestión al estudiar minuciosamente la estructura interna de la Torá y los preceptos que contiene. Para nuestra cuestión resulta especialmente importante el análisis del denominado Código de la Alianza de Éxodo 20, 22-23, 19. En este código de leyes pueden distinguirse dos tipos de derecho: el denominado derecho casuístico y el apodíctico. El derecho casuístico comporta normas que regulan cuestiones muy concretas: disposiciones jurídicas sobre la posesión y liberación de esclavos, lesiones físicas producidas por hombres o animales, reparaciones en caso de robo, etc. Aquí no se dan motivaciones teológicas, sino que se establecen sanciones concretas, proporcionadas al daño causado. Estas normas jurídicas constituyen un derecho basado en la praxis y referido a ella, que sirve para la constitución de un ordenamiento social realista y se adapta a las posibilidades concretas de una sociedad en una situación histórica y cultural concreta. En este sentido, es también un derecho históricamente condicionado, sin duda susceptible de crítica e incluso —desde nuestra concepción ética— necesitado frecuentemente de ser sometido a crítica. Más aún, en el ámbito mismo de la legislación veterotestamentaria se ha ido desarrollando ulteriormente: normas más recientes se oponen a otras más antiguas sobre la misma materia. Las disposiciones de este tipo, aun permaneciendo en el contexto fundamental de la fe en el Dios que se revela hablando en el P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 55 Sinaí, no son directamente derecho divino, sino un derecho elaborado a partir del criterio fundamental del derecho divino y que, por ello, es susceptible de ulterior desarrollo y de correcciones. En efecto, un ordenamiento social también puede evolucionar: tiene que adaptarse a distintas situaciones históricas y orientarse a lo que es posible, aunque sin perder de vista el criterio ético como tal, que da al derecho su carácter de derecho. La crítica profética de Isaías, Oseas, Amos, Miqueas, concierne también en cierto sentido —como ha mostrado por ejemplo Olivier Artus— al derecho casuístico que aparece en la Torá, pero que en la práctica se ha convertido en injusto, y en situaciones económicas concretas de Israel ya no sirve para proteger a los pobres, a las viudas y a los huérfanos: una defensa que los profetas consideraban el objetivo más elevado de la legislación proveniente de Dios. Pero esta crítica profética coincide también con algunas partes del Código de la Alianza que son calificadas como «derecho apodíctico» (Ex22,20; 23,9-12). Este derecho apodíctico se pronuncia en nombre de Dios mismo; en él no hay sanciones concretas. «No maltrates ni oprimas al forastero, porque vosotros también fuisteis forasteros en Egipto. No maltrates a la viuda y al huérfano» (Ex 22, 20s). La crítica de los profetas se ha apoyado en estas grandes normas y a partir de ellas ha puesto repetidamente en discusión prácticas jurídicas concretas para hacer valer el núcleo divino esencial del derecho como criterio y línea de orientación de cualquier desarrollo del derecho y de todo orden social. Frank Crüsemann, a quien debemos nociones fundamentales en esta materia, ha dado a las disposiciones del derecho apodíctico el nombre de «metanormas», que representan una instancia crítica frente a las normas del derecho casuístico. La relación entre derecho casuístico y derecho apodíctico podría definirse, según Crüsemann, con el concepto de «reglas» y «principios». Así, dentro de la Torá hay diferentes niveles de autoridad netamente diferenciados; en ella se da — como dice Artus— un diálogo continuo entre normas condicionadas por la historia y metanormas. Estas últimas expresan lo que la Alianza exige permanentemente. La opción fundamental de las metanormas es la garantía que Dios ofrece en favor de los pobres, a los que fácilmente se les priva de sus derechos y que no pueden hacerse justicia por sí mismos. Hay otro aspecto relacionado con todo esto: en la Torá aparece en primer lugar como norma fundamental, de la que todo depende, la proclamación de la fe en el único Dios: sólo Él, YHWH, puede ser adorado. Pero después, en la evolución profética, la responsabilidad por los pobres, las viudas y los huérfanos se eleva cada vez más al mismo rango que la exclusividad de la adoración al único Dios: se funde con la imagen de Dios, la define de un modo concreto. La guía social es una guía teológica, y la guía teológica tiene carácter social. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, y el amor al prójimo adquiere aquí, como percepción de la presencia directa de Dios en los pobres y los débiles, una definición muy práctica. Todo esto es fundamental para entender correctamente el Sermón de la Montaña. En el interior de la Torá misma y después, en el diálogo entre Ley y Profetas, vemos ya la contraposición entre un derecho casuístico susceptible de cambio, que forma a su vez la correspondiente estructura social en cada caso, y los principios esenciales del derecho divino mismo, con los que las normas prácticas deben confrontarse, desarrollarse y corregirse. Jesús no hace nada inaudito o totalmente nuevo cuando contrapone las normas casuísticas prácticas desarrolladas en la Torá a la pura voluntad de Dios como la «mayor justicia» (Mt 5, 20) que cabe esperar de los hijos de Dios. Él retoma la dinámica intrínseca de la misma Torá desarrollada ulteriormente por los profetas y, como el Elegido, como el profeta que se encuentra con Dios mismo «cara a cara» (Dt 18,15), le da su forma radical. Así, se comprende por sí mismo que en estas palabras no se formula un ordenamiento social, pero se da ciertamente a los ordenamientos sociales los criterios fundamentales que, sin embargo, no pueden realizarse plenamente como tales en ningún ordenamiento social. La dinamización de los ordenamientos jurídicos y sociales concretos que Jesús aporta, el arrancarlos del inmediato ámbito divino y trasladar la responsabilidad a una razón capaz de discernir, forma parte de la estructura intrínseca de la Torá misma. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 56 En las antítesis del Sermón de la Montaña Jesús se nos presenta no como un rebelde ni como un liberal, sino como el intérprete profético de la Torá, que Él no suprime, sino que le da cumplimiento, y la cumple precisamente dando a la razón que actúa en la historia el espacio de su responsabilidad. Así, también el cristianismo deberá reelaborar y reformular constantemente los ordenamientos sociales, una «doctrina social cristiana». Ante nuevas situaciones, corregirá lo que se había propuesto anteriormente. En la estructura intrínseca de la Torá, en su evolución a través de la crítica profética y en el mensaje de Jesús que engloba a ambos, ella encuentra al mismo tiempo el espacio para los desarrollos históricos necesarios y la base estable que garantiza la dignidad del hombre a partir de la dignidad de Dios.

CAPITULO 5

5 LA ORACIÓN DEL SEÑOR 

Como hemos visto, el Sermón de la Montaña traza un cuadro completo de la humanidad auténtica. Nos quiere mostrar cómo se llega a ser hombre. Sus ideas fundamentales se podrían resumir en la afirmación: el hombre sólo se puede comprender a partir de Dios, y sólo viviendo en relación con Dios su vida será verdadera. Sin embargo, Dios no es alguien desconocido y lejano. Nos muestra su rostro en Jesús; en su obrar y en su voluntad reconocemos los pensamientos y la voluntad de Dios mismo. Puesto que ser hombre significa esencialmente relación con Dios, está claro que incluye también el hablar con Dios y el escuchar a Dios. Por ello, el Sermón de la Montaña comprende también una enseñanza sobre la oración; el Señor nos dice cómo hemos de orar. En Mateo, la oración del Señor está precedida por una breve catequesis sobre la oración que, ante todo, nos quiere prevenir contra las formas erróneas de rezar. La oración no ha de ser una exhibición ante los hombres; requiere esa discreción que es esencial en una relación de amor. Nos dice la Escritura que Dios se dirige a cada uno llamándolo por su nombre, que ningún otro conoce (cf. Ap 2, 17). El amor de Dios por cada uno de nosotros es totalmente personal y lleva en sí ese misterio de lo que es único y no se puede divulgar ante los hombres. Esta discreción esencial de la oración no excluye la dimensión comunitaria: el mismo Padrenuestro es una oración en primera persona del plural, y sólo entrando a formar parte del «nosotros» de los hijos de Dios podemos traspasar los límites de este mundo y elevarnos hasta Dios. No obstante, este «nosotros» reaviva lo más íntimo de mí persona; al rezar, siempre han de compenetrarse el aspecto exclusivamente personal y el comunitario, como veremos más de cerca en la explicación del Padrenuestro. Así como en la relación entre hombre y mujer existe la esfera totalmente personal, que necesita el abrigo protector de la discreción, pero que en la relación matrimonial y familiar comporta también por su naturaleza una responsabilidad pública, lo mismo sucede en la relación con Dios: el «nosotros» de la comunidad que ora y la dimensión personalísima de lo que sólo se comparte con Dios se compenetran mutuamente. Otra forma equivocada de rezar ante la cual el Señor nos pone en guardia es la palabrería, la verborrea con la que se ahoga el espíritu. Todos nosotros conocemos el peligro de recitar fórmulas resabidas mientras el espíritu parece estar ocupado en otras cosas. Estamos mucho más atentos cuando pedimos algo a Dios aquejados por una pena interior o cuando le agradecemos con corazón jubiloso un bien recibido. Pero lo más importante, por encima de tales situaciones momentáneas, es que la relación con Dios permanezca en el fondo de nuestra alma. Para que esto ocurra, hay que avivar continuamente dicha relación y referir siempre a ella los asuntos de la vida cotidiana. Rezaremos tanto mejor cuanto más profundamente esté enraizada en nuestra alma la orientación hacia Dios. Cuanto más sea ésta el fundamento de nuestra existencia, más seremos hombres de paz. Seremos más capaces de soportar el dolor, de comprender a los demás y de abrirnos a ellos. Esta orientación que impregna toda nuestra conciencia, a la presencia silenciosa de Dios en el fondo de nuestro pensar, meditar y ser, nosotros la llamamos «oración continua». Al fin y al cabo, esto es también lo que queremos decir cuando hablamos de «amor de Dios»; al mismo tiempo, es la condición más profunda y la fuerza motriz del amor al prójimo. Esta oración verdadera, este estar interiormente con Dios de manera silenciosa, necesita un sustento y para ello, sirve la oración que se expresa con palabras, imágenes y pensamientos. Cuanto más presente está Dios en nosotros, más podemos estar verdaderamente con El en la oración vocal. Pero puede decirse también a la inversa: la oración activa hace realidad y profundiza nuestro estar con Dios. Esta oración puede y debe brotar sobre todo de nuestro corazón, de nuestras penas, esperanzas, alegrías, sufrimientos; de la vergüenza por el pecado, así como de la gratitud por el bien, siendo así una oración totalmente personal. Pero nosotros siempre necesitamos también el apoyo de esas plegarias en las que ha tomado forma el encuentro con Dios de toda la Iglesia, y de cada persona dentro de ella. En efecto, sin estas ayudas para la oración, nuestra plegaria personal y nuestra imagen de Dios se hacen subjetivas y terminan por reflejar más a nosotros que al Dios vivo. En las fórmulas de oración que han surgido primero de la fe de Israel y después de la fe de los que oran como miembros de la Iglesia, aprendemos a conocer a Dios y P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 58 a conocernos a nosotros mismos. Son una escuela de oración y, por tanto, un estímulo para cambiar y abrir nuestra vida. San Benito lo formuló en su Regla: «Mens riostra concordet voci nostrae», que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz (Reg., 19, 7). Normalmente, el pensamiento se adelanta a la palabra, busca y conforma la palabra. Pero en la oración de los Salmos, en la oración litúrgica en general, sucede al revés: la palabra, la voz, nos precede, y nuestro espíritu tiene que adaptarse a ella. En efecto, los hombres, por nosotros mismos, no sabemos «pedir lo que nos conviene» (Rm 8, 26): estamos muy distantes de Dios y El es demasiado grande y misterioso para nosotros. Por eso Dios ha venido en nuestra ayuda: Él mismo nos sugiere las palabras para la oración y nos enseña a rezar; con las palabras de oración que nos ha dejado, nos permite ponernos en camino hacia Él, conocerlo poco a poco a través de la oración con los hermanos que nos ha dado y, en definitiva, acercarnos a Él. En Benito, la frase antes citada se refiere directamente a los Salmos, el gran libro de oración del pueblo de Dios en la Antigua y en la Nueva Alianza: éstas son palabras que el Espíritu Santo ha dado a los hombres, son Espíritu de Dios que se ha hecho palabra. De esta manera, rezamos «en el Espíritu», con el Espíritu San to. Naturalmente, esto se puede decir con mayor razón aún del Padrenuestro: san Cipriano dice que, cuando lo rezamos, rezamos a Dios con las palabras que Dios mismo nos ha transmitido. Y añade: cuando recitamos el Padrenuestro se cumple en nosotros la promesa de Jesús respecto a los verdaderos adoradores, a los que adoran al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Cristo, que es la Verdad, nos ha dado estas palabras y en ellas nos da el Espíritu Santo (De dom. or., 2). De esta manera se destaca un elemento propio de la mística cristiana. Esta no es en primer lugar un sumergirse en sí mismo, sino un encuentro con el Espíritu de Dios en la palabra que nos precede, un encuentro con el Hijo y con el Espíritu Santo y, así, un entrar en unión con el Dios vivo, que está siempre tanto en nosotros como por encima de nosotros. . Mientras Mateo introduce el Padrenuestro con una pequeña catequesis sobre la oración en general, en Lucas lo encontramos en otro contexto: en el camino de Jesús hacia Jerusalén. Lucas presenta la oración del Señor con la siguiente observación: «Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar..."» (11, 1). El contexto, pues, es el encuentro con la oración de Jesús, que despierta en los discípulos el deseo de aprender de El cómo se debe orar. Esto es bastante característico de Lucas, que reserva un lugar muy destacado en su Evangelio a la oración de Jesús. Toda la obra de Jesús brota de su oración, es su soporte. Así, acontecimientos esenciales de su vida, en los que se va desvelando poco a poco su misterio, aparecen como acontecimientos de oración. La confesión en la que Pedro reconoce a Jesús como el Mesías de Dios está relacionada con el encuentro con Jesús en oración (cf. Lc 9, 19ss); la transfiguración de Jesús es un acontecimiento de oración (cf. Lc 9, 28s). Resulta significativo, pues, que Lucas ponga el Padrenuestro en relación con la oración personal de Jesús mismo. Él nos hace partícipes de su propia oración, nos introduce en el diálogo interior del Amor trinitario, eleva, por así decirlo, nuestras necesidades humanas hasta el corazón de Dios. Pero esto significa también que las palabras del Padrenuestro indican la vía hacia la oración interior, son orientaciones fundamentales para nuestra existencia, pretenden conformarnos a imagen del Hijo. El significado del Padrenuestro va más allá de la comunicación de palabras para rezar. Quiere formar nuestro ser, quiere ejercitarnos en los mismos sentimientos de Jesús (cf. Flp 2, 5). Para la interpretación del Padrenuestro esto tiene un doble significado. Por un lado, es muy importante escuchar lo más atentamente posible la palabra de Jesús tal como se nos ha transmitido a través de las Escrituras. Debemos intentar descubrir realmente, lo mejor que podamos, lo que Jesús pensaba, lo que nos quería transmitir con esas palabras. Pero debemos tener presente también que el Padrenuestro procede de su oración personal, del diálogo del Hijo con el Padre. Esto quiere decir que tiene una profundidad que va mucho más allá de las palabras. Comprende la existencia humana de todos los tiempos en toda su amplitud y, por tanto, no se puede sopesar con una interpretación meramente histórica, por más importante que sea. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 59 Por su íntima unión con el Señor, los grandes orantes de todos los tiempos han llegado hasta profundidades que están más allá de la palabra, siendo así capaces de desvelar ulteriormente las ocultas riquezas de la oración. Y cada uno de nosotros, en su relación totalmente personal con Dios, puede sentirse acogido y resguardado en esa oración. Ha de ir siempre de nuevo con su mens, con su propio espíritu, al encuentro de la vox, de la palabra que nos llega desde el Hijo, abrirse a ella y dejarse guiar por ella. De este modo se abrirá también su propio corazón y hará conocer a cada uno cómo el Señor desea orar precisamente con él. Mientras Mateo nos ha transmitido el Padrenuestro en la forma con que la Iglesia lo ha aceptado y utilizado en su oración, Lucas nos ha dejado una versión más breve. La discusión sobre cuál sea el texto más original no es superflua, pero tampoco decisiva. Tanto en una como en otra versión oramos con Jesús, y estamos agradecidos de que en la forma de las siete peticiones de Mateo esté más claramente desarrollado lo que en Lucas parece estar sólo bosquejado. Antes de entrar en la explicación de cada parte, veamos brevemente la estructura del Padrenuestro tal como nos lo ha transmitido Mateo. Consta de una invocación inicial y siete peticiones. Tres de éstas se articulan en torno al «Tú» y cuatro en torno al «nosotros». Las tres primeras se refieren a la causa misma de Dios en la tierra; las cuatro siguientes tratan de nuestras esperanzas, necesidades y dificultades. Se podría comparar la relación entre los dos tipos de peticiones del Padrenuestro con la relación entre las dos tablas del Decálogo, que en el fondo son explicaciones de las dos partes del mandamiento principal —el amor a Dios y el amor al prójimo—, palabras clave que nos guían por el camino del amor. De este modo, también en el Padrenuestro se afirma en primer lugar la primacía de Dios, de la que se deriva por sí misma la preocupación por el modo recto de ser hombre. También aquí se trata ante todo del camino del amor, que es al mismo tiempo un camino de conversión. Para que el hombre pueda presentar sus peticiones adecuadamente tiene que estar en la verdad. Y la verdad es: «Primero Dios, el Reino de Dios» (cf. Mt 6, 33). Antes de nada hemos de salir de nosotros mismos y abrirnos a Dios. Nada puede llegar a ser correcto si no estamos en el recto orden con Dios. Por eso, el Padrenuestro comienza con Dios y, a partir de El, nos lleva por los caminos del ser hombres. Finalmente, llegamos hasta la última amenaza con la cual el Maligno acecha al hombre: se nos puede hacer presente la imagen del dragón apocalíptico, que lucha contra los hombres «que guardan los mandatos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12, 17). Pero siempre permanece la invocación inicial: Padrenuestro. Sabemos que Él está con nosotros, que nos lleva de la mano y nos salva. En su libro de Ejercicios espirituales, el padre Hans-Peter Kolvenbach habla de un staretz ortodoxo que insistía en «hacer entonar el Padrenuestro siempre con las últimas palabras, para ser dignos de finalizar la oración con las palabras del comienzo: "Padre nuestro"». De este modo —explicaba el staretz—, se recorre el camino pascual: «Se comienza en el desierto con las tentaciones, se vuelve a Egipto, luego se recorre la vía del éxodo con las estaciones del perdón y del maná de Dios y, gracias a la voluntad de Dios, se llega a la tierra prometida, el Reino de Dios, donde El nos comunica el misterio de su Nombre: «Padre nuestro» (p. 65s). Ojalá que ambos caminos, el ascendente y el descendente, nos recuerden que el Padrenuestro es siempre una oración de Jesús, que se entiende a partir de la comunión con El. Rezamos al Padre celestial, que conocemos a través del Hijo; y así, en el trasfondo de las peticiones aparece siempre Jesús, como veremos al comentarlas en detalle. Por último, dado que el Padrenuestro es una oración de Jesús, se trata de una oración trinitaria: con Cristo mediante el Espíritu Santo oramos al Padre. Padre nuestro, que estás en el cielo Comenzamos con la invocación «Padre». Reinhold Schneider escribe a este propósito en su explicación del Padrenuestro: «El Padrenuestro comienza con un gran consuelo; podemos decir Padre. En una sola palabra como ésta se contiene toda la historia de la redención. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos de Dios» (p. 10). Pero el hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran consuelo de la palabra «padre», P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 60 pues muchas veces la experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida por las deficiencias de los padres. Por eso, a partir de Jesús, lo primero que tenemos que aprender es qué significa precisamente la palabra «padre». En la predicación de Jesús el Padre aparece como fuente de todo bien, como la medida del hombre recto («perfecto»): «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos.» (Mt 5, 44s). El «amor que llega hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1), que el Señor ha consumado en la cruz orando por sus enemigos, nos muestra la naturaleza del Padre: este amor es Él. Puesto que Jesús lo pone en práctica, El es totalmente «Hijo» y, a partir de este criterio, nos invita a que también nosotros seamos «hijos». Veamos otro texto más. El Señor recuerda que los padres no dan una piedra a sus hijos que piden pan, y prosigue: «Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?» (Mt 7, 11). Lucas especifica las «cosas buenas» que da el Padre cuando dice: «... ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?» (Lc 11, 13). Esto quiere decir: el don de Dios es Dios mismo. La «cosa buena» que nos da es Él mismo. En este punto resulta sorprendentemente claro que lo verdaderamente importante en la oración no es esto o aquello, sino que Dios se nos quiere dar. Este es el don de todos los dones, lo «único necesario» (cf. Lc 10,42). La oración es un camino para purificar poco a poco nuestros deseos, corregirlos e ir sabiendo lo que necesitamos de verdad: a Dios y a su Espíritu. Cuando el Señor enseña a conocer la naturaleza de Dios Padre a partir del amor a los enemigos y a encontrar en eso la propia «perfección», para así convertirnos también nosotros en «hijos», entonces resulta perfectamente manifiesta la relación entre Padre e Hijo. Se hace patente que en el espejo de la figura de Jesús reconocemos quién es y cómo es Dios: a través del Hijo encontramos al Padre. «El que me ve a mí, ve al Padre», dice Jesús en el Cenáculo ante la petición de Felipe: «Muéstranos al Padre» (Jn 14, 8s). «Señor, muéstranos al Padre», le decimos constantemente a Jesús, y la respuesta, una y otra vez, es el Hijo: a través de El, sólo a través de Él, aprendemos a conocer al Padre. Y así resulta evidente el criterio de la verdadera paternidad. El Padrenuestro no proyecta una imagen humana en el cielo, sino que nos muestra a partir del cielo —desde Jesús— cómo deberíamos y cómo podemos llegar a ser hombres. Pero ahora debemos observar aún mejor para darnos cuenta de que, según el mensaje de Jesús, el hecho de que Dios sea Padre tiene para nosotros dos dimensiones: por un lado, Dios es ante todo nuestro Padre puesto que es nuestro Creador. Y, si nos ha creado, le pertenecemos: el ser como tal procede de Él y, por ello, es bueno, porque es participación de Dios. Esto vale especialmente para el ser humano. El Salmo 33, 15 dice en su traducción latina: «Él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones». La idea de que Dios ha creado a cada ser humano forma parte de la imagen bíblica del hombre. Cada hombre, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios. Él conoce a cada uno. En este sentido, en virtud de la creación, el ser humano es ya de un modo especial «hijo» de Dios. Dios es su verdadero Padre: que el hombre sea imagen de Dios es otra forma de expresar esta idea. Esto nos lleva a la segunda dimensión de Dios como Padre. Cristo es de modo único «imagen de Dios» (cf. 2 Co 4, 4; Col 1, 15). Basándose en esto, los Padres de la Iglesia dicen que Dios, cuando creó al hombre «a su imagen», estaba prefigurando a Cristo y creó al hombre según la imagen del «nuevo Adán», del Hombre que es la medida de la humanidad. Pero, sobre todo, Jesús es «el Hijo» en sentido propio, es de la misma sustancia del Padre. Nos quiere acoger a todos en su ser hombre y, de este modo, en su ser Hijo, en la total pertenencia a Dios. Así, la filiación se convierte en un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús. La palabra Padre aplicada a Dios comporta un llamamiento para nosotros: a vivir como «hijo» e «hija». «Todo lo mío es tuyo», dice Jesús al Padre en la oración sacerdotal (Jn 17, 10), y lo mismo le dice el padre al hermano mayor en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 31). La palabra «Padre» nos invita a vivir siendo conscientes de esto. Así se supera también el afán de la falsa emancipación que había al comienzo de la historia del pecado de la humanidad. Adán, en efecto, ante las palabras de la serpiente, quería él mismo ser dios y no necesitar más de Dios. Es evidente P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 61 que «ser hijo» no significa dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta la existencia humana y le da sentido y grandeza. Por último queda aún una pregunta: ¿es Dios también madre? Se ha comparado el amor de Dios con el amor de una madre: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66,13). «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). El misterio del amor maternal de Dios aparece reflejado de un modo especialmente conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa «seno materno», pero después se usará para designar el con-padecer de Dios con el hombre, la misericordia de Dios. En el Antiguo Testamento se hace referencia con frecuencia a órganos del cuerpo humano para designar actitudes fundamentales del hombre o sentimientos de Dios, como aún hoy en día se dice «corazón» o «cerebro» para expresar algún aspecto de nuestra existencia. De este modo, el Antiguo Testamento no describe las actitudes fundamentales de la existencia de un modo abstracto, sino con el lenguaje de imágenes tomadas del cuerpo. El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive totalmente custodiada en el seno de la madre. El lenguaje figurado del cuerpo nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia el hombre de un modo más profundo de lo que permitiría cualquier lenguaje conceptual. No obstante, aunque en el lenguaje plasmado a partir del cuerpo el amor de madre se aplique a la imagen de Dios, hay que decir también que nunca, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, se califica o se invoca a Dios como madre. En la Biblia, «Madre» es una imagen, pero no un título para Dios. ¿Por qué? Sólo podemos intentar comprenderlo a tientas. Naturalmente, Dios no es ni hombre ni mujer, sino justamente eso, Dios, el Creador del hombre y de la mujer. Las deidades femeninas que rodeaban al pueblo de Israel y a la Iglesia del Nuevo Testamento mostraban una imagen de la relación entre Dios y el mundo claramente antitética a la imagen de Dios en la Biblia. Contenían siempre, y tal vez inevitablemente, concepciones panteístas, en las que desaparece la diferencia entre Creador y criatura. Partiendo de este presupuesto, la esencia de las cosas y los hombres aparece necesariamente como una emanación del seno materno del Ser que, al entrar en contacto con la dimensión del tiempo, se concreta en la multiplicidad de lo existente. Por el contrario, la imagen del padre era y es más adecuada para expresar la alteridad entre Creador y criatura, la soberanía de su acto creativo. Sólo dejando aparte las deidades femeninas podía el Antiguo Testamento llegar a madurar su imagen de Dios, es decir, la pura trascendencia de Dios. Pero aunque no podemos dar razonamientos absolutamente concluyentes, la norma para nosotros sigue siendo el lenguaje de oración de toda la Biblia, en la que, como hemos dicho, a pesar de las grandes imágenes del amor maternal, «madre» no es un título de Dios, no es un apelativo con el que podamos dirigirnos a Dios. Rezamos como Jesús nos ha enseñado a orar, sobre la base de las Sagradas Escrituras, no como a nosotros se nos ocurra o nos guste. Sólo así oramos de modo correcto. Por último, hemos de ocuparnos aún de la palabra «nuestro». Sólo Jesús podía decir con pleno derecho «Padre mío», porque realmente sólo El es el Hijo unigénito de Dios, de la misma sustancia del Padre. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: «Padre nuestro». Sólo en el «nosotros» de los discípulos podemos llamar «Padre» a Dios, pues sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en «hijos de Dios». Así, la palabra «nuestro» resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro «yo». Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Con la palabra «nosotros» decimos «sí» a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín. A partir de este «nuestro» entendemos también la segunda parte de la invocación: «... que estás en el cielo». Con estas palabras no situamos a Dios Padre en una lejana galaxia, sino que afirmamos que nosotros, aun teniendo padres terrenos diversos, procedemos todos de un único Padre, que es la medida y P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 62 el origen de toda paternidad. «Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra», dice san Pablo (E/3, 14s). Como trasfondo, escuchamos las palabras del Señor: «No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt 23, 9). La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última instancia nuestro ser viene de El; porque El nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo significa, pues, esa otra altura de Dios de la que todos venimos y hacia la que todos debemos encaminarnos. La paternidad «en los cielos» nos remite a ese «nosotros» más grande que supera toda frontera, derriba todos los muros y crea la paz. Santificado sea tu nombre La primera petición del Padrenuestro nos recuerda el segundo mandamiento del Decálogo: «No pronunciaras el nombre del Señor, tu Dios, en falso» (Ex 20, 7; cf. Dt 5,11). Pero, ¿qué es el «nombre de Dios»? Cuando hablamos de ello pensamos en la imagen de Moisés viendo en el desierto una zarza que ardía sin consumirse. En un primer momento, llevado por la curiosidad se acerca para ver ese misterioso fenómeno, pero he aquí que una voz le llama desde la zarza y le dice: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3, 6). Este Dios le manda de vuelta a Egipto con el encargo de sacar de allí al pueblo de Israel y llevarlo a la tierra prometida. Moisés deberá pedir al faraón la liberación de Israel en nombre de Dios. Pero en el mundo de entonces había muchos dioses; así pues, Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que este Dios demuestra su mayor autoridad frente a los otros dioses. En este sentido, la idea del nombre de Dios pertenece en principio al mundo politeísta; en él, este Dios ha de tener también un nombre. Pero el Dios que llama a Moisés es realmente Dios. Dios en sentido propio y verdadero no existe en pluralidad con otros dioses. Dios es, por definición, uno solo. Por eso no puede entrar en el mundo de los dioses como uno de tantos, no puede tener un nombre entre los demás. Así, la respuesta de Dios es al mismo tiempo negación y afirmación. Dice simplemente de sí: «Yo soy el que soy», El es, y basta. Esta afirmación es al mismo tiempo nombre y no-nombre. Por eso, era del todo correcto que en Israel no se pronunciara esta autodefinición de Dios que se percibe en la palabra YHWH, que no la degradaran a una especie de nombre idolátrico. Y por ello no es del todo correcto que en las nuevas traducciones de la Biblia se escriba como un nombre más este nombre, que para Israel es siempre misterioso e impronunciable, rebajando así el misterio de Dios, del que no existen ni imágenes ni nombres pronunciables, al nivel ordinario de una historia genérica de las religiones. No obstante, sigue siendo cierto que Dios no rechazó simplemente la petición de Moisés y, para entender este singular entrelazarse de nombre y no-nombre, hemos de tener claro lo que significa realmente un nombre. Podríamos decir sencillamente: el nombre crea la posibilidad de dirigirse a alguien, de invocarle. Establece una relación. Cuando Adán da nombre a los animales no significa que describa su naturaleza, sino que los incluye en su mundo humano, les da la posibilidad que ser llamados por él. A partir de ahí podemos entender de manera positiva lo que se quiere decir al hablar del nombre de Dios: Dios establece una relación entre El y nosotros. Hace que lo podamos invocar. El entra en relación con nosotros y da la posibilidad de que nosotros nos relacionemos con Él. Pero eso comporta que de algún modo se entrega a nuestro mundo humano. Se ha hecho accesible y, por ello, también vulnerable. Asume el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que llega a su cumplimiento con la encarnación ha comenzado con la entrega del nombre. De hecho, al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús veremos que allí Él se presenta como el nuevo Moisés: «He manifestado tu nombre a los hombres.» (Jn 17, 6). Lo que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. El forma parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos. De esto podemos entender lo que significa la exigencia de santificar el nombre de Dios. Ahora se puede abusar del nombre de Dios y, con ello, manchar a Dios mismo. Podemos apoderarnos del nombre P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 63 de Dios para nuestros fines y desfigurar así la imagen de Dios. Cuanto más se entrega Él en nuestras manos, tanto más podemos oscurecer nosotros su luz; cuanto más cercano sea, tanto más nuestro abuso puede hacerlo irreconocible. Martin Buber dijo en cierta ocasión que, con tanto abuso infame como se ha hecho del nombre de Dios, podríamos perder el valor de pronunciarlo. Pero silenciarlo sería un rechazo todavía mayor del amor que viene a nuestro encuentro. Buber dice entonces que sólo con gran respeto se podrían recoger de nuevo los fragmentos del nombre enfangado e intentar limpiarlos. Pero no podemos hacerlo solos. Únicamente podemos pedirle a Él mismo que no deje que la luz de su nombre se apague en este mundo. Y esta súplica de que sea Él mismo quien tome en sus manos la santificación de su nombre, de que proteja el maravilloso misterio de ser accesible para nosotros y de que, una y otra vez, aparezca en su verdadera identidad librándose de las deformaciones que le causamos, es una súplica que comporta siempre para nosotros un gran examen de conciencia: ¿cómo trato yo el santo nombre de Dios? ¿Mc sitúo con respeto ante el misterio de la zarza que arde, ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la Eucaristía, en la que se entrega totalmente en nuestras manos? ¿Mc preocupo de que la santa cohabitación de Dios con nosotros no lo arrastre a la inmundicia, sino que nos eleve a su pureza y santidad? Venga a nosotros tu reino Al reflexionar sobre esta petición acerca del Reino de Dios, recordaremos lo que hemos considerado antes acerca de la expresión «Reino de Dios». Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde El no está, nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre decae y decae también el mundo. En este sentido, el Señor nos dice: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Con estas palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria. En modo alguno se nos promete un mundo utópico en el caso de que seamos devotos y de algún modo deseosos del Reino de Dios. No se nos presenta automáticamente un mundo que funciona como lo propuso la utopía de la sociedad sin clases, en la que todo debía salir bien sólo porque no existía la propiedad privada. Jesús no nos da recetas tan simples, pero establece —como se ha dicho— una prioridad determinante para todo: «Reino de Dios» quiere decir «soberanía de Dios», y eso significa asumir su voluntad como criterio. Esa voluntad crea justicia, lo que implica que reconocemos a Dios su derecho y en él encontramos el criterio para medir el derecho entre los hombres. El orden de prioridades que Jesús nos indica aquí nos recuerda el relato veterotestamentario de la primera oración de Salomón tras ser entronizado. En él se narra que el Señor se apareció al joven rey en sueños, asegurándole que le concedería lo que le pidiera. ¡Un tema clásico en los sueños de la humanidad! ¿Qué pidió Salomón? «Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el bien y el mal» (1 R 3, 9). Dios lo alaba porque no ha pedido —como hubiera sido más natural— riqueza, bienes, honores o la muerte de sus enemigos, ni siquiera una vida más larga (cf. 2 Cr 1, 11), sino algo verdaderamente esencial: un corazón dócil, la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Y por eso Salomón recibió también todo lo demás como añadidura. Con la petición «venga tu reino» (¡no el nuestro!), el Señor nos quiere llevar precisamente a este modo de orar y de establecer las prioridades de nuestro obrar. Lo primero y esencial es un corazón dócil, para que sea Dios quien reine y no nosotros. El Reino de Dios llega a través del corazón que escucha. Ese es su camino. Y por eso nosotros hemos de rezar siempre. A partir del encuentro con Cristo esta petición asume un valor aún más profundo, se hace aún más concreta. Hemos visto que Jesús es el Reino de Dios en persona; donde El está, está el «Reino de Dios». Así, la petición de un corazón dócil se ha convertido en petición de la comunión con Jesucristo, la petición de que cada vez seamos más «uno» con Él (cf. Ga 3, 28). Es la petición del seguimiento verdadero, que se convierte en comunión y nos hace un solo cuerpo con Él. Reinhold Schneider lo ha expresado de modo penetrante: «La vida en este reino es la continuación de la vida de Cristo en los suyos; en el corazón que ya no es alimentado por la fuerza vital de Cristo se acaba el reino; en el corazón tocado P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 64 y transformado por esa fuerza, comienza... Las raíces del árbol que no se puede arrancar buscan penetrar en cada corazón. El reino es uno; subsiste sólo por el Señor, que es su vida, su fuerza, su centro.» (pp. 31s). Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que «Dios sea todo para todos» (2 Co 15, 28). Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo En las palabras de esta petición aparecen inmediatamente claras dos cosas: existe una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros que debe convertirse en el criterio de nuestro querer y de nuestro ser. Y también: la característica del «cielo» es que allí se cumple indefectiblemente la voluntad de Dios o, con otras palabras, que allí donde se cumple la voluntad de Dios, está el cielo. La esencia del cielo es ser una sola cosa con la voluntad de Dios, la unión entre voluntad y verdad. La tierra se convierte en «cielo» si y en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios, mientras que es solamente «tierra», polo opuesto del cielo, si y en la medida en que se sustrae a la voluntad de Dios. Por eso pedimos que las cosas vayan en la tierra como van en el cielo, que la tierra se convierta en «cielo». Pero, ¿qué significa «voluntad de Dios»? ¿Cómo la reconocemos? ¿Cómo podemos cumplirla? Las Sagradas Escrituras parten del presupuesto de que el hombre, en lo más íntimo, conoce la voluntad de Dios, que hay una comunión de saber con Dios profundamente inscrita en nosotros, que llamamos conciencia (cf. p. ej., Rm 2, 15). Pero las Escrituras saben también que esta comunión en el saber con el Creador, que Él mismo nos ha dado al crearnos «a su imagen», ha sido enterrada en el curso de la historia; que aunque nunca se ha extinguido del todo, ha quedado cubierta de muchos modos; que ha quedado como una débil llama tremulante, con demasiada frecuencia amenazada de ser sofocada bajo las cenizas de todos los prejuicios que han entrado en nosotros. Y por eso Dios nos ha hablado de nuevo en la historia con palabras que nos llegan desde el exterior, ayudando a nuestro conocimiento interior que se había nublado demasiado. El núcleo de estas «clases de apoyo» de la historia, en la revelación bíblica, es el Decálogo del monte Sinaí que, como hemos visto en el Sermón de la Montaña, no queda abolido o convertido en «ley vieja», sino que, ulteriormente desarrollado, resplandece con mayor claridad en toda su profundidad y grandeza. Estas palabras, como hemos visto, no son algo impuesto al hombre desde fuera. Son —en la medida en que somos capaces de percibirlas— la revelación de la naturaleza misma de Dios y, con ello, la explicación de la verdad de nuestro ser: se nos revelan las claves de nuestra existencia, de modo que podamos entenderlas y convertirlas en vida. La voluntad de Dios se deriva del ser de Dios y, por tanto, nos introduce en la verdad de nuestro ser, nos salva de la autodestrucción producida por la mentira. Como nuestro ser proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la voluntad de Dios a pesar de todas las inmundicias que nos lo impiden. Esto es precisamente lo que indicaba el Antiguo Testamento con el concepto de «justo»: vivir de la palabra de Dios y, así, de la voluntad de Dios, entrando progresivamente en sintonía con esta voluntad. Pero cuando Jesús nos habla de la voluntad de Dios y del cielo, en el que se cumple la voluntad de Dios, todo esto tiene que ver con algo central de su misión personal. En el pozo de Jacob dice a los discípulos que le llevan de comer: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4, 34). Eso significa: ser una sola cosa con la voluntad del Padre es la fuente de la vida de Jesús. La unidad de voluntad con el Padre es el núcleo de su ser en absoluto. En la petición del Padrenuestro percibimos en el fondo, sobre todo, la apasionada lucha interior de Jesús durante su diálogo en el monte de los Olivos: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú». «Padre, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad» (Mt 26, 39.42). Sobre esta oración de Jesús, en la que El nos deja mirar en su alma humana y en su hacerse «una» con la voluntad de Dios, tendremos que volver todavía cuando tratemos de la pasión de Jesús. Para el autor de la Carta a los Hebreos, en la lucha interior en el monte de los Olivos se desvela el núcleo del misterio de Jesús (cf. 5,7) y —partiendo de esta mirada sobre el alma de Jesús— interpreta este misterio a la luz del Salmo 40. Lee el Salmo de la siguiente manera: «"No quieres ni aceptas sacrificios ni P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 65 ofrendas, pero me has formado un cuerpo"... Después añade: "Aquí estoy para hacer tu voluntad", como está escrito en mi libro» (Hb 10,5ss; cf. Sal40,7-9). Toda la existencia de Jesús se resume en las palabras: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Sólo así entendemos plenamente la expresión: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió». Si tenemos esto en cuenta, entendemos por qué Jesús mismo es «el cielo» en el sentido más profundo y más auténtico; Él es precisamente en quien, y a través de quien, se cumple plenamente la voluntad de Dios. Mirándole a Él, aprendemos que por nosotros mismos no podemos ser enteramente «justos»: nuestra voluntad nos arrastra continuamente como una fuerza de gravedad lejos de la voluntad de Dios, para convertirnos en mera «tierra». Él, en cambio, nos eleva hacia sí, nos acoge dentro de Él y, en la comunión con Él, aprendemos también la voluntad de Dios. Así, en esta tercera petición del Padrenuestro pedimos en última instancia acercarnos cada vez más a Él, a fin de que la voluntad de Dios prevalezca sobre la fuerza de nuestro egoísmo y nos haga capaces de alcanzar la altura a la que hemos sido llamados. Danos hoy nuestro pan de cada día La cuarta petición del Padrenuestro nos parece la más «humana» de todas: el Señor, que orienta nuestra mirada hacia lo esencial, a lo «único necesario», sabe también de nuestras necesidades terrenales y las tiene en cuenta. Él, que dice a sus Apóstoles: «No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer» (Mt 6, 25), nos invita no obstante a pedir nuestra comida y a transmitir a Dios esta preocupación nuestra. El pan es «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», pero la tierra no da fruto si no recibe desde arriba el sol y la lluvia. Esta combinación de las fuerzas cósmicas que escapa de nuestras manos se contrapone a la tentación de nuestro orgullo, de pensar que podemos darnos la vida por nosotros mismos o sólo con nuestras fuerzas. Este orgullo nos hace violentos y fríos. Termina por destruir la tierra; no puede ser de otro modo, pues contrasta con la verdad, es decir, que los seres humanos estamos llamados a superarnos y que sólo abriéndonos a Dios nos hacemos grandes y libres, llegamos a ser nosotros mismos. Podemos y debemos pedir. Ya lo sabemos: si los padres terrenales dan cosas buenas a los hijos cuando las piden, Dios no nos va a negar los bienes que sólo Él puede dar (cf. Lc 11, 9-13). En su explicación de la oración del Señor, san Cipriano llama la atención sobre dos aspectos importantes de esta petición. Así como en la invocación «Padre nuestro» había subrayado la palabra «nuestro» en todo su alcance, también aquí destaca que se habla de «nuestro» pan. También aquí oramos en la comunión de los discípulos, en la comunión de los hijos de Dios, y por eso nadie puede pensar sólo en sí mismo. De esto se deriva un segundo aspecto: nosotros pedimos nuestro pan, es decir, también el pan de los demás. El que tiene pan abundante está llamado a compartir. San Juan Crisóstomo, en su comentario a la Primera Carta a los Corintios —a propósito del escándalo que daban los cristianos en Corinto—, subraya «que cada pedazo de pan es de algún modo un trozo del pan que es de todos, del pan del mundo». El padre Kolvenbach añade: «¿Cómo puede alguien, invocando al Padre nuestro en la mesa del Señor, y durante la celebración eucarística en su conjunto, eximirse de manifestar su firme voluntad de ayudar a todos los hombres, sus hermanos, a obtener el pan de cada día?» (p. 98). Cuando pedimos «nuestro» pan, el Señor nos dice también: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6, 37). También es importante una segunda observación de Cipriano. El que pide el pan para hoy es pobre. La oración presupone la pobreza de los discípulos. Da por sentado que son personas que a causa de la fe han renunciado al mundo, a sus riquezas y a sus halagos, y ya sólo piden lo necesario para vivir. «Con razón pide el discípulo lo necesario para vivir un solo día, pues le está prohibido preocuparse por el mañana. Para él sería una contradicción querer vivir mucho tiempo en este mundo, pues nosotros pedimos precisamente que el Reino de Dios llegue pronto» (De dom. or., 19). En la Iglesia ha de haber siempre personas que lo abandonan todo para seguir al Señor; personas que confían radicalmente en Dios, en su bondad que nos alimenta; personas que de esta manera ofrecen un testimonio de fe que nos rescata de la frivolidad y de la debilidad de nuestro modo de creer. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 66 Las personas que confían en Dios hasta el punto de no buscar ninguna otra seguridad también nos interpelan. Nos alientan a confiar en Dios, a contar con Él en los grandes retos de la vida. Al mismo tiempo, esa pobreza motivada totalmente por la dedicación a Dios y a su reino es un gesto de solidaridad con los pobres del mundo, un gesto que ha creado en la historia nuevos modos de valorar las cosas y una nueva disposición para servir y para comprometerse en favor de los demás. Pero la petición de pan, del pan sólo para hoy, nos recuerda también los cuarenta años de marcha por el desierto, en los que el pueblo de Israel vivió del maná, del pan que Dios le mandaba del cielo. Cada uno podía recoger sólo lo que necesitaba para cada día; sólo al sexto día podía acumular una cantidad suficiente para dos días, para respetar así el precepto del sábado (cf. Ex 16, 16-22). La comunidad de discípulos, que vive cada día de la bondad del Señor, renueva la experiencia del pueblo de Dios en camino, que era alimentado por Dios también en el desierto. De este modo, la petición de pan sólo para hoy abre nuevas perspectivas que van más allá del horizonte del necesario alimento cotidiano. Presupone el seguimiento radical de la comunidad más restringida de los discípulos, que renuncia a los bienes de este mundo y se une al camino de quienes estimaban «el oprobio de Cristo como una riqueza mayor que todos los tesoros de Egipto» (Hb 11, 26). Aparece el horizonte escatológico, las realidades futuras, que son más importantes y reales que las presentes. Con esto llegamos ahora a una expresión de esta petición que en nuestras traducciones habituales parece inocua: danos hoy nuestro pan «de cada día». El «cada día» traduce la palabra griega epioúsios que, según uno de los grandes maestros de la lengua griega —el teólogo Orígenes (t c. 254)—, no existía antes en el griego, sino que fue creada por los evangelistas. Es cierto que, entretanto, se ha encontrado un testimonio de esta palabra en un papiro del s. V d.C. Pero por sí solo tampoco puede explicar con certeza el significado de esta palabra, en cualquier caso extraña y poco habitual. Por tanto, hay que recurrir a las etimologías y al estudio del contexto. Hoy existen dos interpretaciones principales. Una sostiene que la palabra significa «[el pan] necesario para la existencia», con lo que la petición diría: Danos hoy el pan que necesitamos para poder vivir. La otra interpretación defiende que la traducción correcta sería «[el pan] futuro», el del día siguiente. Pero la petición de recibir hoy el pan para mañana no parece tener mucho sentido, dado el modo de vivir de los discípulos. La referencia al futuro sería más comprensible si se pidiera el pan realmente futuro: el verdadero maná de Dios. Entonces sería una petición escatológica, la petición de una anticipación del mundo que va a venir, es decir, que el Señor nos dé «hoy» el pan futuro, el pan del mundo nuevo, El mismo. Entonces la petición tendría un sentido escatológico. Algunas traducciones antiguas apuntan en esta dirección, como la Vulgata de san Jerónimo, por ejemplo, que traduce la misteriosa palabra con super-substantialis, interpretándola en el sentido de la «sustancia» nueva, superior, que el Señor nos da en el santísimo Sacramento como verdadero pan de nuestra vida. De hecho, los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la cuarta petición del Padrenuestro como la petición de la Eucaristía; en este sentido, la oración del Señor aparece en la liturgia de la santa Misa como si fuera en cierto modo la bendición de la mesa eucarística. Esto no quiere decir que con ello se reduzca en la petición de los discípulos el sentido simplemente terrenal, que antes hemos explicado como el significado inmediato del texto. Los Padres piensan en las diversas dimensiones de una expresión que parte de la petición de los pobres del pan para ese día, pero precisamente de ese modo — mirando al Padre celestial que nos alimenta— recuerda al pueblo de Dios errante, al que Dios mismo alimentaba. El milagro del maná, a la luz del gran sermón de Jesús sobre el pan, remitía a los cristianos casi automáticamente más allá, al nuevo mundo en el que el Logos —la palabra eterna de Dios— será nuestro pan, el alimento del banquete de bodas eterno. ¿Se puede pensar en estas dimensiones o es una «teologización» errónea de una palabra que tan sólo tiene un sentido terrenal? Estas «teologizaciones» provocan hoy un cierto temor que no resulta del todo infundado, aunque tampoco se debe exagerar. Pienso que en la interpretación de la petición del pan hay P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 67 que tener en cuenta todo el contexto de las palabras y obras de Jesús, en el que desempeñan un papel muy importante ciertos contenidos esenciales de la vida humana: el agua, el pan y —como signo del júbilo y belleza del mundo— la vid y el vino. El tema del pan ocupa un lugar importante en el mensaje de Jesús, desde la tentación en el desierto, pasando por la multiplicación de los panes, hasta la Ultima Cena. El gran sermón sobre el pan, en el sexto capítulo del Evangelio de Juan, revela el amplio espectro del significado de este tema. Inicialmente se describe el hambre de las gentes que han escuchado a Jesús y a las que no despide sin darles antes de comer, esto es, sin el «pan necesario» para vivir. Pero Jesús no permite que todo se quede en esto, no permite que la necesidad del hombre se reduzca al pan, a las necesidades biológicas y materiales. «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; Dt 8,3). El pan multiplicado milagrosamente recuerda de nuevo el milagro del maná en el desierto y, rebasándolo, señala al mismo tiempo que el verdadero alimento del hombre es el Logos, la Palabra eterna, el sentido eterno del que provenimos y en espera del cual vivimos. Si esta primera superación del mero ámbito físico se refiere inicialmente a lo que también ha descubierto y puede descubrir la gran filosofía, inmediatamente después llega la siguiente superación: el Logos eterno se convierte concretamente en pan para el hombre sólo porque Él «se ha hecho carne» y nos habla con palabras humanas. A esto se añade la tercera y esencial superación, pero que ahora constituye un escándalo para la gente de Cafarnaún: Aquel que se ha hecho hombre se nos da en el Sacramento, y sólo así la Palabra eterna se convierte plenamente en maná, el don ya hoy del pan futuro. Después, el Señor reúne todos los aspectos una vez más: esta extrema materialización es precisamente la verdadera espiritualización: «El Espíritu es quien da vida: la carne no sirve de nada» (Jn 6, 63). ¿Habría que suponer que en la petición del pan Jesús ha excluido todo lo que nos dice sobre el pan y lo que quería darnos como pan? Si tomamos el mensaje de Jesús en su totalidad, no se puede descartar la dimensión eucarística de la cuarta petición del Padrenuestro. La petición del pan de cada día para todos es fundamental precisamente en su concreción terrenal. Pero nos ayuda igualmente a superar también el aspecto meramente material y a pedir ya ahora lo que pertenece al «mañana», el nuevo pan. Y, rogando hoy por las cosas del «mañana», se nos exhorta a vivir ya ahora del «mañana», del amor de Dios que nos llama a todos a ser responsables unos de otros. Llegados a este punto, quisiera volver a dar la palabra una vez más a Cipriano, el cual subraya el doble sentido de la petición. Sin embargo, él relaciona la palabra «nuestro», de la que hablábamos antes, precisamente también con la Eucaristía, que en un sentido especial es pan «nuestro», el pan de los discípulos de Jesucristo. Dice: nosotros, que podemos recibir la Eucaristía como pan nuestro, tenemos que pedir también que nadie quede fuera, excluido del Cuerpo de Cristo. «Por eso pedimos que "nuestro" pan, es decir, Cristo, nos sea dado cada día, para que quienes permanecemos y vivimos en Cristo no nos alejemos de su fuerza santificadora de su Cuerpo» (De dom. or, 18). Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden La quinta petición del Padrenuestro presupone un mundo en el que existen ofensas: ofensas entre los hombres, ofensas a Dios. Toda ofensa entre los hombres encierra de algún modo una vulneración de la verdad y del amor y así se opone a Dios, que es la Verdad y el Amor. La superación de la culpa es una cuestión central de toda existencia humana; la historia de las religiones gira en torno a ella. La ofensa provoca represalia; se forma así una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se hace cada vez más difícil superar. Con esta petición el Señor nos dice: la ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza. Dios es un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona. El tema del «perdón» aparece continuamente en todo el Evangelio. Lo encontramos al comienzo del Sermón de la Montaña, en la nueva interpretación del quinto mandamiento, cuando el Señor nos dice: «Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23 s). No se puede presentar ante Dios quien no se ha reconciliado con el P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 68 hermano; adelantarse con un gesto de reconciliación, salir a su encuentro, es una condición previa para dar culto a Dios correctamente. A este respecto, podemos pensar que Dios mismo, sabiendo que los hombres estábamos enfrentados con El como rebeldes, se ha puesto en camino desde su divinidad para venir a nuestro encuentro, para reconciliarnos. Recordaremos que, antes del don de la Eucaristía, se arrodilló ante sus discípulos y les lavó los pies sucios, los purificó con su amor humilde. A mitad del Evangelio de Mateo (cf. 18,23-35) se encuentra la parábola del siervo despiadado: a él, que era un alto mandatario del rey, le había sido perdonada la increíble deuda de diez mil talentos; pero luego él no estuvo dispuesto a perdonar la deuda, ridícula en comparación, de cien denarios que le debían: cualquier cosa que debamos perdonarnos mutuamente es siempre bien poco comparado con la bondad de Dios que perdona a todos. Y finalmente escuchamos la petición de Jesús desde la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Si queremos entenderla a fondo y hacer nuestra la petición del Padrenuestro, hemos de dar todavía un paso más y preguntarnos: ¿Qué es realmente el perdón? ¿Qué ocurre en él? La ofensa es una realidad, una fuerza objetiva que ha causado una destrucción que se ha de remediar. Por eso el perdón debe ser algo más que ignorar, que tratar de olvidar. La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a sí mismo, de modo que luego este proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados. En este punto nos encontramos con el misterio de la cruz de Cristo. Pero antes de nada nos encontramos con los límites de nuestra fuerza para curar, para superar el mal. Nos encontramos con la prepotencia del mal, a la que no conseguimos dominar sólo con nuestras fuerzas. Reinhold Schneider comenta a este respecto: «El mal vive de mil formas; ocupa la cúspide del poder...; brota del abismo. El amor sólo tiene una forma: es tu Hijo» (p. 68). La idea de que el perdón de las ofensas, la salvación de los hombres desde su interior, haya costado a Dios el precio de la muerte de su Hijo se ha hecho hoy muy extraña: recodar que el Señor «soportó nuestros sufrimientos, cargó con nuestros dolores», que fue «traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes» y que «sus cicatrices nos curaron» (Is 53,4-6), hoy ya no nos cabe en la cabeza. A esta idea se opone por un lado la banalización del mal en que nos refugiamos, mientras que, por otro, utilizamos los horrores de la historia humana, precisamente también de la más reciente, como pretexto concluyente para negar la existencia de un Dios bueno y difamar a su criatura, el hombre. Pero también la imagen individualista del hombre nos impide entender el gran misterio de la expiación: ya no somos capaces de comprender el significado de la forma vicaria de la existencia, porque según nuestro modo de pensar cada hombre vive encerrado en sí mismo; ya no vemos la profunda relación que hay entre todas nuestras vidas y su estar abrazadas en la existencia del Uno, del Hijo hecho hombre. Cuando hablemos de la crucifixión de Cristo tendremos que volver sobre estas ideas. De momento bastará con un pensamiento del cardenal John Henry Newman, quien en cierta ocasión dijo que Dios pudo crear el mundo de la nada con una sola palabra, pero que sólo pudo superar la culpa y el sufrimiento de los hombres interviniendo personalmente, sufriendo Él mismo en su Hijo, que ha llevado esa carga y la ha superado mediante la entrega de sí mismo. Superar la culpa exige el precio de comprometer el corazón, y aún más, entregar toda nuestra existencia. Y ni siquiera basta esto: sólo se puede conseguir mediante la comunión con Aquel que ha cargado con todas nuestras culpas. La petición del perdón supone algo más que una exhortación moral, que también lo es y, como tal, representa un desafío nuevo cada día. Pero en el fondo es —como las demás peticiones— una oración cristológica. Nos recuerda a Aquel que por el perdón ha pagado el precio de descender a las miserias de la existencia humana y a la muerte en la cruz. Por eso nos invita ante todo al agradecimiento, y después también a enmendar con El el mal mediante el amor, a consumirlo sufriendo. Y al reconocer cada día que para ello no bastan nuestras fuerzas, que frecuentemente volvemos a ser culpables, entonces esta petición P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 69 nos brinda el gran consuelo de que nuestra oración es asumida en la fuerza de su amor y, con él, por él y en él, puede convertirse a pesar de todo en fuerza de salvación. No nos dejes caer en la tentación La formulación de esta petición es un escándalo para muchos: ciertamente, Dios no nos tienta. De hecho Santiago nos dice: «Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y él no tienta a nadie» (1, 13). Nos ayuda a dar un paso adelante el recuerdo de las palabras del Evangelio: «Entonces, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo» (Mt 4, 1). La tentación viene del diablo, pero la misión mesiánica de Jesús incluye la superación de las grandes tentaciones que han alejado a los hombres de Dios y los siguen alejando. Como ya hemos visto, debe experimentar en sí mismo estas tentaciones hasta la muerte en la cruz y abrirnos de este modo el camino de la salvación. Así, no sólo después de su muerte, sino en ella y a lo largo de toda su vida, debe en cierto modo «descender a los infiernos», al ámbito de nuestras tentaciones y fracasos, para tomarnos de la mano y llevarnos hacia arriba. La Carta a los Hebreos da una gran importancia a este aspecto, destacándolo como parte fundamental del camino de Jesús: «Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (2, 18). «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (4, 15). Una mirada al Libro de Job, en el que ya se perfila en muchos aspectos el misterio de Cristo, nos puede proporcionar más aclaraciones. Satanás ultraja al hombre, para así ofender a Dios: su criatura, que El ha formado a su imagen, es una criatura miserable. Todo lo que en ella parece bueno es más bien pura fachada; en realidad, al hombre —a cada uno— sólo le importa su bienestar. Éste es el diagnóstico de Satanás, al que el Apocalipsis describe como el «acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios» (Ap 12, 10). La difamación del hombre y de la creación es, en definitiva, una difamación de Dios, una justificación para rehusarlo. Satanás quiere demostrar su tesis con el justo Job: si le despoja de todo, acabará renunciando muy pronto también a su religiosidad. Así, Dios le da a Satanás la libertad de someterlo a la prueba, aunque dentro de límites bien definidos: Dios deja que el hombre sea probado, pero no que caiga. Aquí aparece de forma velada y todavía no explícita el misterio de la forma vicaria que se desarrolla de manera grandiosa en Isaías 53: los sufrimientos de Job sirven para justificar al hombre. A través de su fe puesta a prueba en el sufrimiento, él restablece el honor del hombre. Así, los sufrimientos de Job anticipan los sufrimientos en comunión con Cristo, que restablece el honor de todos nosotros ante Dios y nos muestra el camino para no perder la fe en Dios ni siquiera en la más profunda oscuridad. El Libro de Job nos puede ayudar también a distinguir entre prueba y tentación. Para madurar, para pasar cada vez más de una religiosidad de apariencia a una profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba. Igual que el zumo de la uva tiene que fermentar para convertirse en vino de calidad, el hombre necesita pasar por purificaciones, transformaciones, que son peligrosas para él y en las que puede caer, pero que son el camino indispensable para llegar a sí mismo y a Dios. El amor es siempre un proceso de purificación, de renuncias, de transformaciones dolorosas en nosotros mismos y, así, un camino hacia la madurez. Cuando Francisco Javier pudo orar a Dios diciendo: «Te amo no porque puedes darme el cielo o el infierno, sino simplemente porque eres lo que eres, mi rey y mi Dios», es evidente que antes había tenido que recorrer un largo camino de purificación interior hasta llegar a esta máxima libertad; un camino de maduración en el que acechaba la tentación, el peligro de caer, pero, no obstante, un camino necesario. Ahora podemos explicar de un modo más concreto la sexta petición del Padrenuestro. Con ella decimos a Dios: «Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si —como en el caso de Job— das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 70 desmedidamente ardua para mí». En este sentido ha interpretado san Cipriano la petición. Dice: cuando pedimos «no nos dejes caer en la tentación» expresamos la convicción de que «el enemigo no puede hacer nada contra nosotros si antes no se lo ha permitido Dios; de modo que todo nuestro temor, devoción y culto se dirija a Dios, puesto que en nuestras tentaciones el Maligno no puede hacer nada si antes no se le ha concedido facultad para ello» (De dom. or., 25). Y luego concluye, sopesando el perfil psicológico de la tentación, que pueden existir dos motivos por los que Dios concede al Maligno un poder limitado. Puede suceder como penitencia para nosotros, para atenuar nuestra soberbia, con el fin de que experimentemos de nuevo la pobreza de nuestra fe, esperanza y amor, y no presumamos de ser grandes por nosotros mismos: pensemos en el fariseo que le cuenta a Dios sus grandezas y no cree tener necesidad alguna de la gracia. Lamentablemente, Cipriano no especifica después en qué consiste el otro tipo de prueba, la tentación a la que Dios nos somete ad gloriam, para su gloria. Pero, ¿no deberíamos recordar que Dios impone una carga especialmente pesada de tentaciones a las personas particularmente cercanas a Él, a los grandes santos, desde Antonio en el desierto hasta Teresa de Lisieux en el piadoso mundo de su Carmelo? Siguen, por así decirlo, las huellas de Job, son como la apología del hombre, que es al mismo tiempo la defensa de Dios. Más aún: están de un modo muy especial en comunión con Jesucristo, que ha sufrido hasta el fondo nuestras tentaciones. Están llamados, por así decirlo, a superar en su cuerpo, en su alma, las tentaciones de una época, a soportarlas por nosotros, almas comunes, y a ayudarnos en el camino hacia Aquel que ha tomado sobre sí el peso de todos nosotros. Así, en nuestra oración de la sexta petición del Padrenuestro debe estar incluida, por un lado, la disponibilidad para aceptar la carga de la prueba proporcionada a nuestras fuerzas; por otro lado, se trata precisamente de la petición de que Dios no nos imponga más de lo que podemos soportar; que no nos suelte de la mano. Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: «Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella» (2 Co 10, 13). Y líbranos del mal La última petición del Padrenuestro retoma otra vez la penúltima y la pone en positivo; en este sentido, hay una estrecha relación entre ambas. Si en la penúltima petición predominaba el «no» (no dar al Maligno más fuerza de lo soportable), en la última petición nos presentamos al Padre con la esperanza fundamental de nuestra fe. «¡Sálvanos, redímenos, líbranos!». Es, al fin y al cabo, la petición de la redención. ¿De qué queremos ser redimidos? En las traducciones recientes del Padrenuestro, «el mal» del que se habla puede referirse al «mal» impersonal o bien al «Maligno». En el fondo, ambos significados son inseparables. A este respecto, podemos tener presente el dragón del que habla el Apocalipsis (cf. capítulos 12 y 13). Juan caracteriza a la «bestia» que vio «salir del mar», de los oscuros abismos del mal, con los distintivos del poder político romano, dando así una forma muy concreta a la amenaza que los cristianos de aquel tiempo veían venir sobre ellos: el derecho total sobre la persona que era reivindicado mediante el culto al emperador, y que llevaba al poder político-militar-económico al sumo grado de un poder ilimitado y exclusivo, a la expresión del mal que amenaza con devorarnos. A esto se unía una disgregación del orden moral mediante una forma cínica de escepticismo y de racionalismo. Ante esta amenaza, el cristiano en tiempo de la persecución invoca al Señor, la única fuerza que puede salvarlo: redímenos, líbranos del mal. Aunque ya no existen el imperio romano y sus ideologías, ¡qué actual resulta todo esto! También hoy aparecen, por un lado, los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas, que son un lastre para el mundo y arrastran a la humanidad hacia ataduras de las que no nos podemos librar. Por otro lado, también se presenta hoy la ideología del éxito, del bienestar, que nos dice: Dios es tan sólo una ficción, sólo nos hace perder tiempo y nos quita el placer de vivir. ¡No te ocupes de Él! ¡Intenta sólo disfrutar de la vida todo lo que puedas! También estas tentaciones parecen irresistibles. El Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto, nos quieren decir: cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti mismo; entonces serás tan sólo un producto casual de la evolución, entonces habrá triunfado realmente el «dragón». Pero mientras éste no te pueda arrancar a Dios, a pesar de todas las desventuras P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 71 que te amenazan, permanecerás aún íntimamente sano. Es correcto, pues, que la traducción diga: líbranos del mal. Los males pueden ser necesarios para nuestra purificación, pero el mal destruye. Por eso pedimos desde lo más hondo que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perdamos el Bien mismo; y que tampoco en la pérdida de bienes se pierda para nosotros el Bien, Dios; que no nos perdamos nosotros: ¡líbranos del mal! De nuevo Cipriano, el obispo mártir que tuvo que sufrir en su carne la situación descrita en el Apocalipsis, dice con palabras espléndidas: «Cuando decimos "líbranos del mal" no queda nada más que pudiéramos pedir. Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector en el mundo es Dios mismo?» (De dom. or.,21). Los mártires poseían esa certeza, que les sostenía, les hacía estar alegres y sentirse seguros en un mundo lleno de calamidades; los ha «librado» en lo más profundo, les ha liberado para la verdadera libertad. Es la misma confianza que san Pablo expresó tan maravillosamente con las palabras: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Pero en todo esto venceremos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 31-39). Por tanto, con la última petición volvemos a las tres primeras: al pedir que se nos libere del poder del mal, pedimos en última instancia el Reino de Dios, identificarnos con su voluntad, la santificación de su nombre. Pero los orantes de todos los tiempos han interpretado la petición en sentido más amplio. En las tribulaciones del mundo pedían también a Dios que pusiera límites a los «males» que asolan el mundo y nuestra vida. Esta forma tan humana de interpretar la petición se ha introducido en la liturgia: en todas las liturgias, a excepción de la bizantina, se amplía la última petición del Padrenuestro con una oración particular que en la liturgia romana antigua rezaba: «Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros. Por la intercesión. .. de todos los santos danos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación...». Se percibe el eco de las penurias de los tiempos agitados, el grito pidiendo salvación completa. Este «embolismo» con el que se refuerza en la liturgia la última petición del Padrenuestro muestra el aspecto humano de la Iglesia. Sí, podemos, debemos pedir al Señor que libere también al mundo, a nosotros mismos y a muchos hombres y pueblos que sufren, de todos los males que hacen la vida casi insoportable. También podemos y debemos aplicar esta ampliación de la última petición del Padrenuestro a nosotros mismos como examen de conciencia, como exhortación a colaborar para que se ponga fin a la prepotencia del «mal». Pero con ello no debemos perder de vista la auténtica jerarquía de los bienes y la relación de los males con el Mal por excelencia; nuestra petición no puede caer en la superficialidad: también en esta interpretación de la petición del Padrenuestro sigue siendo crucial «que seamos liberados de los pecados», que reconozcamos «el Mal» como la verdadera adversidad y que nunca se nos impida mirar al Dios vivo. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 72 6


 CAPITULO 6.-

LOS DISCÍPULOS En todas las etapas de la actividad de Jesús sobre las que hemos reflexionado hasta ahora se ha puesto en relieve la estrecha relación entre Jesús y el «nosotros» de la nueva familia que Él reúne a través de su mensaje y su actuación. También ha aparecido claramente que este «nosotros», según su planteamiento de fondo, es concebido como universal: no se basa ya en la estirpe, sino en la comunión con Jesús, que es El mismo la Torá viva de Dios. 

Este «nosotros» de la nueva familia no es algo informe. Jesús llama a un núcleo de íntimos particularmente elegidos por El, que continúan su misión y dan orden y forma a esa familia. En este sentido, Jesús ha dado origen al círculo de los Doce. En sus orígenes, el título de apóstoles iba más allá de este círculo, pero después se fue restringiendo cada vez más estrictamente a él: en Lucas, que habla siempre de los doce Apóstoles, la expresión es prácticamente un sinónimo de los Doce. 

No necesitamos tratar aquí las cuestiones tan discutidas sobre la evolución que ha tenido el uso de la palabra «apóstol»; sólo queremos prestar atención a los textos más importantes, en los que podemos ver la formación de la comunidad más restringida de los discípulos de Jesús. 

El texto central para ello se encuentra en el Evangelio de Marcos (cf. 3, 13-19). En él se dice: «Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él» (v.13). Los acontecimientos anteriores se habían desarrollado a orillas del mar, y ahora Jesús sube al «monte», que indica el lugar de su comunión con Dios: un lugar en lo alto, por encima del ajetreo y la actividad cotidianos. 

Lucas refuerza más este aspecto en su relato paralelo: «Por entonces subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos, y los nombró apóstoles.» (Lc 6, 12s). La elección de los discípulos es un acontecimiento de oración; ellos son, por así decirlo, engendrados en la oración, en la familiaridad con el Padre. 

Así, la llamada de los Doce tiene, muy por encima de cualquier otro aspecto funcional, un profundo sentido teológico: su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre y está anclada en él. 

También se debe partir de ahí para entender las palabras de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 38): a quienes trabajan en la cosecha de Dios no se les puede escoger simplemente como un patrón busca a sus obreros; siempre deben ser pedidos a Dios y elegidos por Él mismo para este servicio. 

Este carácter teológico se refuerza aún más cuando el texto de Marcos dice: «Llamó a los que quiso». Uno no puede hacerse discípulo por sí mismo, sino que es el resultado de una elección, una decisión de la voluntad del Señor basada, a su vez, en su unidad de voluntad con el Padre. 

Luego el evangelista sigue diciendo: «Hizo a doce para que estuvieran con él y para enviarlos.» (v.14). Aquí hay que considerar en primer lugar la expresión «hizo a doce», que no resulta habitual para nosotros. El evangelista recurre a la terminología que utiliza el Antiguo Testamento para indicar el nombramiento de los sacerdotes (cf. 1R 12,31; 13,33), calificando así el apostolado como un ministerio sacerdotal. 

Pero el hecho de que los elegidos sean nombrados uno a uno los relaciona también con los profetas de Israel, a los que Dios llama por su nombre, de modo que el ministerio apostólico aparece como una fusión de la misión sacerdotal y la misión profética (Feuillet, p. 178). 

«Hizo a doce»: doce era el número simbólico de Israel, el número de los hijos de Jacob. De ellos salieron las doce tribus de Israel, de las cuales después del exilio sólo quedó prácticamente la tribu de Judá. 

Así, el número doce es un retorno a los orígenes de Israel, pero al mismo tiempo es un símbolo de esperanza: Israel en su totalidad queda restablecido, las doce tribus son reunidas de nuevo

Doce, el número de las tribus, es al mismo tiempo un número cósmico, en el que se expresa la universalidad del pueblo de Dios que renace. Los Doce son presentados como los padres fundadores de este pueblo universal que tiene su fundamento en los Apóstoles. 

En el Apocalipsis, en la visión de la nueva Jerusalén, el simbolismo de los Doce adquiere una imagen gloriosa (cf. Ap 21,9-14), que ayuda al pueblo de Dios en camino a entender su presente a partir de su futuro y lo ilumina con espíritu de esperanza: pasado, presente y futuro se entrelazan a través de la figura de los Doce. 

En este contexto se sitúa también la profecía en la que Jesús deja entrever su naturaleza a Natanael: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (Jn 1, 51). Jesús se manifiesta aquí como el nuevo Jacob. 

El sueño del Patriarca, en el que vio apoyada junto a su cabeza una escalera que llegaba hasta el cielo, por la que subían y bajaban ángeles de Dios, ése sueño se ha hecho realidad en Jesús. Él mismo es la «puerta del cielo» (cf. Gn 28,10-22), Él es el verdadero Jacob, el «Hijo del hombre», el padre fundador del Israel definitivo. 

Volvamos a nuestro texto de Marcos. Jesús instituye a los Doce con una doble misión; «para que estuvieran con Él y para enviarlos». Tienen que estar con Él para conocerlo, para tener ese conocimiento de Él que las «gentes» no podían alcanzar porque lo veían desde el exterior y lo tenían por un profeta, un gran personaje de la historia de las religiones, pero sin percibir su carácter único (cf. Mt 16, 13s). 

Los Doce tienen que estar con Él para conocer a Jesús en su ser uno con el Padre y así poder ser testigos de su misterio. Tenían que haber estado con Él —como dirá Pedro antes de la elección de Matías— cuando «el Señor Jesús estuvo con nosotros» (cf. Hch 1, 8.21). 

Se podría decir que tienen que pasar de la comunión exterior con Jesús a la interior. Pero al mismo tiempo están ahí para ser los enviados de Jesús — «Apóstoles», precisamente—, los que llevan su mensaje al mundo, primero a las ovejas descarriadas de la casa de Israel, pero luego «hasta los con fines de la tierra». 

Estar con Jesús y ser enviados parecen a primera vista excluirse recíprocamente, pero ambos aspectos están íntimamente unidos. Los Doce tienen que aprender a vivir con Él de tal modo que puedan estar con Él incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra. 

El estar con Jesús conlleva por sí mismo la dinámica de la misión, pues, en efecto, todo el ser de Jesús es misión. Según este texto, ¿a qué se les envía? «A predicar con poder para expulsar a los demonios» (cf. Mc 3, 14s).

 Mateo explica el contenido de la misión con algún detalle más: «Y les dio poder para expulsar los espíritus inmundos y curar toda clase de enfermedades y dolencias» (10, 1). 

El primer encargo es el de predicar: dar a los hombres la luz de la palabra, el mensaje de Jesús. Los Apóstoles son ante todo evangelistas: al igual que Jesús, anuncian el Reino de Dios y reúnen así a los hombres en la nueva familia de Dios.

 Pero el anuncio del Reino de Dios nunca es mera palabra, mera enseñanza. Es acontecimiento, del mismo modo que también Jesús es acontecimiento, Palabra de Dios en persona. Anunciándolo, llevan al encuentro con Él. 

Dado que el mundo está dominado por las fuerzas del mal, este anuncio es al mismo tiempo una lucha contra esas fuerzas. «Los mensajeros de Jesús, siguiendo sus pasos, tienden a exorcizar el mundo, a la fundación de una nueva forma de vida en el Espíritu Santo, que libere de la obsesión diabólica» (Pesch, Das Markusevangelium I, p. 205). 

De hecho, el mundo antiguo —según ha mostrado, sobre todo, Henri de Lubac— ha vivido la aparición de la fe cristiana como una liberación del temor a los demonios que, a pesar del escepticismo y el racionalismo ilustrado, lo invadía todo; y lo mismo sucede también hoy en día en los lugares donde el cristianismo ocupa el lugar de las religiones tribales y, recogiendo lo positivo que hay en ellas, las asume en sí. 

Se siente todo el ímpetu de esta irrupción en las palabras de Pablo, cuando dice: «No hay más que un Dios; pues aunque hay los llamados dioses en el cielo y en la tierra —y numerosos son los dioses y numerosos los señores—, para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, de quien procede el universo y a quien estamos destinados nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe el universo y por quien nosotros vamos al Padre» (1 Co 8, 4ss). 

En estas palabras hay una fuerza liberadora, el gran exorcismo que purifica el mundo. Por muchos dioses que fluctúen en el mundo, sólo uno es Dios y sólo uno es el Señor. Si pertenecemos a Él, todo lo demás no tiene ningún poder, pierde el esplendor de la divinidad. 

El mundo es presentado ahora en su racionalidad: procede de la Razón eterna, y sólo esa Razón creadora es el verdadero poder sobre el mundo y en el mundo.

 Sólo la fe en el Dios único libera y «racionaliza» realmente el mundo. Donde, en cambio, desaparece, el mundo es más racional sólo en apariencia. 

En realidad hay que admitir entonces a las fuerzas del azar, que no se pueden definir; la «teoría del caos» se pone a la par del conocimiento de la estructura racional del mundo y deja al hombre ante incógnitas que no puede resolver y que limitan el aspecto racional del mundo. «Exorcizar», iluminar el mundo con la luz de la ratio que procede de la eterna Razón creadora, así como de su bondad salvadora: ésa es una tarea central y permanente de los mensajeros de Cristo Jesús. 

En su Carta a los Efesios, san Pablo describe este carácter exorcista del cristianismo desde otra perspectiva: «Buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas que Dios os da para poder resistir a las estratagemas del diablo, porque nuestra lucha no es contra los hombres de  carne y hueso, sino contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal, que dominan este mundo de tinieblas» (E/6, 10-12). 

Heinrich Schlier explica del siguiente modo esta representación de la lucha del cristiano que hoy nos puede resultar sorprendente o quizás extraña: «Los enemigos no son éste o aquél, tampoco yo mismo, nadie de carne y hueso... El conflicto va más al fondo. 

Se dirige contra un sinnúmero de enemigos que atacan incansablemente, enemigos no bien definidos que no tienen verdaderos nombres, sino sólo denominaciones colectivas; también son a priori superiores al hombre, y esto por su posición superior, por su posición "en los cielos" de la existencia; superiores también porque su posición es impenetrable e inatacable.

 Su posición constituye precisamente la "atmósfera" de la existencia, una atmósfera que ellos mismos difunden a su alrededor, estando todos ellos, en fin, repletos de una maldad sustancial y mortal» (p. 291). ¿Quién no ve aquí descrito también precisamente nuestro mundo, en el que el cristiano está amenazado por una atmósfera anónima, por «lo que está en el aire», que quiere hacerle ver su fe como ridícula e in sensata? 

¿Quién no ve que existen contaminaciones del clima espiritual a escala universal que amenazan a la humanidad en su dignidad, incluso en su existencia? Los hombres, y también las comunidades humanas, parecen estar irremediablemente abandonadas a la acción de estos poderes. 

El cristiano sabe que tampoco puede hacer frente por sí solo a esa amenaza. Pero en la fe, en la comunión con el único verdadero Señor del mundo, se le han dado las «armas de Dios», con las que —en comunión con todo el cuerpo de Cristo— puede enfrentarse a esos poderes, sabiendo que el Señor nos vuelve a dar en la fe el aire limpio para respirar, el aliento del Creador, el aliento del Espíritu Santo, solamente en el cual el mundo puede ser sanado. . . 

Junto al encargo del exorcismo, Mateo añade también la misión de curar: los Doce son enviados «para curar toda clase de enfermedades y dolencias» (10, 1). Curar es una dimensión fundamental de la misión apostólica, de la fe cristiana en general. Eugen Biser define el cristianismo incluso como una «religión terapéutica», una religión de la curación. Cuando se entiende con la profundidad necesaria se ve expresado en esto todo el contenido de la «redención». El poder de expulsar a los demonios y liberar al mundo de su oscura amenaza en relación al único y verdadero Dios excluye al mismo tiempo la idea mágica de la curación, que intenta servirse precisamente de esas fuerzas misteriosas. La curación mágica está unida siempre al arte de dirigir el mal contra el otro y poner a los «demonios» en su contra. Reinado de Dios, Reino de Dios, significa precisamente la desautorización de estas fuerzas por el advenimiento del único Dios, que es bueno, el Bien en persona. El poder curador de los enviados de Cristo Jesús se opone a los devaneos de la magia; exorciza también el mundo en el ámbito de la medicina. En las curaciones milagrosas del Señor y los Doce, Dios se revela con su poder benigno sobre el mundo. Son en esencia «señales» que remiten a Dios mismo y quieren poner a los hombres en camino hacia Dios. Sólo el camino de unión progresiva con Él puede ser el verdadero proceso de curación del hombre. Así, las curaciones milagrosas son para Jesús y los suyos un elemento subordinado en el conjunto de su actividad, en la que está en juego lo más importante, el «Reino de Dios» justamente, que Dios sea Señor en nosotros y en el mundo. Del mismo modo que el exorcismo ahuyenta el temor a los demonios y confía el mundo, que proviene de la Razón de Dios, a la razón del hombre, así también el curar por medio del poder de Dios es al mismo tiempo una invitación a creer en Él y a utilizar las fuerzas de la razón para el servicio de curar. Con ello se entiende siempre una razón abierta, que percibe a Dios y por tanto reconoce también a los hombres como unidad de cuerpo y alma. Quien quiera curar realmente al hombre, ha de verlo en su integridad y debe saber que su última curación sólo puede ser el amor de Dios. Volvamos ahora al texto de Marcos. Tras ser especificada su misión, los Doce son nombrados uno por uno. Ya hemos visto que con ello se alude a la dimensión profética de su misión: Dios nos conoce por el nombre, nos llama por nuestro nombre. No es éste el lugar para perfilar cada una las distintas figuras del círculo de los Doce según la Biblia y la Tradición. Para nosotros lo importante es la composición del conjunto, y ésta es sumamente heterogénea. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 75 Dos de ellos procedían del partido de los zelotes: Simón, al que Lucas (cf. 6, 15) llama «el Zelotes» y Mateo y Marcos, en cambio, «el Cananeo», pero que según los hallazgos de la investigación más reciente significa lo mismo; y Judas: la palabra «Iscariote» puede significar simplemente «el hombre de Queriyot», aunque también puede designarlo como sicario, una variante radical de los zelotes. El «celo por la Ley», que daba nombre a este movimiento, tomaba como modelo a los grandes «celantes» de la historia de Israel, empezando por Pinjás, quien mató delante de toda la comunidad a un israelita idólatra (cf. Nm 25,6-13), pasando por Elías, que hizo matar en el monte Carmelo a los profetas de Baal (cf. 1 Re 18), hasta Matatías, padre de la familia de los macabeos, que inició la rebelión contra el intento helenístico de Antíoco de acabar con la fe de Israel asesinando a un conformista que, siguiendo el mandato del rey, quería ofrecer públicamente un sacrificio a los dioses (cf. 1 M2, 17-28). Los zelotes consideraban esta cadena histórica de grandes «celantes» como una heredad vinculante, que ahora debía aplicarse también frente a las fuerzas de ocupación romanas. Al otro lado del círculo de los Doce encontramos a Levi-Mateo, estrecho colaborador del poder dominante como recaudador de impuestos; debido a su posición social, se le debía considerar como un pecador público. El grupo central de los Doce lo forman los pescadores del lago de Genesaret: Simón, al que el Señor denominaría Cefas —Pedro—, era evidentemente el jefe de una cooperativa de pesca (cf. Lc 5, 10), en la que trabajaba junto con su hermano mayor, Andrés, y con los zebedeos Juan y Santiago, a los que el Señor llamó «Boanerges», hijos del trueno: un nombre que algunos investigadores han querido relacionar con los zelotes, aunque tal vez sin razón. Con ello, el Señor hace alusión a su temperamento impetuoso, bien visible también en el Evangelio de Juan. Por último hay otros dos hombres con nombres griegos, Felipe y Andrés, a quienes precisamente los visitantes de habla griega venidos para la Pascua el Domingo de Ramos se dirigirán para tratar de entrar en contacto con Jesús (cf. Jn 12, 21ss). Podemos suponer que los Doce eran judíos creyentes y observantes, que esperaban la salvación de Israel. Pero, en lo que respecta a sus posiciones concretas, a su modo de concebir la salvación, eran sumamente diferentes. Cabe imaginar, pues, lo difícil que fue introducirlos paso a paso en el misterioso nuevo camino de Jesús, así como las tensiones que tuvieron que superar; cuánta purificación necesitó, por ejemplo, el ardor de los zelotes para uniformarse finalmente al «celo» de Jesús, del cual nos habla el Evangelio de Juan (cf. 2,17): su celo se consuma en la cruz. Precisamente en esta diversidad de orígenes, de temperamentos y maneras de pensar, los Doce representan a la Iglesia de todos los tiempos y la dificultad de su tarea de purificar a los hombres y unirlos en el celo de Jesús. Sólo Lucas nos narra que Jesús formó además un segundo grupo que constaba de setenta (o setenta y dos) discípulos, que fueron enviados con una tarea similar a la de los Doce (cf. 10, 1-2). Como el doce, también el setenta (o setenta y dos, los manuscritos varían entre ambos datos) es un número simbólico. A partir de una combinación entre Deuteronomio 32,8 y Éxodo 1,5, setenta se consideraba el número de los pueblos del mundo. Según Éxodo 1,5, fueron setenta las personas que entraron en Egipto con Jacob: todos eran «descendientes de Jacob». La versión, que generalmente se acepta como más reciente, de Deuteronomio 32, 8 dice: «Cuando el Altísimo... distribuyó a los hijos de Adán, fijó las fronteras de los pueblos según el número de los hijos de Dios», refiriéndose con ello a los setenta miembros de la casa de Jacob en el momento de su llegada a Egipto. Junto a los doce hijos que prefiguran a Israel, están los setenta, que representan a todo el mundo y así se los considera de algún modo en relación con Jacob, con Israel. Esta tradición hace de trasfondo a la historia transmitida por la denominada Carta de Aristeas, según la cual la traducción del Antiguo Testamento al griego realizada en el siglo III a.C. habría corrido a cargo de setenta sabios (o setenta y dos, seis representantes por cada una de las doce tribus de Israel) gracias a una particular inspiración del Espíritu Santo. Con la historia, esta obra es interpretada como apertura de la fe de Israel a todos los pueblos. De hecho, la Biblia de los Setenta desempeñó un papel decisivo, al final de la antigüedad, para que muchos hombres en búsqueda se acercaran al Dios de Israel. Los mitos de la edad arcaica habían perdido su credibilidad; el monoteísmo filosófico ya no era suficiente para llevar a los hombres a una relación P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 76 viva con Dios. Así, en el monoteísmo de Israel, no construido por el pensamiento filosófico, sino entregado en una historia de fe, muchas personas cultas encontraron una nueva forma de llegar a Dios. En numerosas ciudades se formaron círculos de «temerosos de Dios», «paganos» devotos, que no podían ni querían ser totalmente judíos, pero que participaban en celebraciones de la sinagoga y de este modo en la fe de Israel. En este ámbito encontró su primer punto de referencia y su difusión el anuncio misionero del cristianismo incipiente: ahora, estas personas podían pertenecer completamente al Dios de Israel, pues a través de Jesús —como Pablo lo anunció— ese Dios se había convertido en el Dios de todos los hombres; ahora, mediante la fe en Jesús como Hijo de Dios, podían formar parte plenamente del pueblo de Dios. Cuando Lucas habla de un grupo de setenta, además de los Doce, el sentido está claro: en ellos se anuncia el carácter universal del Evangelio, pensado para todos los pueblos de la tierra. Sería conveniente en este punto mencionar todavía algún otro elemento más, propio del evangelista Lucas. En los versículos 8, 1-3 nos relata que Jesús, que caminaba junto con los Doce predicando, también iba acompañado de algunas mujeres. Menciona tres nombres y añade: «Y muchas otras que lo ayudaban con sus bienes» (8,3). La diferencia entre el discipulado de los Doce y el de las mujeres es evidente: el cometido de ambos es completamente diferente. No obstante, Lucas deja claro algo que también consta de muchos modos en los otros Evangelios: que «muchas» mujeres formaban parte de la comunidad restringida de creyentes, y que su acompañar a Jesús en la fe era esencial para pertenecer a esa comunidad, como se demostraría luego claramente al pie de la cruz y en el contexto de la resurrección. Quizás sea oportuno a este respecto llamar la atención sobre algunos detalles particulares del evangelista Lucas: así como subraya de un modo especial la importancia de las mujeres, de la misma manera también es el evangelista de los pobres, y no se puede dejar de reconocer en él una «opción preferencial por los pobres». También muestra una especial comprensión por los judíos: en él no aparecen las pasiones que se desataron desde el comienzo con la separación entre la sinagoga y la Iglesia naciente, y que también han dejado huella en Mateo y Juan. Mc parece muy significativo cómo concluye la historia del vino nuevo y de los odres viejos o nuevos. En Marcos leemos: «Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revienta los odres, y se pierde el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2, 22). El texto de Mateo es similar (9, 17). Lucas nos relata la misma conversación, pero añade al final: «Nadie que pruebe el vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: "Está bueno el añejo"» (5, 39), una añadidura que tal vez sea lícito interpretar como una señal de comprensión respecto a los que querían quedarse con «el vino añejo». Por último —siguiendo con el material específico de Lucas—, hemos visto en distintas ocasiones que este evangelista da una gran importancia a la oración de Jesús como fuente de su predicación y de su actuación: nos muestra que todo el obrar y el hablar de Jesús brotan de su ser íntimamente uno con el Padre, del diálogo entre Padre e Hijo. Si estamos convencidos de que las Sagradas Escrituras están «inspiradas», maduradas de modo particular bajo la guía del Espíritu Santo, entonces también podemos estar convencidos de que en estos aspectos específicos de la tradición que Lucas nos ha transmitido se encierran aspectos esenciales de la figura original de Jesús. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 77 7 


EL MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS 1. 
NATURALEZA Y FINALIDAD DE LAS PARÁBOLAS
Las parábolas son indudablemente el corazón de la predicación de Jesús. No obstante el cambio de civilizaciones nos llegan siempre al corazón con su frescura y humanidad. Joachim Jeremias, al que hemos de agradecer un libro fundamental sobre las parábolas, ha hecho notar justamente que la comparación de las parábolas de Jesús con el lenguaje figurado del apóstol Pablo o con las semejanzas utilizadas por los rabinos deja ver una «marcada originalidad personal, una claridad y sencillez singular, una inaudita maestría de la forma» (p. 6). En las parábolas —teniendo en cuenta también la singularidad lingüística, que deja traslucir el texto arameo— sentimos inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba. Pero al mismo tiempo nos ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos preguntarle una y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas (cf. Mc 4, 10). El esfuerzo por entender correctamente las parábolas ha sido constante en toda la historia de la Iglesia; también la exégesis histórico-crítica ha tenido que corregirse a sí misma en repetidas ocasiones, y no es capaz de ofrecernos informaciones definitivas. Uno de los grandes maestros de la exégesis crítica, Adolf Jülicher, inició con su obra en dos volúmenes sobre las parábolas de Jesús (Die Gleichnisreden Jesu, I y II, 1899, 19102) una nueva fase de interpretación de las mismas, en la que parecía haberse encontrado, por así decirlo, la fórmula definitiva para su explicación. Jülicher destaca, en primer lugar, la diferencia radical entre alegoría y parábola: la alegoría se habría desarrollado en el ámbito de la cultura helenística como forma de interpretación de antiguos textos religiosos autoritativos que, tal como estaban, ya no se podían asimilar. Sus afirmaciones se explicaron entonces como formas que encerraban un contenido misterioso oculto tras el sentido de las palabras; así se podía entender el lenguaje de estos textos como una exposición en metáforas que, interpretadas luego parte por parte, poco a poco, daban como resultado la manifestación figurada de una visión filosófica que, por fin, desvelaba su contenido verdadero. En el entorno de Jesús, la alegoría era la forma habitual del lenguaje en imágenes y, por tanto, era obvio que se interpretaran las parábolas como alegorías, siguiendo este modelo. En los Evangelios mismos encontramos a menudo interpretaciones alegóricas de las parábolas puestas en boca de Jesús; por ejemplo, la parábola del sembrador, cuya semilla cae parte en el camino, parte en terreno pedregoso, parte entre espinas y parte en suelo fértil (cf. Mc 4, 1- 20). Jülicher establece una clara distinción entre las parábolas de Jesús y las alegorías. Las parábolas no son alegorías, sino un fragmento de vida real en el que se trata de reflejar sólo una idea —y aun ésta entendida en su forma más común—, un único «punto dominante». Así, las interpretaciones alegóricas puestas en boca de Jesús se consideran como añadidos posteriores, ya debidas a malentendidos. La idea fundamental de Jülicher, la distinción entre alegoría y parábola, es correcta en sí misma y pronto fue aceptada por los exegetas. Pero poco a poco se han ido poniendo de manifiesto sus limitaciones. Aunque la distinción entre parábolas y alegorías está justificada, la separación radical entre ambas no tiene fundamento ni en el plano histórico ni en el textual. El judaísmo también conocía el lenguaje alegórico, de modo especial en la literatura apocalíptica; por tanto, parábola y alegoría se pueden entremezclar. Jeremías ha demostrado que la palabra hebrea mashal (parábola, dicho enigmático) abarca los más diversos géneros: la parábola, la comparación, la alegoría, la fábula, el proverbio, el discurso apocalíptico, el enigma, el seudónimo, el símbolo, la figura ficticia, el ejemplo (el modelo), el motivo, la justificación, la disculpa, la objeción, la broma (p. 14). Con anterioridad, la historia de las formas (Formgeschichte) ya había intentado progresar dividiendo las parábolas en categorías. «Se distinguió entre metáfora, imagen, comparación, semejanza, parábola, alegoría, relato ejemplar» (p. 13). Si ya resultaba desacertado adscribir la parábola a un solo tipo literario, más superado está aún el modo en que Jülicher creyó poder establecer el «punto dominante», como el único que cuenta en la parábola. Dos ejemplos bastarán. La parábola del rico necio (cf. Lc 12,16ss) querría decir: «El hombre, incluso el más rico, depende por completo en cada instante del poder y de la gracia de Dios». El punto dominante en la parábola del administrador infiel (cf. Lc 16, lss) sería: «Aprovechar con decisión el presente para lograr así un futuro satisfactorio». Jeremías comenta con razón al respecto: «Las parábolas P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 78 anuncian un verdadero humanismo religioso; nada queda de su ímpetu escatológico. Inadvertidamente Jesús se convierte en el "apóstol del progreso" (Jülicher, II 483), en sabio maestro que expone máximas éticas y una teología simplificada con imágenes e historias fáciles de retener. ¡Pero Jesús no era así!» (p. 13). Charles W. F. Smith lo expresa de un modo más drástico: «Nadie crucificaría a un maestro que relata historias amenas para reforzar la inteligencia moral» (The Jesús of the Parables, p. 17; Jeremías, p. 15). Cuento todo esto con tanto detalle porque nos permite hacernos una idea de los límites de la exégesis liberal, que en su tiempo fue considerada como el culmen insuperable de rigor científico y de fiabilidad histórica, y hacia la que también los exegetas católicos miraban con envidia y admiración. Ya hemos visto a propósito del Sermón de la Montaña que este tipo de interpretación, que hace de Jesús un moralista, el maestro de una moral ilustrada e individualista, no obstante la importancia de las perspectivas históricas, resulta insuficiente desde el punto de vista teológico y no se acerca en absoluto a la figura real de Jesús. Si Jülicher, según el espíritu de su tiempo, había considerado el «punto dominante» desde una perspectiva completamente humanista en la práctica, más tarde se lo identificó con la escatología inminente: en último término, todas las parábolas anunciarían la inminencia en el tiempo del éschaton, del «Reino de Dios». Pero con esta interpretación también se fuerza la variedad de los textos; esta interpretación escatológica sólo de modo artificial puede encajar en muchas de las parábolas. Jeremías, por el contrario, ha subrayado acertadamente que cada parábola tiene su propio contexto y, así, también su propio mensaje. En este sentido, ha puesto de relieve en su libro nueve ejes temáticos, pero buscando siempre un hilo conductor, el baricentro interno del mensaje de Jesús. Jeremías sabe que en esto debe mucho al exegeta inglés Charles H. Dodd, aunque al mismo tiempo se distancia de él en un punto fundamental. Dodd establece como punto central de su exégesis la orientación de las parábolas hacia el tema del Reino de Dios, hacia la soberanía de Dios, pero rechazando la concepción de la escatología inminente de los exegetas alemanes y vinculando escatología con cristología: el Reino de Dios llega en la persona de Cristo. En la medida en que las parábolas hacen alusión al reino, señalan a Cristo como a la auténtica forma del reino. Jeremías sostiene que no puede aceptar este planteamiento de la «escatología realizada», como Dodd la llama, y, en su lugar, habla de «escatología que se realiza», conservando así—aunque algo rebajada—la idea de fondo de la exégesis alemana, según la cual Jesús habría anunciado la proximidad (temporal) de la llegada del Reino de Dios y la habría presentado a sus oyentes de diferentes maneras en las parábolas. Esto debilita nuevamente la conexión entre cristología y escatología; queda la pregunta sobre qué pueda pensar un oyente dos mil años después: en todo caso, debe considerar un error la perspectiva de una escatología inminente en aquel tiempo, pues el Reino de Dios, entendido como el cambio radical del mundo por obra de Dios, no ha llegado todavía; y tampoco puede adoptar esa concepción para el momento actual. Todas nuestras reflexiones anteriores nos han llevado por una parte a reconocer la espera de la llegada inmediata del fin del mundo como un aspecto de la primitiva recepción del mensaje de Jesús, pero al mismo tiempo se ha visto que esto no puede aplicarse en modo alguno a todas las palabras de Jesús ni erigirse en el contenido auténtico de su mensaje. Aquí Dodd captaba mucho mejor el efectivo tenor de los textos. Precisamente en el Sermón de la Montaña, pero también en la explicación del Padrenuestro, hemos visto que el tema más profundo del anuncio de Jesús era su propio misterio, el misterio del Hijo, en el que Dios está entre nosotros y cumple fielmente su promesa; hemos visto también que el Reino de Dios está por venir y que ha llegado en su persona. En este sentido, hay que dar la razón a Dodd en lo esencial: sí, el Sermón de la Montaña es «escatológico», si se quiere, pero escatológico en el sentido de que el Reino de Dios se «realiza» en la venida de Jesús. Por tanto, podemos hablar verdaderamente de una «escatología que se realiza»: Jesús, el que ha llegado, es también a lo largo de toda la historia el que llega; es de esta «llegada» de la que, en el fondo, nos habla. Por tanto, podemos estar plenamente de acuerdo con las palabras conclusivas del libro de Jeremías: «Ha empezado el año de gracia de Dios, puesto que ha aparecido Aquél, el Salvador, cuya majestad oculta resplandece tras cada palabra y cada parábola» (p. 194). P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 79 Si bien podemos interpretar todas las parábolas como invitaciones ocultas y multiformes a creer en El como al «Reino de Dios en persona», nos encontramos con unas palabras de Jesús a propósito de las parábolas que nos desconciertan. Los tres sinópticos nos cuentan que Jesús, cuando los discípulos le preguntaron por el significado de la parábola del sembrador, dio inicialmente una respuesta general sobre el sentido de su modo de hablar en parábolas. En el centro de esta respuesta se encuentran unas palabras de Isaías (cf. 6, 9s) que los sinópticos reproducen con diversas variantes. El texto de Marcos dice, según la cuidada traducción de Jeremías: «A vosotros (al círculo de los discípulos) os ha concedido Dios el secreto del Reino de Dios: pero para los de fuera todo resulta misterioso, para que (como está escrito) "miren y no vean, oigan y no entiendan, a no ser que se conviertan y Dios los perdone"» (Mc 4, 12; Jeremías, p. 11). ¿Qué significa esto? ¿Sirven las parábolas del Señor para hacer su mensaje inaccesible y reservarlo sólo a un pequeño grupo de elegidos, a los que Él mismo se las explica? ¿Acaso las parábolas no quieren abrir, sino cerrar? ¿Es Dios partidista, que no quiere la totalidad, a todos, sino sólo a una élite? Si queremos entender estas misteriosas palabras del Señor, hemos de leerlas a partir del texto de Isaías que cita, y leerlas en la perspectiva de su vida personal, cuyo final Él conoce. Con esta frase, Jesús se sitúa en la línea de los profetas; su destino es el de los profetas. Las palabras de Isaías, en su conjunto, resultan mucho más severas e impresionantes que el resumen que Jesús cita. El Libro de Isaías dice: «Endurece el corazón de este pueblo, tapa sus oídos, ciega sus ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se cure» (6, 10). El profeta fracasa: su mensaje contradice demasiado la opinión general, las costumbres corrientes. Sólo a través de su fracaso las palabras resultan eficaces. Este fracaso del profeta se cierne como una oscura pregunta sobre toda la historia de Israel, y en cierto sentido se repite continuamente en la historia de la humanidad. Y también es sobre todo, siempre de nuevo, el destino de Jesucristo: la cruz. Pero precisamente de la cruz se deriva una gran fecundidad. Y aquí se desvela de forma inesperada la relación con la parábola del sembrador, en cuyo contexto aparecen las palabras de Jesús en los sinópticos. Llama la atención la importancia que adquiere la imagen de la semilla en el conjunto del mensaje de Jesús. El tiempo de Jesús, el tiempo de los discípulos, es el de la siembra y de la semilla. El «Reino de Dios» está presente como una semilla. Vista desde fuera, la semilla es algo muy pequeño. A veces, ni se la ve. El grano de mostaza —imagen del Reino de Dios— es el más pequeño de los granos y, sin embargo, contiene en sí un árbol entero. La semilla es presencia del futuro. En ella está escondido lo que va a venir. Es promesa ya presente en el hoy. El Domingo de Ramos, el Señor ha resumido las diversas parábolas sobre las semillas y desvelado su pleno significado: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Él mismo es el grano. Su «fracaso» en la cruz supone precisamente el camino que va de los pocos a los muchos, a todos: «Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). El fracaso de los profetas, su fracaso, aparece ahora bajo otra luz. Es precisamente el camino para lograr «que se conviertan y Dios los perdone». Es el modo de conseguir, por fin, que todos los ojos y oídos se abran. En la cruz se descifran las parábolas. En los sermones de despedida dice el Señor: «Os he hablado de esto en comparaciones: viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente» (Jn 16,25). Así, las parábolas hablan de manera escondida del misterio de la cruz; no sólo hablan de él: ellas mismas forman parte de él. Pues precisamente porque dejan traslucir el misterio divino de Jesús, suscitan contradicción. Precisamente cuando alcanzan máxima claridad, como en la parábola de los trabajadores homicidas de la viña (cf. Mc 12, 1-12), se transforman en estaciones de la vía hacia la cruz. En las parábolas, Jesús no es sólo el sembrador que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que es semilla que cae en la tierra para morir y así poder dar fruto. De este modo, la inquietante explicación de Jesús sobre el sentido de sus parábolas nos lleva a la comprensión de su significado más profundo cuando —como requiere la naturaleza de la palabra de Dios escrita— leemos la Biblia, y especialmente los Evangelios, como una unidad y una totalidad que, aun con todos sus estratos históricos, expresa un mensaje intrínsecamente consecuente. Pero quizás merezca la pena, tras esta explicación muy teológica, que proviene del interior de la Biblia misma, considerar las parábolas también desde una perspectiva específicamente humana. ¿Qué es realmente una parábola? ¿Qué P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 80 busca quien la narra? Pues bien: cada educador, cada maestro que quiere transmitir nuevos conocimientos a sus oyentes, recurrirá alguna vez al ejemplo, a la parábola. Mediante el ejemplo, acerca al pensamiento de aquellos a los que se dirige una realidad que hasta entonces estaba fuera de su alcance. Mostrará cómo, en una realidad que forma parte de su ámbito de experiencias, hay algo que antes no habían percibido. Mediante la comparación, acerca lo que se encuentra lejos, de forma que a través del puente de la parábola lleguen a lo que hasta entonces les era desconocido. Se trata de un movimiento doble: por un lado, la parábola acerca lo que está lejos a los que la escuchan y meditan sobre ella; por otro, pone en camino al oyente mismo. La dinámica interna de la parábola, la autosuperación de la imagen elegida, le invita a encomendarse a esta dinámica e ir más allá de su horizonte actual, hasta lo antes desconocido y aprender a comprenderlo. Pero eso significa que la parábola requiere la colaboración de quien aprende, que no sólo recibe una enseñanza, sino que debe adoptar él mismo el movimiento de la parábola, ponerse en camino con ella. En este punto se plantea lo problemático de la parábola: puede darse la incapacidad de descubrir su dinámica y de dejarse guiar por ella; puede que, sobre todo cuando se trata de parábolas que afectan a la propia existencia y la modifican, no haya voluntad de dejarse llevar por el movimiento que la parábola exige. Con esto hemos vuelto a las palabras del Señor sobre el mirar y no ver, el oír y no entender. Jesús no quiere transmitir unos conocimientos abstractos que nada tendrían que ver con nosotros en lo más hondo. Nos debe guiar hacia el misterio de Dios, hacia esa luz que nuestros ojos no pueden soportar y que por ello evitamos. Para hacérnosla más accesible, nos muestra cómo se refleja la luz divina en las cosas de este mundo y en las realidades de nuestra vida diaria. A través de lo cotidiano quiere indicarnos el verdadero fundamento de todas las cosas y así la verdadera dirección que hemos de tomar en la vida de cada día para seguir el recto camino. Nos muestra a Dios, no un Dios abstracto, sino el Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano. A través de las cosas ordinarias nos muestra quiénes somos y qué debemos hacer en consecuencia; nos transmite un conocimiento que nos compromete, que no sólo nos trae nuevos conocimientos, sino que cambia nuestras vidas. Es un conocimiento que nos trae un regalo: Dios está en camino hacia ti. Pero es también un conocimiento que plantea una exigencia: cree y déjate guiar por la fe. Así, la posibilidad del rechazo es muy real, pues la parábola no contiene una fuerza coercitiva. Se podrían plantear miles de objeciones razonables, y no sólo en la generación de Jesús, sino también en todas las generaciones y, tal vez, hoy más que nunca. Nos hemos formado un concepto de realidad que excluye la transparencia de lo que, en ella, nos lleva a Dios. Sólo se considera real lo que se puede probar experimentalmente. Pero Dios no se deja someter a experimentos. Esto es precisamente lo que Él reprocha a la generación del desierto: «Cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras» (Sal 95, 9). Dios no puede transparentarse en modo alguno, dice el concepto moderno de realidad. Y, por tanto, menos aún se puede aceptar la exigencia que nos plantea: creer en Él como Dios y vivir en consecuencia parece una pretensión inaceptable. En esta situación, las parábolas llevan de hecho a no ver y no entender, al «endurecimiento del corazón». Así, por último, las parábolas son expresión del carácter oculto de Dios en este mundo y del hecho de que el conocimiento de Dios requiere la implicación del hombre en su totalidad; es un conocimiento que forma un todo único con la vida misma, un conocimiento que no puede darse sin «conversión». En el mundo marcado por el pecado, el baricentro sobre el que gravita nuestra vida se caracteriza por estar aferrado al yo y al «se» impersonal. Se debe romper este lazo para abrirse a un nuevo amor que nos lleve a otro campo de gravitación y nos haga vivir así de un modo nuevo. En este sentido, el conocimiento de Dios no es posible sin el don de su amor hecho visible; pero también el don debe ser aceptado. Así pues, en las parábolas se manifiesta la esencia misma del mensaje de Jesús y en el interior de las parábolas está inscrito el misterio de la cruz. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 81 2. 

capitulo  7.-
TRES GRANDES RELATOS DE PARÁBOLAS DE LUCAS

Intentar explicar aunque sólo fuera una buena parte de las parábolas de Jesús superaría el alcance de este libro. Deseo por tanto limitarme a los tres grandes relatos en parábolas que aparecen en el Evangelio de Lucas, cuya belleza y profundidad conmueven de forma espontánea incluso al no creyente: la historia del buen samaritano, la parábola de los dos hermanos y el relato del rico epulón y el pobre Lázaro. La parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37) En el centro de la historia del buen samaritano se plantea la pregunta fundamental del hombre. Es un doctor de la Ley, por tanto un maestro de la exégesis quien se la plantea al Señor: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (10,25). Lucas añade que el doctor le hace la pregunta a Jesús para ponerlo a prueba. Él mismo, como doctor de la Ley, conoce la respuesta que da la Biblia, pero quiere ver qué dice al respecto este profeta sin estudios bíblicos. El Señor le remite simplemente a la Escritura, que el doctor, naturalmente, conoce, y deja que sea él quien responda. El doctor de la Ley lo hace acertadamente, con una combinación de Deuteronomio 6, 5 y Levítico 19, 18: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Sobre esta cuestión Jesús enseña lo mismo que la Torá, cuyo significado pleno se recoge en este doble precepto. Ahora bien, este hombre docto, que sabía perfectamente cuál era la respuesta, debe justificarse: la palabra de la Escritura es indiscutible, pero su aplicación en la práctica de la vida suscitaba cuestiones que se discutían mucho en las escuelas (y en la vida misma). La pregunta, en concreto, es: ¿Quién es «el prójimo»? La respuesta habitual, que podía apoyarse también en textos de la Escritura, era que el «prójimo» significaba «connacional». El pueblo formaba una comunidad solidaria en la que cada uno tenía responsabilidades para con el otro, en la que cada uno era sostenido por el conjunto y, así, debía considerar al otro «como a sí mismo», como parte de ese conjunto que le asignaba su espacio vital. Entonces, los extranjeros, las gentes pertenecientes a otro pueblo, ¿no eran «prójimos»? Esto iba en contra de la Escritura, que exhortaba a amar precisamente también a los extranjeros, recordando que Israel mismo había vivido en Egipto como forastero. No obstante, se discutía hasta qué límites se podía llegar; en general, se consideraba perteneciente a una comunidad solidaria, y por tanto «prójimo», sólo al extranjero asentado en la tierra de Israel. Había también otras limitaciones bastante extendidas del concepto de «prójimo»; una sentencia rabínica enseñaba que no había que considerar como prójimo a los herejes, delatores y apóstatas (Jeremías, p. 170). Además, se daba por descontado que tampoco eran «prójimos» los samaritanos que, pocos años antes (entre el 6 y el 9 d.C.) habían contaminado la plaza del templo de Jerusalén al esparcir huesos humanos en los días de Pascua (Jeremías, P. 171). A una pregunta tan concreta, Jesús respondió con la parábola del hombre que, yendo por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándolo medio muerto al borde del camino. Es una historia totalmente realista, pues en ese camino se producían con regularidad este tipo de asaltos. Un sacerdote y un levita —conocedores de la Ley, expertos en la gran cuestión sobre la salvación, y que por profesión estaban a su servicio— se acercan por el camino, pero pasan de largo. No es que fueran necesariamente personas insensibles; tal vez tuvieron miedo e intentaban llegar lo antes posible a la ciudad; quizás no eran muy diestros y no sabían qué hacer para ayudar, teniendo en cuenta, además, que al parecer no había mucho que hacer. Por fin llega un samaritano, probablemente un comerciante que hacía esa ruta a menudo y conocía evidentemente al propietario del mesón cercano; un samaritano, esto es, alguien que no pertenecía a la comunidad solidaria de Israel y que no estaba obligado a ver en la persona asaltada por los bandidos a su «prójimo». Aquí hay que recordar cómo, unos párrafos antes, el evangelista había contado que Jesús, de camino hacia Jerusalén, mandó por delante a unos mensajeros que llegaron a una aldea samaritana e intentaron buscarle allí alojamiento. «Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén» (9, 52s). Enfurecidos, los hijos del trueno —Santiago y Juan— habían dicho al Señor: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?». Jesús los reprendió. Después se encontró alojamiento en otra aldea. P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 82 Entonces aparece aquí el samaritano. ¿Qué es lo que hace? No se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe el corazón. El Evangelio utiliza la palabra que en hebreo hacía referencia originalmente al seno materno y la dedicación materna. Se le conmovieron las «entrañas», en lo profundo del alma, al ver el estado en que había quedado ese hombre. «Lc dio lástima», traducimos hoy en día, suavizando la vivacidad original del texto. En virtud del rayo de compasión que le llegó al alma, él mismo se convirtió en prójimo, por encima de cualquier consideración o peligro. Por tanto, aquí la pregunta cambia: no se trata de establecer quién sea o no mi prójimo entre los demás. Se trata de mí mismo. Yo tengo que convertirme en prójimo, de forma que el otro cuente para mí tanto como «yo mismo». Si la pregunta hubiera sido: «¿Es también el samaritano mi prójimo?», dada la situación, la respuesta habría sido un «no» más bien rotundo. Pero Jesús da la vuelta a la pregunta: el samaritano, el forastero, se hace él mismo prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo aprender desde dentro a ser prójimo y que la respuesta se encuentra ya dentro de mí. Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi prójimo, o mejor dicho, será él quien me encuentre. En su interpretación de la parábola, Helmut Kuhn va más allá del sentido literal del texto y señala la radicalidad de su mensaje cuando escribe: «El amor político del amigo se basa en la igualdad de las partes. La parábola simbólica del samaritano, en cambio, destaca la desigualdad radical: el samaritano, un forastero en Israel, está ante el otro, un individuo anónimo, como el que presta ayuda a la desvalida víctima del atraco de los bandidos. La parábola nos da a entender que el agapé traspasa todo tipo de orden político con su principio del do ut des, superándolo y caracterizándose de este modo como sobrenatural. Por principio, no sólo va más allá de ese orden, sino que lo transforma al entenderlo en sentido inverso: los últimos serán los primeros (cf. Mt 19, 30). Y los humildes heredarán la tierra (cf. Mt 5, 5)» (p. 88s). Una cosa está clara: se manifiesta una nueva universalidad basada en el hecho de que, en mi interior, ya soy hermano de todo aquel que me encuentro y que necesita mi ayuda. La actualidad de la parábola resulta evidente. Si la aplicamos a las dimensiones de la sociedad mundial, vemos cómo los pueblos explotados y saqueados de África nos conciernen. Vemos hasta qué punto son nuestros «próximos»; vemos que también nuestro estilo de vida, nuestra historia, en la que estamos implicados, los ha explotado y los explota. Un aspecto de esto es sobre todo el daño espiritual que les hemos causado. En lugar de darles a Dios, el Dios cercano a nosotros en Cristo, y aceptar de sus propias tradiciones lo que tiene valor y grandeza, y perfeccionarlo, les hemos llevado el cinismo de un mundo sin Dios, en el que sólo importa el poder y las ganancias; hemos destruido los criterios morales, con lo que la corrupción y la falta de escrúpulos en el poder se han convertido en algo natural. Y esto no sólo ocurre con África. Ciertamente, tenemos que dar ayuda material y revisar nuestras propias formas de vida. Pero damos siempre demasiado poco si sólo damos lo material. ¿Y no encontramos también a nuestro alrededor personas explotadas y maltratadas? Las víctimas de la droga, del tráfico de personas, del turismo sexual; personas destrozadas interiormente, vacías en medio de la riqueza material. Todo esto nos afecta y nos llama a tener los ojos y el corazón de quien es prójimo, y también el valor de amar al prójimo. Pues — como se ha dicho— quizás el sacerdote y el levita pasaron de largo más por miedo que por indiferencia. Tenemos que aprender de nuevo, desde lo más íntimo, la valentía de la bondad; sólo lo conseguiremos si nosotros mismos nos hacemos «buenos» interiormente, si somos «prójimos» desde dentro y cada uno percibe qué tipo de servicio se necesita en mi entorno y en el radio más amplio de mi existencia, y cómo puedo prestarlo yo. Los Padres de la Iglesia han leído la parábola desde un punto de vista cristológico. Alguno podría decir: eso es alegoría, es decir, una interpretación que se aleja del texto. Pero si consideramos que el Señor nos quiere invitar en todas las parábolas, de diversas maneras, a creer en el Reino de Dios, que es Él mismo, entonces no resulta tan equivocada la interpretación cristológica. Corresponde de algún modo a una potencialidad intrínseca del texto y puede ser un fruto que nace de su semilla. Los Padres vieron la parábola en la perspectiva de la historia universal: el hombre que yace medio muerto y saqueado al borde P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 83 del camino, ¿no es una imagen de «Adán», del hombre en general, que «ha caído en manos de unos ladrones»? ¿No es cierto que el hombre, la criatura hombre, ha sido alienado, maltratado, explotado, a lo largo de toda su historia? La gran mayoría de la humanidad ha vivido casi siempre en la opresión; y desde otro punto de vista: los opresores, ¿son realmente la verdadera imagen del hombre?, ¿acaso no son más bien los primeros deformados, una degradación del hombre? Karl Marx describió drásticamente la «alienación» del hombre; aunque no llegó a la verdadera profundidad de la alienación, pues pensaba sólo en lo material, aportó una imagen clara del hombre que había caído en manos de los bandidos. La teología medieval interpretó las dos indicaciones de la parábola sobre el estado del hombre herido como afirmaciones antropológicas fundamentales. De la víctima del asalto se dice, por un lado, que había sido despojado (spoliatus) y, por otro, que había sido golpeado hasta quedar medio muerto (vulneratus: cf. Lc 10, 30). Los escolásticos lo relacionaron con la doble dimensión de la alienación del hombre. Decían que fue spoliatus supernaturalibus y vulneratus in naturalibus: despojado del esplendor de la gracia sobrenatural, recibida como don, y herido en su naturaleza. Ahora bien, esto es una alegoría que sin duda va mucho más allá del sentido de la palabra, pero en cualquier caso constituye un intento de precisar los dos tipos de daño que pesan sobre la humanidad. El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como imagen de la historia universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la humanidad. El sacerdote y el levita pasan de largo: de aquello que es propio de la historia, de sus culturas y religiones, no viene salvación alguna. Si el hombre atracado es por antonomasia la imagen de la humanidad, entonces el samaritano sólo puede ser la imagen de Jesucristo. Dios mismo, que para nosotros es el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura maltratada. Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte en prójimo. Cura con aceite y vino nuestras heridas —en lo que se ha visto una imagen del don salvífico de los sacramentos— y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear esos cuidados. Podemos dejar tranquilamente a un lado los diversos aspectos de la alegoría, que varían según los distintos Padres. Pero la gran visión del hombre que yace alienado e inerme en el camino de la historia, y de Dios mismo que se ha hecho su prójimo en Jesucristo, podemos contemplarla como una dimensión profunda de la parábola que nos afecta, pues no mitiga el gran imperativo que encierra la parábola, sino que le da toda su grandeza. El gran tema del amor, que es el verdadero punto central del texto, adquiere así toda su amplitud. En efecto, ahora nos damos cuenta de que todos estamos «alienados», que necesitamos ser salvados. Por fin descubrimos que, para que también nosotros podamos amar, necesitamos recibir el amor salvador que Dios nos regala. Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros podamos a su vez ser prójimos. Las dos figuras de que hemos hablado afectan a todo hombre: cada uno está «alienado», alejado precisamente del amor (que es la esencia del «esplendor sobrenatural» del cual hemos sido despojados); toda persona debe ser ante todo sanada y agraciada. Pero, acto seguido, cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Cristo y hacerse como Él. Entonces viviremos rectamente. Entonces amaremos de modo apropiado, cuando seamos semejantes a Él, que nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19). La parábola de los dos hermanos (el hijo pródigo y el hijo que se quedó en casa) y del padre bueno (Lc 15, 11-32) Esta parábola de Jesús, quizás la más bella, se conoce también como la «parábola del hijo pródigo». En ella, la figura del hijo pródigo está tan admirablemente descrita, y su desenlace —en lo bueno y en lo malo— nos toca de tal manera el corazón que aparece sin duda como el verdadero centro de la narración. Pero la parábola tiene en realidad tres protagonistas. Joachim Jeremías y otros autores han propuesto llamarla mejor la «parábola del padre bueno», ya que él sería el auténtico centro del texto. Pierre Grelot, en cambio, destaca como elemento esencial la figura del segundo hijo y opina —a mi modo de ver con razón— que lo más acertado sería llamarla «parábola de los dos hermanos». Esto se desprende ante todo de la situación que ha dado lugar a la parábola y que Lucas presenta del siguiente modo (15, ls): «Se acercaban a Jesús los publícanos y pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados P a p a B e n e d i c t o X V I J e s ú s d e N a z a r e t 84 murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos"». Aquí encontramos dos grupos, dos «hermanos»: los publícanos y los pecadores; los fariseos y los letrados. Jesús les responde con tres parábolas: la de la oveja descarriada y las noventa y nueve que se quedan en casa; después la de la dracma perdida; y, finalmente, comienza de nuevo y dice: «Un hombre tenía dos hijos» (15, 11). Así pues, se trata de los dos. El Señor retoma así una tradición que viene de muy atrás: la temática de los dos hermanos recorre todo el Antiguo Testamento, comenzando por Caín y Abel, pasando por Ismael e Isaac, hasta llegar a Esaú y Jacob, y se refleja otra vez, de modo diferente, en el comportamiento de los once hijos de Jacob con José. En los casos de elección domina una sorprendente dialéctica entre los dos hermanos, que en el Antiguo Testamento queda como una cuestión abierta. Jesús retoma esta temática en un nuevo momento de la actuación histórica de Dios y le da una nueva orientación. En el Evangelio de Mateo aparece un texto sobre dos hermanos similar al de nuestra parábola: uno asegura querer cumplir la voluntad del padre, pero no lo hace; el segundo se niega a la petición del padre, pero luego se arrepiente y cumple su voluntad (cf. Mt 21,28-32). También aquí se trata de la relación entre pecadores y fariseos; también aquí el texto se convierte en una llamada a dar un nuevo sí al Dios que nos llama. Pero tratemos ahora de seguir la parábola paso a paso. Aparece ante todo la figura del hijo pródigo, pero ya inmediatamente, desde el principio, vemos también la magnanimidad del padre. Accede al deseo del hijo menor de recibir su parte de la herencia y reparte la heredad. Da libertad. Puede imaginarse lo que el hijo menor hará, pero le deja seguir su camino. El hijo se marcha «a un país lejano». Los Padres han visto aquí sobre todo el alejamiento interior del mundo del padre —del mundo de Dios—, la ruptura interna de la relación, la magnitud de la separación de lo que es propio y de lo que es auténtico. El hijo derrocha su herencia. Sólo quiere disfrutar. Quiere aprovechar la vida al máximo, tener lo que considera una «vida en plenitud». No desea someterse ya a ningún precepto, a ninguna autoridad: busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí mismo, sin ninguna exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente autónomo. ¿Acaso nos es difícil ver precisamente en eso el espíritu de la rebelión moderna contra Dios y contra la Ley de Dios? ¿El abandono de todo lo que hasta ahora era el fundamento básico, así como la búsqueda de una libertad sin límites? La palabra griega usada en la parábola para designar la herencia derrochada significa en el lenguaje de los filósofos griegos «sustancia», naturaleza. El hijo perdido desperdicia su «naturaleza», se desperdicia a sí mismo. Al final ha gastado todo. El que era totalmente libre ahora se convierte realmente en siervo, en un cuidador de cerdos que sería feliz si pudiera llenar su estómago con lo que ellos comían. El hombre que e

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